Marina sacudió sus trenzas pelirrojas al salir del agua con su hijo de tres años, Ludovic, que había estado a punto de ahogarse. Lo había salvado otro niño, tirando de él por un pie; la madre del pequeño salvador se acercó corriendo, y las dos mujeres empezaron a parlotear. La otra madre se llamaba Françoise, era francesa y morena. Las dos esperaban a sus maridos, que tenían que llegar a Palma al día siguiente en un charter. El pequeño François, el hijo de Françoise, moreno y bronceado como un indio, se puso a mear sobre el pequeño Ludovic. Las dos madres se precipitaron riendo, los lavaron a ambos en las olas, y los metieron en un barquito hinchable, dejándolos en él a su aire, mientras ellas iban a tomarse un oporto a la cafetería. Nada más sentarse, un español muy peludo se les acercó y les cantó algo en flamenco; ellas le dieron unas pesetas. Se alojaban por casualidad en el mismo hotel, el Palma. Decidieron acostar temprano a los niños y salir juntas por la noche. Los niños quedaron acostados juntos en la habitación de Marina, que tenía una cama más espaciosa; tan pronto ellas apagaron la luz y se marcharon, el pequeño François se puso a zurrarle al pequeño Ludovic con su paleta de playa; Ludovic se puso a llorar, pero su mamá no estaba ya allí, estaba en aquel momento mirándose sus rojas trenzas en un espejo del hall, mientras Françoise llamaba una calesa. El pequeño Ludovic intentó esconderse bajo la almohada. El otro se puso a pegarle furiosamente en las piernas con la paleta. Entre tanto, las dos flamantes amigas se subían a una vieja calesa y empezaban su recorrido nocturno por Palma. «¿Eres feliz?» preguntó Françoise. Marina suspiró. Oía el rumor de la mar, sentía el fuerte olor de las palmeras, y se sentía, en efecto, completamente feliz en aquel momento. Apretó con fuerza la mano de Françoise. «Si no fuera que mi marido es homosexual» suspiró. «El mío también» dijo Françoise. El conductor de la calesa era un viejo delgado. Se quedó dormido. El caballo también; marchaba por la vieja rambla de manera maquinal. Françoise apretó más fuerte la mano de Marina, y vio por el rabillo del ojo el brillo de una lágrima al pasar ante una farola. «Pero lo amo, así y todo» suspiró Marina. «Yo también» dijo Françoise con voz más firme. El caballo se detuvo en seco, y se puso a pastar entre las violetas de la rambla. El viejo calesero se despertó y le dio un buen golpe de fusta, el caballo empezó a trotar de nuevo, masticando las violetas. Entre tanto, el pequeño Françoise le abría la cabeza de un paletazo al pequeño Ludovic, que empezaba a gemir en medio de la cama, perdiendo sangre por la nariz. François le metió el mango de la paleta por el ano y se puso a saltar sobre él; Françoise entre tanto, apretaba la mano de Marina. Le confesaba en voz baja: «Quería tener un hijo mío, para mí sola, soy lesbiana». El caballo se detuvo por sí solo delante de la Hostería Azul. Le pagaron al flaco cochero, medio dormido aún, con un fajo de pesetas, y entraron en el restaurante. El maitre las colocó en una mesa tranquila, donde siguieron hablando con franqueza de sus vidas, delante de una langosta para dos.
4 comentarios:
Este cuento es y solo puede ser gran literatura. Me hace sentir infinitamente pequeño en mis textos. Daniel el adiestrador
Este cuento es y solo puede ser gran literatura. Me hace sentir infinitamente pequeño en mis palabras y en mis textos. Daniel el adiestrador
Excelente! (aunque el calificativo quede un poco chico)Ceci
Probablemente uno de los mejores cuentos que lei en mi vida.
Santi
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