28 de noviembre de 2007

Un poco respecto de los diálogos gracias al aporte erúdito de Martín Fuchs.

Les mando el principio de "Cae la noche tropical" de Manuel Puig. Es un diálogo entre dos viejas que, para mí, es maravilloso. Martín

- Qué tristeza da a esta hora, ¿por qué será?
- Es esa melancolía de la tarde que va oscureciendo, Nidia. Lo mejor es ponerse a hacer algo, y estar muy ocupada a esta hora. Ya después a la noche es otra cosa, se va esa sensación.
- Sobre todo si se puede dormir bien. Y así no se piensa en las cosas terribles que ocurrieron.
- Vos tenés esa suerte, no sabés lo que ayuda. Al no poder agarrar el sueño es cuando se me empieza a pasar todo lo más espantoso por la cabeza. Si no fuera por las dichosas pastillas yo no podría haber aguantado todo este tiempo.
- No te quejes, Luci, que vos no tuviste una desgracia como la mía.
- Ya sé. Pero no me la he llevado de arriba tampoco, Nidia.
- Cuando murió mamá pasaba lo mismo, ¿te acordás?, a esta hora volvía el recuerdo más fuerte que nunca.
- Acordarnos de ella nos acordábamos siempre, lo primero que yo pensaba cuando me despertaba era que mamá no estaba más. Lo que se sentía a esta hora, más que nunca, era la falta de ella. Pero en ese entonces con tanto que hacer no se pensaba como ahora, nada más que en cosas tristes. Con tantas obligaciones que teníamos, era eso.
- Preparar algo de comer.
- Y esa gran responsabilidad de los chicos. De sacarlos a flote, Nidia.
- Y que después pueda pasar algo así, que te arranquen lo que más querés.
- Los que son creyentes tienen ese consuelo. Pero una no se puede engañar, no hay manera. Es una gran cosa, esa fe. Realmente yo se la envidio al que la tiene.
- Sí, Luci. Yo también se la envidio.
- Esa gente ignorante tiene muchas ventajas, que puedan consolarse así. Una no puede engañarse, ve la vida como es.
- Cuando murió Pepe fue distinto, yo quedé como atontada. Y lloraba y lloraba, todo el día. Pero esta vez fue tan distinto.
- El marido es una cosa, una hija otra, Nidia. Tu hija. Qué cosas que pasan, tan terribles.



"La ruta de noche" por Alejandra Lategui

Lucía tiene tres años y viaja en auto con sus padres. Cada verano la familia repite el ritual de la ruta oscura. A su padre le gusta viajar de noche y ella es feliz porque pronto verán el mar; no el de las playas repletas de gente y sombrillas, sino el mar bravo y poderoso del sur.

Hace mucho frío pero igual baja la ventanilla y deja que entre el aire helado: la luna llena es un barco que navega el cielo y las nubes son islas que ese barco va descubriendo.
Le gusta el viento en la cara, el juego silencioso; se imagina animales extraños, hogueras en las playas, naufragios sin sobrevivientes.
-Subí el vidrio que hace frío- escucha que dice su madre mientras ceba el mate.
El auto se detiene en una cruz que forman cuatro caminos, todos iguales, angostos y vacíos.
-A ver, ayudanos con el mapa, iluminalo con la linterna,-dice su padre. Su madre pregunta dónde están y se escucha la voz grave y risueña de él que dice que no tiene idea, que cree que pasaron de largo el desvío que debían tomar.
Suena una canción en la radio que habla del amor por la tierra. Su padre sube el volumen y su madre empieza a cantar.

En el cielo transparente Lucía busca las constelaciones porque su abuelo le enseñó algunas. Quiere ver especialmente una estrella llamada Antares, que es el corazón anaranjado y brillante del Escorpión; su abuelo le contó una vez que ella era la dueña de esas estrellas, porque nació en noviembre.

Doblan hacia la izquierda. En los asientos de adelante los padres conversan, reparten chocolates y planean el recorrido de mañana. Estos viajes están llenos de incertidumbre y a Lucía le encantan porque se parecen a una aventura. Nunca saben exactamente adónde irán ni en qué lugar les tocará dormir, porque la ruta no tiene hoteles. Anoche durmieron en el rancho del capataz de una estancia enorme. El hombre había criado una mara guacha y dos pichones de suris que andaban por la casa como si fueran perros. Esa noche Lucía se levantó de su cama varias veces para escuchar el ruido de los otros animales ahí afuera, los que no veía pero imaginaba.

Antes de salir de la casa en Buenos Aires, su madre armó una caja con botellas con agua, chocolate, leche condensada y galletas. Se llama la caja de la supervivencia y la guardan para cuando el auto se rompe en medio de la nada y tienen que esperar horas a que pase algún camión. Este año todavía no hubo que abrirla, pero el verano pasado su madre y ella se alimentaron con eso durante tres días con sus noches, que fue el tiempo que le tomó a su padre llegar a un pueblo caminando y volver con el repuesto que se había roto y que había dejado al Ford azul estancado en medio del paisaje de piedras grises.

El auto hace una maniobra brusca y ella alcanza a ver sobre el asfalto brillante el contorno de algo que parece un animal pequeño y encogido; se da vuelta pero en la oscuridad del campo pronto deja de verlo.
La música de la radio llega entrecortada y finalmente se interrumpe. Los padres están en silencio. Adelante, la belleza del perfil de su madre se recorta en la luz de los faros. Después dice:
-Estaba dormido, el perro.

Lucía mira la noche, afuera, durante un rato muy largo. La ruta es una cinta negra que se ilumina y desaparece.

"El tigre, el arroz y el río" por Santiago Asorey

Siéntese señora, por favor. La mujer suspiró, muchas gracias. El penso en el resplandor de las curvas desagradables. La luz se filtraba a través de la ventanilla del colectivo sesenta y golpeaba con crueldad el culo flácido de la mujer. Era insoportable. No lo aguantaba: Moriría antes de bajarse en retiro. La ciudad era una sucesión de imágenes incoherentes que se desdoblaban ante la transpiración del vidrio. El cielo parecía estar hecho de imperfecciones, un sarpullido que dividía al mundo abierto y al vehículo que lo trasladaba.

Afuera las palomas volaban bien lejos de su camisa limpia. En la calle todo parecía lejano, inclusive el puterio escondido en algún barrio de Buenos Aires que por suerte no conocería nunca. Penso en la conexión imposible entre él y el mundo que lo rodeaba. Era claro que el negrito que se le había sentado al lado, a el, justo a él, poco tenia que ver con lo que significaba ser un humano. Esos ojos se perdían como si fuesen los restos de un paco recién consumido. Un espectáculo que preferiría nunca haber visto. De golpe; era mejor, casi mas saludable, ver desnuda a la señora que se había sentado. Sin embargo todo era parte de su safari. El discapacitado del frente visto a través de un vidrio imaginario parecía un animalito retorciéndose y exteriorizando su angustia. Sin saber porque se encontró excitado, cerraba los ojos y el recuerdo de una adolescente desnuda en su cama, como un ratón enredado por una boa, crecía y crecía filoso, entre sus piernas. Mientras observaba a todos, una cucaracha avanzaba bajo su asiento, le encantaba aplastarlas y sentir aquella sensación, tan cercana a la de un fumador dando la primer pitada, a la masturbación secreta, esa liberación de endorfinas ante el crujido del insecto que resuena en su estomago. Los veía a todos, una colonia de manchas marrones con antenas. Mezclarse entre toda la gente del colectivo de vez en cuando, era como ir al zoológico y sentir el olor duro de meo de elefante. La excitación de sus manos que veían y sentían todo, el metal pegajoso, el plástico caliente, el herpes del colectivero.

Dormir en un departamento de vanguardia minimalista. Coger de vez en cuando. Eso era su vida. Para él, estos viajes excepcionales significaban eso. Ver el funcionamiento preciso de la miseria de los demás. Solo existir a través de ellos, sentirlos cerca. Como las partes bajas de la señora y la grasa de las manos de un chico que se frotaba impune. Sus ojos escanabean al resto como si fuesen personajes de un cuento. Eran de un mundo que jamás conocería el desvelo por las largas obras nihilistas, la sensación de superioridad, los veranos en saint tropez, el oro del whisky en el insomnio de la noche. La minoría lujosa que observa desde un piso setentisiete a las hormigas yendo a trabajar. La vida vista desde un ventanal: Un profiláctico que lo protegía de las enfermedades de los negros de mierda.

Se bajo del colectivo con la seguridad de que al cruzar la calle como todos los miércoles, una adolescente angelical esperaba. Caminarían escondidos hasta entrar de la mano a un edificio con tres estrellas fosforescentes y figuras eróticas en la puerta. Pensó un segundo en un viejo poema de oriente, un campesino creía que podía ser tigre, arroz y río al mismo tiempo. No supo explicarse la mueca de satisfacción. Lo sacudió una ráfaga de miedo. Tuvo la sensación de sentirse asesino sin nunca haber matado. Su sonrisa no era la de un hombre que salía de los bosques de Palermo en la madrugada. Él lo sabía pero su cuerpo no. Miro el cielo y sintió que las nubes estaban abiertas de piernas.



24 de noviembre de 2007

"Escribir un cuento" por Raymond Carver. Aporte de Alberto Celesia

Escribir un cuento Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O'Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad. Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse. Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. "El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor". Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa "única convicción moral", deberá rastrearla sin desmayo. Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello. Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores. Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la "innovación formal", y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta "pop". Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de "innovaciones formales" en la narración. Muy a menudo, la "experimentación" no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos. Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo. Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco. En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó "especificación endeble" a este tipo de desafortunada escritura. Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. "Lo haría mejor si tuviera más tiempo", dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse. En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O'Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O'Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la "piadosa gente del pueblo", para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final: "Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable." Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O'Connor. Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla. Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir. Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del cuento como "algo vislumbrado con el rabillo del ojo", otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

"Insomnio" por Alejandra Lategui

La noche es un infierno y me despierto otra vez en la cama empapada, insomne hasta la furia. Adivino en la penumbra el filo de los pocos muebles: mi casa en el monte es esta pieza desolada del hotel al que me acostumbré. Tiene una ventana que no puedo abrir porque está trabada hace años; una lamparita mortecina que atrae a miles de bichos, las paredes descascaradas y el colchón escuálido no ayudan, pero cuento con dos bendiciones: un ventilador y un enchufe que funciona y me permite calentar agua. Mi pieza, además, se inunda cuando llueve, porque la puerta de chapa deja un resquicio abajo por el que ahora se filtra la luz amarilla del único farol de la cuadra.
Al principio, cuando hacía poco tiempo que había llegado a esta zona del Impenetrable, dejaba la luz encendida al acostarme porque las vinchucas sólo salen en la oscuridad, pero el resplandor pegándome en los ojos me despertaba y finalmente opté por apagarla y taparme hasta la cabeza. Después de unos meses dejé de preocuparme por eso. En este lugar uno se acostumbra a todo.

Tengo conmigo algunas cosas para animarme: unas fotos, un cuaderno en el que escribo, mi mate, un par de libros y también un perro que no es mío pero me adoptó. Viene todas las noches reclamando caricias y galletas, y siempre consigue lo que quiere. Ahora está en la puerta, lo escucho suspirar cada tanto y de alguna manera me tranquiliza que esté ahí.

El aire está quieto, como muerto. Siento el pecho apretado como si me hubieran pegado una trompada; me cuesta respirar. Seguramente es efecto del calor y de la sequía, que puede durar diez meses y ya lleva ocho. En estos días el único tema de conversación en el pueblo es el informe que meteorología pasa por la radio, aunque el pronóstico no sirve de mucho porque es de Sáenz Peña y eso queda a trescientos kilómetros de aquí.

Doy mil vueltas en la cama, arrugo las sábanas y los pliegues me marcan el cuerpo. Prendo el televisor; en uno de los canales ya se cortó la transmisión y en el otro un pastor con acento portugués imparte instrucciones precisas para dejar de sufrir. El control remoto tiene la tapa floja y cada tanto deja de funcionar. Insisto y aprieto el botón cada vez con más fuerza como si eso cambiara las cosas y nada; al final me paro en la cama y apago la tele que está colgada de la pared. Toco la pantalla, siento la estática en la mano y me quedo ahí, mirando la luz fosforescente.
Me acuesto de nuevo y agarro uno de los libros que traje. No tengo ganas de leer, no puedo concentrarme en nada. No hay caso: no podré dormir y de todas formas tendré que levantarme a las seis porque nos esperan los indios de Pozo del Toba; les prometimos que iríamos a atenderlos y que llevaríamos remedios, que es lo que más les importa.

Me llegan desde el monte los ruidos de los animales exasperados por el calor. Tengo la boca seca. Tanteo al lado de la cama porque sé que quedó un resto de cerveza y me lo tomo igual, aunque esté caliente.

Cada tanto vigilo el resquicio de la puerta. Hace unos meses, mientras dormía, sentí que algo lánguido se deslizaba despacio sobre mis piernas y en ese mareo cómodo del entresueño se me ocurrió que tal vez fuera una víbora, pero estaba tan cansada que no pude levantarme para ver qué era. Por la mañana, en un rincón de la habitación, encontré una yarará enorme y enroscada, durmiendo. Era un animal bello. Yo hubiera querido devolverla al monte sin lastimarla pero el dueño de casa no estuvo de acuerdo y la mató a machetazos.

Miro el despertador a cada rato y la noche se hace larga. El calor sofocante me pone de mal humor y el encierro de la pieza se me vuelve insoportable. Enciendo la luz, me siento en el borde de la cama, busco las zapatillas y las sacudo mecánicamente para asegurarme de que no haya arañas.

Me muevo despacio, como si cargara toneladas de plomo. Si estuviera en Buenos Aires esta noche saldría a caminar por Corrientes, hasta el bajo, y llegaría hasta el río, tratando de encontrar un poco de viento. El Bermejito no tiene agua la mayor parte del año y además acá no corre nada de viento. Tengo pocos cigarrillos porque los arenales del camino se hicieron tan profundos con la sequía que los camiones no pueden pasar y falta casi todo en las despensas, así que no sólo debo racionar lo que fumo sino también lo que como.
La opresión en el pecho mejora un poco con el inhalador para el asma. Me pregunto cómo es posible estar enferma de algo tan absurdo que provoque la falta de lo único que sobra en el mundo: el aire. Mis padres creen que la enfermedad empezó cuando nació mi hermano pero yo sé que fue un poco antes, cuando murió Pablo.

No tengo ganas de fumar pero igual fumo y salgo al patio para ver si por fin el llegó el viento del sur y trajo la tormenta que ayer daba vueltas en el cielo. Aprendí a oler el aire y a anticipar la lluvia, pero esta noche la tormenta debe estar muy lejos todavía porque no huelo nada y ni siquiera hay nubes.
El perro sigue de guardia en mi puerta. Cuando ve que paso de largo, se despereza y me sigue. Salimos a caminar hasta los bordes del pueblo dormido y el silencio se vuelve tan hondo que me llegan con claridad todas las voces del monte. Me gusta esta hora de la madrugada en la que estar solo se vuelve algo íntimo.

Esta tarde trabajamos en uno de los parajes que agrupan a los dos mil quinientos wichís que viven en la zona. Viajábamos en la camioneta que nos prestan los curas, el único transporte que conseguimos. Durante el día, la luz blanca endurece el paisaje y cuesta mirar. De pronto, entre los árboles secos, los vi: estaban ahí, descalzos, con las remeras grandes y desteñidas, con hondas colgando del cuello. Eran cuatro chicos morenos, de diez o doce años, y llevaban pájaros muertos en las manos. Alcancé a ver la mirada feroz de uno de ellos, como un rayo.Pienso que antes o después terminarán de perder la infancia. Los devorará la violencia de esta miseria interminable y serán viejos demasiado pronto.
Para mí seguirán siendo esa única foto que guarda la memoria.

El perro se me adelanta y cada tanto para, se da vuelta y me mira, como si quisiera llevarme a alguna parte. Confío en su instinto y lo sigo. El pueblo se llama Pompeya. Pienso que el nombre le queda bien porque de verdad parece Pompeya después de la erupción: calcinado y vacío. Los lugares que conozco de memoria parecen más pobres de noche. Veo que el perro se mete por un camino angosto, ya nos alejamos del caserío. Está oscuro y pienso en los indios que caminan siempre por lugares así, en silencio, con los sentidos alertas, pero los míos no están tan afilados y esta noche todo me parece peligroso, porque no puedo ver nada y en cambio escucho murmullos inquietantes, aleteos, chillidos, cosas deslizándose en la espesura.
El perro se impacienta, da vueltas, se me acerca corriendo y vuelve a irse. Rumbea para el lado del cementerio y me acuerdo de que un poco más allá hay una laguna. Me dejo guiar por el ruido sordo que hacen sus patas al correr por el camino de tierra. La idea de llegar al agua me anima. De pronto el perro se detiene y sospecho que pasa algo. Camino un poco más y veo que la laguna está tan seca como el río. Prendo otro cigarrillo y puteo bastante porque que la laguna esté seca me parece un mal chiste. Ahora tengo que volver y el perro se va, ya no lo veo, dejo de escucharlo.

Paso frente a unos ranchos destartalados. La primera vez que atendí en este lugar la gente contaba que Don Alejandrino Hoyos no murió consumido por el cólera, sino por una pelea entre diablos. No importa que haya muerto seco como la tierra, ni que la enfermedad lo haya devastado, ni que los médicos hayan encontrado al vibrión en cada jugo de su cuerpo: la culpa, se sabe, fue de los diablos, dice el pastor evangelista, y la palabra de dios no admite discusiones. Aquí todos son evangelistas y los domingos cantan y bailan en las iglesias durante horas. Una mañana fui a ver un servicio; los indios cantaban en su idioma, frenéticos, y me pareció entender que decían que sólo entraría al reino del Señor quien hablara wichí.

Vuelvo despacio por el camino angosto que de a poco se ensancha y me lleva otra vez al pueblo. Un remolino hace dibujos en la tierra y hace volar las hojas secas. No se ve ni un alma en las calles; escucho un silbido y cuando me doy vuelta es el Piti, un criollo que eligió vivir aquí y tiene un almacén de ramos generales que siempre está medio vacío aunque él es optimista y dice medio lleno. El Piti tiene cincuenta años y hace diez que sus amigos dejaron de hablarle porque se casó con una india. Esta noche él tampoco duerme y tiene ganas de conversar. Yo no.
-Hace calor-, dice, como si hiciera falta.
-Sí- digo.
Y escucho de nuevo: -Hasta mañana, gringa-.
Lo saludo apenas con un gesto mientras camino más rápido y ya veo mi casa y el perro esperándome en la puerta.

Antes de volver a mi pieza voy hasta el fondo del patio donde hay una canilla; el agua llega fría, directo de la napa, y lleno un balde. Trato de no hacer ruido porque lo último que quiero es que salga el dueño del hotel, que debe estar tan desvelado como yo, a darme charla. Me mojo con un vaso como puedo, la nuca, la cabeza, los brazos, y eso me hace sentir mejor unos minutos hasta que el aire me seca y otra vez el calor.
Entro en la pieza y dejo la puerta abierta. El resto del hotel está vacío, el perro entra conmigo y se echa al lado de la cama.

En el cielo, al sur, veo los primeros relámpagos.

"Una langosta para dos" por Copi en "las viejas travestis y otras infamias, Barcelona, 1989. Aporte de Alberto Celesia.

Marina sacudió sus trenzas pelirrojas al salir del agua con su hijo de tres años, Ludovic, que había estado a punto de ahogarse. Lo había salvado otro niño, tirando de él por un pie; la madre del pequeño salvador se acercó corriendo, y las dos mujeres empezaron a parlotear. La otra madre se llamaba Françoise, era francesa y morena. Las dos esperaban a sus maridos, que tenían que llegar a Palma al día siguiente en un charter. El pequeño François, el hijo de Françoise, moreno y bronceado como un indio, se puso a mear sobre el pequeño Ludovic. Las dos madres se precipitaron riendo, los lavaron a ambos en las olas, y los metieron en un barquito hinchable, dejándolos en él a su aire, mientras ellas iban a tomarse un oporto a la cafetería. Nada más sentarse, un español muy peludo se les acercó y les cantó algo en flamenco; ellas le dieron unas pesetas. Se alojaban por casualidad en el mismo hotel, el Palma. Decidieron acostar temprano a los niños y salir juntas por la noche. Los niños quedaron acostados juntos en la habitación de Marina, que tenía una cama más espaciosa; tan pronto ellas apagaron la luz y se marcharon, el pequeño François se puso a zurrarle al pequeño Ludovic con su paleta de playa; Ludovic se puso a llorar, pero su mamá no estaba ya allí, estaba en aquel momento mirándose sus rojas trenzas en un espejo del hall, mientras Françoise llamaba una calesa. El pequeño Ludovic intentó esconderse bajo la almohada. El otro se puso a pegarle furiosamente en las piernas con la paleta. Entre tanto, las dos flamantes amigas se subían a una vieja calesa y empezaban su recorrido nocturno por Palma. «¿Eres feliz?» preguntó Françoise. Marina suspiró. Oía el rumor de la mar, sentía el fuerte olor de las palmeras, y se sentía, en efecto, completamente feliz en aquel momento. Apretó con fuerza la mano de Françoise. «Si no fuera que mi marido es homosexual» suspiró. «El mío también» dijo Françoise. El conductor de la calesa era un viejo delgado. Se quedó dormido. El caballo también; marchaba por la vieja rambla de manera maquinal. Françoise apretó más fuerte la mano de Marina, y vio por el rabillo del ojo el brillo de una lágrima al pasar ante una farola. «Pero lo amo, así y todo» suspiró Marina. «Yo también» dijo Françoise con voz más firme. El caballo se detuvo en seco, y se puso a pastar entre las violetas de la rambla. El viejo calesero se despertó y le dio un buen golpe de fusta, el caballo empezó a trotar de nuevo, masticando las violetas. Entre tanto, el pequeño Françoise le abría la cabeza de un paletazo al pequeño Ludovic, que empezaba a gemir en medio de la cama, perdiendo sangre por la nariz. François le metió el mango de la paleta por el ano y se puso a saltar sobre él; Françoise entre tanto, apretaba la mano de Marina. Le confesaba en voz baja: «Quería tener un hijo mío, para mí sola, soy lesbiana». El caballo se detuvo por sí solo delante de la Hostería Azul. Le pagaron al flaco cochero, medio dormido aún, con un fajo de pesetas, y entraron en el restaurante. El maitre las colocó en una mesa tranquila, donde siguieron hablando con franqueza de sus vidas, delante de una langosta para dos.

23 de noviembre de 2007

Moverse hacia la ternura. Sobre Raymond Carver por Pablo Ramos

Este texto fue editado originariamente en http://www.no-retornable.com.ar/reflexiones/0039.html
Si podemos hablar ¿por qué entonces escribir? ¿Qué sentido tiene hacerlo? ¿Qué es, en definitiva, lo que una persona que escribe habitualmente, o sea, un escritor, persigue al sentarse horas y horas frente a una máquina de escribir? ¿Dinero, fama, gloria?, no creo, eso es para pocos, y en todo caso eso viene después.
¿Qué es lo que descubre un escritor cuando descubre que va a ser escritor? ¿Qué nombre propio le puso a ese sentimiento que tiene atornillado a la glotis? Ese que, al mismo tiempo de ser descubierto, promete una herramienta para la extirpación y susurra al oído que, pase lo que pase, digan lo que digan (tus ex mujeres, tus ex suegras, tu propia madre, tu propio padre, tus hijos) tenés que escribir, tenés que escribir, tenés que escribir. Ese sentimiento es la impotencia.
De la impotencia, de la imposibilidad de comunicarse con el mundo y en especial con el mundo cercano, con esos seres queridos que si no se están yendo su permanencia en nuestras vidas pende de un hilo. Del terror que sentimos frente a la inminente ruptura de ese hilo, y de la impotencia, también, que nos genera ese terror porque pese a amar, pese a necesitar, pese a ser necesitados no somos capaces ni siquiera de saber “de qué hablamos cuando hablamos de amor”, de ahí: de lugares como ese, viene Carver.
De antes de ser escritor, de mucho antes de ser alguien que quiera expresarse en términos poéticos. Carver viene del dolor y el asombro frente al dolor, de la desolación y el asombro frente a la desolación, de la caricia y el asombro frente a la caricia, y de mucho más atrás de eso. Más cerca de la verdad que del arte, porque la gente está más cómoda con el arte que con la verdad, él quiere incomodarnos: incomodarse para incomodarnos. Y esto no entra en ningún género literario. Descreo de esos nombres, acá no hay minimalismo, no hay realismo sucio, no hay más que honestidad brutal contada desde un alma preciosa que ha aprendido a darle potencia a la impotencia de las palabras, que ha descartado adjetivos, adverbios, vervoides, y pajas y más pajas, para contarnos que no se puede decir “te necesito”, no se puede decir “te amo”, no se puede decir casi nada porque es imposible saber o expresar la dimensión del amor o de la necesidad o de lo que fuera que uno sienta. Y que por eso te miento, cuidando la mentira, cuidándote de la mentira, porque ese fingir es el instrumento de mi verdad, de mi realidad no realista, de mi mínima cosa que ocupa toda mi vida.
Carver dijo en un reportaje que de lo único que se sentía orgulloso en su vida era de haber dejado de beber. También, en el mismo reportaje, confesó que la primera vez que un cuento suyo salió publicado en una antología (Quieres hacer el favor de callarte, por favor), él se fue a dormir llevándose el libro a la cama.
“…El día en que me llego la antología por correo me la llevé a la cama para leerla, simplemente para mirarla y para tenerla, pero verdaderamente la miré y la tuve más de lo que la leí. Me quedé dormido y a la mañana siguiente me desperté con el libro en la cama a mi lado, junto a mi mujer” Cuánta honestidad. ¡Qué placer me produce leer esto! Cuánto me tranquiliza, cuánto me llena de esperanza saber que es un hombre honesto y valioso quién produce su literatura honesta y valiosa. A cuántos de nosotros (escritores) sería un gran negocio comprarnos por lo que valemos y vendernos por lo que creemos que valemos. Raymond Carver, un genio literario, es capaz de decir, casi inocentemente que se acurrucó junto a su primera publicación. Esto es decir: yo quiero que me publiquen, yo escribo para que me lean, yo quiero tener suerte. Cuántos fantasmas despeja este deseo, cuánta sanidad hay en él. Cuánto bien le hace al escritor principiante… y no tanto.
Acá podrían terminar mis palabras, ¿por qué no? Pero tal vez haya algo más que le pueda agregar a este perfil de apuro que terminó por salir de mi máquina de escribir, y hay un ejemplo publicado en la obra de Carver que habla mejor de él de lo que, al menos, pueda hablar yo. En el año 1981, él publica, en el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, un cuento no logrado. El cuento se llama “El baño”, y es la triste historia de Scotty que, en las vísperas de su cumpleaños, luego de que su madre le encargara un pastel con su nombre, es atropellado por un auto y queda en coma en el hospital. En realidad es la historia de la madre de Scotty, que después de pasar por el primer transe de acompañar a su hijo en el hospital, vuelve a casa para bañarse y recibe la llamada del pastelero que se ha sentido estafado porque ella no fue a retirar el pastel ni a pagárselo. El tipo llama sin darse a conocer, ya en el final del cuento, con el chico en coma. La madre pregunta si se trata de Scotty y el pastelero dice “sí, Scotty, se trata de Scotty”
No hay trucos, porque aunque ella no cae en la cuenta de quién es el que llama el lector no tiene dudas, por eso el cuento no es malo en lo formal, pero es malo en su razón de ser. No hay hondura, no hay punto de no retorno más allá de la posible muerte de Scotty como circunstancia. Del comentario fuera de lugar del pastelero como circunstancia. Y si uno mide la dimensión teórica del drama (el coma de Scotty, que el pastelero llame y llame por teléfono a la madre diciéndole que Scotty tal o cual cosa) contra el peso emocional que uno siente al terminar de leer (esto es lo que debería haber sentido contra lo que realmente siente) sale defraudado. Sí, ¡defraudado por Raymond Carver!
Es que a veces no alcanza con que el escritor contemple con la boca abierta o en puro asombro un zapato viejo o un atardecer, tal cual lo dice Carver. Y es que él dice “a veces se necesita tan sólo contemplar…” y nosotros leemos “con eso alcanza, lo hago siempre y listo” No. No es así: no es tan fácil escribir fácil.
Hay palabras importantes que Carver hace renacer. Ternura, alma, talento, son algunas de ellas. Entonces si no tenés talento y no escribís con el alma jamás vas a lograr moverte hacia la ternura, y eso es lo que busca Carver, aún en los cuentos más duros, él mismo lo dice cuando “medita” sobre la frase de Santa Teresa que tanto le gustaba “las palabras llevan a las acciones… preparan el alma, la alistan y la mueven a la ternura”
Entonces volviendo al cuento “El baño”. La madre vuelve, al hijo le van a hacer mil estudios, escucha lo que escucha del pastelero y se termina el cuento ¿Qué cuento? Ningún cuento, porque no le salió, porque así no pasa nada, porque fue sólo una idea que se publicó.
Pero toda obra está viva mientras su escritor esté vivo, dice Carver, y unos años después, cuando sale el notable libro Catedral, reescribe el cuento “El baño”, lo titula, “Parece una tontería” y lo convierte en una verdadera obra maestra.
Lo extiende: la madre recibe más llamados del pastelero, Scotty muere, el pastelero insiste “Scotty, lo tengo listo para usted, se ha olvidado de Scotty” La madre lo putea, minutos atrás acaba de enterrar a su hijo, ni ella, ni el lector ─atrapado ahora sí en el sentimiento de ella─ pueden entender que categoría de enfermo es este tipo. Pero la genialidad es que el lector está segundos por delante en comprensión que la protagonista, Carver nos regala esto, pero no abusa y unas líneas más adelante, enseguida, ella cae en la cuenta. Fácil: la torta, el nombre, el número de teléfono “Hijo de puta” grita, y el marido la lleva a la pastelería.
Y ahora lo bueno, el pastelero no los quiere atender, ironías, soberbia. Finalmente les abre. Hay un momento de dudas, parece que va a haber violencia. El pastelero admite que llamó, que el pastel se está poniendo rancio, dice que si quiere se lo deja a mitad de precio. Y ¿saben como se dice mi hijo murió?:
“Mi hijo ha muerto –dijo Ann con un tono frío y cortante─. El lunes por la mañana lo atropelló un coche. Hemos estado con él hasta que murió. Pero naturalmente usted no tenía porqué saberlo, ¿verdad? Los pasteleros no tienen que saber todo, ¿verdad, señor pastelero? Pero Scotty ha muerto. ¡Ha muerto, hijo de puta!”
Y todo el dolor del universo empieza a llover sobre los personajes y a través de ellos sobre el lector, que ya está emocionalmente preparado (preparado por el escritor) para vivir el momento estético más sublime que el arte nos puede dar (a mi gusto), que es cuando la literatura, LA LITERATURA, se hace presente y dice “acá estoy”:
“…el pastelero dejó el rodillo de amasar en el mostrador… los miró y meneó la cabeza despacio… sacó sillas de debajo del mostrador…
─Siéntese ustedes, por favor.
─Quisiera matarlo ─dijo (Ann)─, verlo muerto.”
Ellos se sientan, él se sienta con ellos.
“─Permítanme decirles cuanto lo siento ─dijo el pastelero apoyando los codos en la mesa─ Sólo Dios sabe cuánto lo lamento. Escuchen. Sólo soy un pastelero…”
Sí, dice eso: “Soy sólo un pastelero…”. Una tontería. Parece una tontería. “…en momentos como estos comer puede parecer una tontería…”
El cuento sigue. Él les ofrece bollos, y ellos se quedan. Se hace de día y ni piensan en irse, mientras el pastelero les da de probar y de oler y les sirve más y más café.
Yo sólo soy un pastelero. ¿le agregarían el adjetivo “simple” a “pastelero”?. No es minimalismo, es talento.
Yo leí este cuento por primera vez en el colectivo, un invierno de esos que andaba sólo y hambriento por Buenos aires. No pude parar de llorar, nunca puedo parar de llorar cuando llego a esta parte del cuento. Por eso quería compartirlo. Y creo que no tengo más para decir: ese es mi Carver personal, mi amigo Carver, el que no quiero ni pensar que se vaya más allá (yo pondría: que se vaya lejos, antes de que el amanecer…) de que el amanecer haya arrojado sus luces pálidas en mis ventanas.

Ultima anotacion de Kafka en su diario, del día 12 de junio de 1923 aporte de Juan Ignacio Pisano

Estos últimos períodos, terribles, incontables, casi ininterrumpidos. Paseos, noches, días, incapaz para todo, excepto para el dolor.

Cada vez me da más miedo escribir cosas. Es comprensible. Cada palabra, retorcida en manos de los espíritus –este impulso de la mano es su movimiento característico-, se convierte en una lanza dirigida contra el que habla. Y muy especialmente, una observación como ésta. Y así hasta el infinito. El consuelo sería solo: ocurrirá, quieras o no. Y lo que tú quieres, te sirve de bien poco. Más que consuelo, sería esto: también tú tienes armas.

Última anotación de Kafka en su diario, del día 12 de junio de 1923.

El viaje al rio por Alejandra Lategui

El camino está malo y tengo que prestar atención a los arenales que pueden tumbar la camioneta. Me prestaron esta Ford destartalada para viajar desde Pompeya hasta la costa del río, a treinta kilómetros. Me gusta manejar sola, en silencio, con los vidrios bajos y el viento en la cara. Siempre pensé que el viento es el mejor aire que se puede respirar: se mueve y está vivo.

Te he traicionado, pero no he querido engañarte. La frase me martilla la cabeza. La leí hace poco, mientras viajaba en el micro que me trae al monte todos los meses. Es un libro en el que un hombre trata de decirle a su mujer algo tremendamente difícil de confesar, pero que él considera imprescindible que ella sepa. La herida (de él, de ella) es enorme y no parece que vaya a sanarse nunca. El libro no cuenta qué pasa después de esa confesión.
Es domingo. No hay nadie y eso es justo lo que quería. Por algún motivo recuerdo la frase esta tarde, ahora que estoy sentada a orillas del Bermejo o Tewko, como le dicen los indios.

El río está ancho y caudaloso. Llegó la época de las lluvias y el agua corre hacia el este, arrastrando ramas y camalotes. Me contaron que este río cambia de lugar, y que en ese andar se perdieron muchos pueblos, algunos por inundación y otros por sequía. El Tewko cambió su curso doscientos kilómetros al norte en los últimos doscientos años.
Mirar el agua me tranquiliza. La corriente dibuja reflejos amarronados que avanzan, se arremolinan, y siguen después cauce abajo. Cada tanto, un pez reverbera en la superficie. Pienso en que yo también, igual que el río, voy cambiando mi cauce.

De pronto escucho el gemido de un animal. Me levanto y voy hacia donde viene el ruido, cerca del agua. Cuatro pasos me separan de un perro que quedó atrapado en el barro de la orilla. Muchos animales mueren así; se acercan demasiado al río desesperados por la sed, sin saber que la orilla es una ciénaga mortal. Cuanto más se mueve, más se va hundiendo.
La gente de aquí suele verlos luchar desesperadamente por liberarse pero los deja morir: la vida de un perro sin nombre no vale nada.
Quiero sacarlo y no sé cómo, los cuatro pasos que me separan del perro son infranqueables. Acabo de hundir una pierna hasta la rodilla en el barro y paro. Busco una rama, algo que me ayude. Me acuerdo de que en la caja de la camioneta hay un montón de cosas y encuentro una soga.
El perro no se mueve y ya no llora. El barro le llega al cuello, está exhausto y entregado. Puedo oler su miedo y nunca podría dejar que muriera solo: es la muerte más desolada que imagino. Es un animal grande, negro, con las pupilas dilatadas y la mirada más triste del mundo.
Le hablo para tranquilizarlo. Preparo un lazo y trato de engancharle la cabeza; va a ser difícil levantar su peso así, tengo miedo de lastimarlo pero no se me ocurre nada mejor. Me acuesto en el suelo tratando de no hundirme, me voy arrastrando hasta llegar lo más cerca que puedo, intento agarrarlo varias veces pero está asustado y saca la cabeza del lazo. Necesito conseguir algo firme para que apoye las patas al sacarlas. Voy a buscar unas ramas; levanto algunas del suelo, corto otras con el machete y armo una alfombra alrededor del perro.
Sigo intentando y al final lo consigo, paso el lazo por debajo de la cabeza y empiezo a tirar despacio. El barro funciona como un chaleco de fuerza y no lo deja respirar.
El perro me mira. Yo le hablo, le digo que no tenga miedo porque lo voy a salvar. Le cuento cosas que nunca le digo a nadie. Finalmente logro sacarlo y se echa un poco más allá, en el suelo firme, agotado y temblando. No me saca los ojos de encima. Me acerco y mueve la cola nervioso, se aplasta contra el piso. También siente miedo de mí. Pobre perro. Pienso que un animal no tiene opciones.
Lo llamo y viene, vamos hasta otro lugar del río, más alto y seco; toma agua, se moja para despegarse las costras de barro, refriega el lomo en el pasto, corre de un lado para otro. Está contento.
Lo subo a la camioneta. Se queda sentado en el asiento del acompañante y mira por la ventanilla.

Te he traicionado, pero no he querido engañarte. No sé cuál es el lugar donde duele la traición, pero la frase del libro es una disculpa y yo creo que sólo puede disculparse una traición si el propósito no era el engaño, porque a veces uno traiciona sin querer. Fernando mintió y yo enloquecí de rabia: no podía creer que hubiese construido una mentira tan meticulosa, tan enredada, tan extensa. Cuando descubrí la estafa sentí ganas de matarlo y todo el cuerpo me decía que no era una metáfora. No paraba de insultarlo, de gritarle, de interrogarlo. Habría sido capaz de torturarlo para que me dijera todo. Me envalentoné con el poder que me daba saber la verdad y traté de humillarlo todo lo posible. La violencia me explotó de una forma tan abrumadora que lo único que me paró fue pensar que no quería terminar presa.
Después, cuando dije todas las cosas hirientes que se me ocurrieron y pasó la furia, a los dos se nos terminaron las palabras y empezó esta larga temporada de silencio que todavía dura.

Vuelvo manejando despacio. Cae la noche y empieza esa hora extraña en la que no sabemos si va a amanecer o a anochecer y los colores se vuelven extraños. El perro duerme a mi lado, cada tanto se agita, gruñe, llora. No sé qué cosas sueña un perro pero este debe tener pesadillas. Empiezo a cantar bajito para tranquilizarlo; abre los ojos, me mira, mueve la cola y se duerme otra vez.

Un poco más delante veo una mujer en la banquina que me hace señas. Es María, una india joven que vive en Cacique Supaz; la conozco por haberla atendido alguna vez. Le pregunto si quiere que la lleve hasta el pueblo y asiente. Paso al perro para atrás y abro la puerta. Lleva en los brazos a un bebé de pocos meses, dormido y arropado. María dice que necesita ir al hospital porque su hijo está enfermo. Le pregunto qué tiene y no me contesta. Después de un rato me cuenta que ayer temprano le pidió a un vecino que se acercara al pueblo para avisar en el hospital. La ambulancia recién fue a buscarla esta mañana, pero tuvo que dejarla en el camino para atender a un enfermo más grave.
María deja de hablar. Mira el camino y cada tanto acomoda al hijo entre sus brazos.

Es de noche y a lo lejos veo las primeras luces del pueblo. Dejo la camioneta frente al hospital y entro en la guardia abarrotada de indios y criollos. Hablo con uno de los médicos, María pasa a un consultorio y me saluda con un gesto leve. Vuelvo caminando hasta mi pieza, el perro viene conmigo. Necesita un nombre y un plato de comida.

Una semana después, en la despensa, escuché que alguien decía que el hijo de María llevaba dos días muerto cuando llegó al hospital.
Yo encendí un cigarrillo. Afuera empezaba a llover.

Estribillo por Juan Ignacio Pisano

Estribillo

Pum paraba pum, pum, pum, pum, pum paraba pum, pum, pum, pum, pum paraba pum...
Nueve y media, el subte hasta las manos. Money, get away / Get a good job with more pay and your OK. Gente que me aplasta, gente aplastándose. Viajo en subte para evitar el colectivo, en el colectivo no solo vas apretado sino que además te tenés que bancar las frenadas, los bocinazos, toda esa mierda del tráfico en Buenos Aires. Igual se viaja mal. Parezco una vieja, pero es así.
Es lunes, todo cuesta más los lunes, más aún después de un fin de semana como el que pasé –difícil olvidar un recital así, difícil seguir después de un domingo de resaca y placer junto a mi novia.
Contra un rincón una gorda, muy gorda, sino me equivoco acaba de hacer mú ¿Estoy soñando? El tipo que tengo al lado me ladró en la oreja, me parece que me ladró en la oreja (estoy seguro de que me ladró en la oreja).
Money, it´s a crime
Diez estaciones recorro todos los días con la línea A. Una incómoda forma de perder el tiempo. Pero prefiero esto antes que viajar en colectivo, como ya dije.
But if you ask for a rise it's no surprise that they're giving none away
Away, away, awaaaay.
Siempre canto mentalmente mientras escucho el mp3, siempre escucho música en los viajes. Y cuando escucho música en mi casa canto para afuera, para nadie (además, canto horrible). A veces pienso que debería haber sido músico. De chico agarraba el secador de piso y con el palo jugaba a que tenía un micrófono, y entonces era el Indio Solari o Joey Ramone, me sacaba la remera y la tiraba al público (al sillón del comedor) que se peleaba por conseguirla. Pero, aunque siempre me motivó el hecho de que los músicos tienen éxito con las chicas, nunca tuve voz para cantar ni paciencia para aprender a tocar un instrumento.
El tipo volvió a ladrar. No estoy soñando, este tipo ladró y ahora no es solo la gorda del rincón la que hace mú sino que se ha formado un coro de gordas y flacas y mujeres de todo tipo haciendo mú. Los hombres empezaron a ladrar en grupo, como una mandada. Muchos levantaron sus manos con sus celulares encendidos y los mueven como encendedores en un recital. Yo para no ser menos también me pongo a ladrar. Aunque lo pienso mejor y prefiero ser menos en este caso. Me callo y sigo tarareando mentalmente Money que está en un solo de guitarra memorable de Guilmour.
¿Los subtes no están subvencionados por el Estado? Sí, lo están. Pareciera que no. Realmente, le contesta entre mús una señora a otra. Vuelvo a subir el volumen del mp3, me aburren. Dos viejas vacas maquilladas quejándose, hoy de eso, y mañana de la huelga de trabajadores. Contradicciones burguesas (¿cómo las mías?).
Continúa Dark side of the moon en el MP3. Termina Money y empieza Us and them ¿en qué persona me ubico, en el us o en el them? ¿En las dos? And after all we're only ordinary men. En el recital durante esta canción todo era calma hasta el estribillo cuando Waters nos apuntaba con luces blanquísimas. Encandilaba. It was only a difference of opinion, but really... Mientras, los videos que pasaba la pantalla mostraban fosas colectivas, políticos felices, cielos grises y cielos azules, niños con panzas enormes de hambre, noches estrelladas y días de lluvia, masas de humo filmadas desde aviones como pequeños hongos vistos desde el suelo, hombres con panzas gigantes sin culpa, gente caminando por las calles de alguna ciudad parecida a Buenos Aires.
Llego a la estación Perú. La gente baja pero ya nadie parece ladrar ni hacer mú. Espero a que el embudo que se forma en la escalera mecánica merme un poco y me acerco para subir yo también. And who knows which is which and who is who. Me doy cuenta de que la escalera mecánica otra vez no funciona y no queda otra que subir caminando por la fija. Lo considero un esfuerzo innecesario. Me pregunto qué difícil ser un viejo contra esa escalera. Tengo sueño. Pienso que a las seis termino mi día laboral y me voy a mi casa. En los mates que me voy a tomar cuando vuelva, en algún libro que voy a leer.
But in the end it's only round and round.



Juan Ignacio Pisano

21 de noviembre de 2007

"La oscuridad de Tokio" por Santiago Asorey

Mama se encerró otra vez para llorar. Quiero llegar a ella y no puedo. Quiero abrazarla y no se ni como mirarla a la cara. Vuelvo a mi habitación a esconderme entre las sabanas. Manoteo la mesita de luz, enciendo la lámpara. Vuelco un vaso de agua sobre un libro. No puedo abrir bien los ojos. Hace unas horas la trajeron a mama del hospital y no quiere ver a nadie. Esta destruida piensan todos. Mis hermanas rezaron para que mi hermano logre salir de la incubadora. Miro un llavero Japones. Los colores brillan como si en otra parte del mundo, las cosas no estuviesen tan llenas de muerte. Nadie contesta el teléfono. No aguanto los mensajes de condolencias. No aguanto no animarme a entrar a la habitación que le tenían preparada. Una cuna del tamaño del cajón. Osos de peluche por todos los estantes. El algodón de los peluches es blanco y atrás de la persiana me imagino las calles de siempre. Mi barrio es diferente. Edificios impecables. Calles llenas de columnas de mármol. De trajes negros y corbatas con formas de águilas. En este barrio podría ser un infiltrado pero hay a veces que pienso que es la excusa perfecta para no irme nunca. La gente acá solo se muere de vieja. Siempre apretando el culo para que la mierda no arruine la solemnidad del momento en el que se van para siempre. Todo lo que diga del lugar en donde nací me hunde mas y mas.

Quiero matar cosas que existen adentro mío. Quiero que desaparezca toda la gente que estuvo en casa estos dias. En el cajón hay una bolsa de consorcio negra. Nunca metería la cabeza adentro de la bolsa. Nunca la cerraría en el cuello. La botella a papa le costo quince dólares. Él piensa que esta en el living. Abro el cajón en donde la guarde. Vodka absolut. Te venden un adjetivo. La borrachera absoluta. Yo quiero la redención absoluta pero eso no viene en botella. Subo al mango una canción de Zeppelin. Escucho de los parlantes. Animales gimen desesperados en el ojo de un basurero. Mastican vidrio molido como si fuese pan. Me desperté del todo. La lucidez es una condena. Un tumor invisible creciendo en mi alma. Miles de metáforas que se me ocurren para evitar la puta verdad. La verdad del ataúd de mi hermanito. El tamaño del ataúd en mis dedos que no paran de temblar. El ataúd tiene el tamaño de un microondas. Un amplificador. Una olla bien grande. El dolor comprimido. Sacudo la pared con lo primero que encuentro. No me importa. Cada dos meses la pintan de vuelta.

El teléfono no para de sonar. Nadie contesta. Papa se fue a la oficina. La trajo a Mama y hoy ya se fue a organizar algunos asuntos de trabajo. Para algunos es mejor seguir y no parar. Y en cierta forma yo también hago lo mismo. No puedo abrir bien los ojos aunque diga que si. No puedo sacar lo que sea que tengo adentro. Mis hermanas todavía duermen. A veces me siento como un desconocido que vive en su casa. Me olvide de lo temprano que era. Palpo la botella y no me animo abrirla. A esta hora nunca. La casa sigue igual. Mama en el baño y yo arrodillado. Siento que todos estamos arrodillados. Un reloj digital marca las horas de diferentes ciudades. ¿En Japón es la noche de ayer o la noche de mañana? Yo elijo que sea ayer. En Japón todavía es de noche y somos una familia feliz. Estamos llenos de amor, papá no esta en la oficina. Mama no esta encerrada en el baño y mi hermano no esta muerto. Las calles de la ciudad amanecen. El pasillo al que le tuve tanto miedo cuando tenia cinco años, vuelve a llenarse de fantasmas. Me tapo la cara con las sabanas, cierro los ojos. Y mi habitación se sumerge definitivamente, en la oscuridad de Tokio.

"El hermano" por Alejandra Lategui

Es de noche y en la habitación hace muchísimo frío, aunque haya pasado el invierno y sea noviembre.
Hoy es el día del cuarto cumpleaños de Lucía pero esta vez no hubo festejos ni torta ni regalos. Hace un rato nació su hermano y ella no pudo verlo. Algo salió mal, puede adivinarlo en los ojos de su padre que la dejó en la casa de sus abuelos. Lo escuchó hablar en voz baja, no entendió lo que decían pero le pareció que su padre lloraba, aunque no está segura porque nunca lo vio llorar.
La pieza donde trata de dormir es enorme y oscura; está cerrada desde hace años, cuando las tías se casaron, y sólo quedan una cama desvencijada y un escritorio. El olor de la humedad concentrada en las paredes la ahoga y cada tanto se filtra la luz de los relámpagos por las celosías que golpean con el viento.
Ella se queda quieta en la cama demasiado grande. Las sábanas están frías y se acurruca como un animal pequeño porque siempre tuvo miedo de las tormentas, y también porque sabe que detrás de los ventanales la acecha un lobo de ojos helados. María, la bisabuela vasca, le contó que cuando vivía en su pueblo los lobos aullaban en las noches, muy cerca de las casas, y además se acuerda de una canción que cantan a veces unos primos mayores que ella: dice algo así como no cantes hermano, que Moscú está cubierta de nieve, los lobos aúllan de hambre y Olga no vuelve, y ella se imagina a Olga caminando sola por la estepa inmensa y siente pena por esa mujer y también por su hermano que está enfermo.
Lucía tiene los ojos muy abiertos en la oscuridad y con cada estallido del cielo se siente más sola y más triste. Quisiera estar en su cama con sus muñecos de dormir, especialmente con el perro azul que le trajeron los Reyes Magos, pero esta noche su padre estaba tan apurado que ella no pudo decirle que necesitaba tanto ese perro y ahora siente este agujero en el pecho y estas ganas terribles de llorar pero no quiere porque le da vergüenza.
Esta tarde compró un regalo para su hermano; eligió un hipopótamo chiquito, de color verde con una remera rayada, y se lo dio a su padre para que se lo llevara.
En el medio del techo se dibujan arañas azules intermitentes porque una gotera toca los cables de luz. Se abre la puerta y el abuelo la mira un rato desde el umbral; ella prefiere que crea que está dormida. Entra despacio, se acerca, la arropa con otra manta y ella ve que deja al lado de su cama una olla donde caen las gotas de agua que hacen un ruido rítmico y metálico al golpear contra el fondo y piensa qué pudo haberle pasado a su hermano y se le ocurre que pudo haberse muerto pero no sabe si un hermano que recién nace puede morirse.
Espera un rato hasta que los ruidos de la casa se apagan. Entonces enciende el velador con volados y saca una hoja de papel del cajón de la mesa de luz, y con una lapicera que escribe rojo y finito dibuja un corazón, y escribe al lado Gabriel, que es el nombre de su hermano.
Después apaga la luz, se tapa la boca con la sábana áspera, y llora hasta que se queda dormida.

17 de noviembre de 2007

"Era su piel que devoró a la Luna" por Daniel Alvarez

Tengo que decir que su piel es blanca y no es de esta tierra. Es una piel que se comió a la luna y por eso me gusta. Tampoco sus ojos son de este mundo. Son azules, son fríos. Son fríos y azules como piedras. Esas, que a veces se entierran junto a los faraones. Su pelo es blanco pero de un blanco que no lo es del todo y esto de ser algo, pero no serlo del todo también me gusta. Se que en mi deseo habita otra cosa. No es ni el pelo blanco ni los ojos azules. Tampoco es la luna que se comió su piel. Me alimento de letras para saber qué es, sin descubrirlo. Entonces pienso. Solo pienso. Pero no se si voy a saberlo porque pienso en palabras y, lo sospecho, las palabras son una trampa ineludible. A veces, casi con fe, me parece encontrar esa palabra Pero no. No la encuentro. La busco desde que nací. Miro su piel blanca. Muy blanca. Su pelo casi blanco. Miro los ojos de piedra que salieron de la tumba de un faraón, tal vez ahogado. Son todos misterios para mí, porque ninguno de ellos pronuncia esa palabra. Se algo de ella. Se que no la puedo inventar. Y que no existe. Solo por esto es que la busco. Mi destino es el de la flecha ya lanzada. Ineludible y certero. Será morir sin encontrarla

15 de noviembre de 2007

"Sin titulo" por Daniel Alvarez

No eligió vivir conmigo. Cuando llegó fue moverse y romper el silencio con mil nombres. Ella se acomodo muy bien y sin nostalgias a vivir en un cuenco de alabastro. Todas las noches de luna llena la saco en su cuenco para que se tome el blanco de la luna, a pesar de la queja de los vecinos, que me dicen, varias veces por mes, que cada noche es más oscura.
Junto piedras en el jardín, pequeñas piedras esféricas, otras irregulares. También algunas que se parecen a ojos que me miran de solo despegarlas de la tierra. La alimento con estas piedras. Las dejo caer hasta el fondo curvo del cuenco donde ellas las elige. Deja de lado a las jóvenes y a las mortales. Con sabiduría helada solo devora a las perennes. Cierta vez asomado al borde del cuenco la ví. Ella está tendida, como muerta. La miro con angustia de no poder salvarla porque la naturaleza me condenó a no ser roca perenne. Pero no está muerta. Solo renace. La muerte es un lugar que el destino le ha negado. Caída sobre el alabastro, más frío y blanco que nunca, por mil fisuras de su piel seca se escapa un cuerpo nuevo. Es gris. Palpita. Ella lo arrastra blando y frágil como alguien que solo quiere huir de su pasado. La piel vieja se queda en el olvido, solitaria. Abandonar esa piel es su modo de asesinar al tiempo. Miro su carne gris y palpitante. Mañana será de nuevo hermosa. Ella me dijo, en un susurro, que yo mismo seré esa carne gris y palpitante en diez mil años. Y le creo.

Lavarropas por Santiago Asorey

Una casa cerca de un faro, una cama en donde estamos abrazados, arrugados. Tu piel brillante, tus ojos traslucidos como si fuesen copas de cristal. Los rayos del sol entran por la ventana y te traspasan como si fueses de papel. Te digo algo mientras a nuestro alrededor el viento invade todos los cuartos. Dejamos las ventanas abiertas y me siento como un bebe a punto de que lo bañen. Se escuchan las campanas de viento colgadas de un portón, un gato ronronea cerca de una iglesia, el mar ruge contra las piedras. Lo escuchamos juntos. Yo creo que las olas del mar nos lavan el cuerpo o el alma o algo entre esas dos cosas. Pero tus caricias me dicen que solo el amor nos lava. Solo el amor lava nuestras arrugas, nuestro dolor y sus manchas negras. Estamos juntos en el lavarropas que es nuestro amor.

8 de noviembre de 2007

"Sin Titulo" por Fabián Casas. Aporte de Santiago Asorey


Abrí la puerta y te estabas bañando.
Los vidrios empañados,
el ruido del agua
detrás de las cortinas,
las cosas esenciales instaladas
fuera de la razón.
Me llamaste, acercaste la cara
y nos besamos a través del plástico
transparente: fue un instante.
Las parejas y las revistas literarias
duran casi siempre dos números.
Sin embargo, de a poco,
le fuimos ganando terreno al río:
días interminables en los que el caos
tomaba tu forma para envolverme mejor.

Era uno de esos días en que todo sale bien.
Había limpiado la casa y escrito
dos o tres poemas que me gustaban.
No pedía más.

Entonces salí al pasillo para tirar la basura
y detrás de mí, por una correntada,
la puerta se cerró.
Quedé sin llaves y a oscuras
sintiendo las voces de mis vecinos
a través de sus puertas.
Es transitorio, me dije;
pero así también podría ser la muerte:
un pasillo oscuro,
una puerta cerrada con la llave adentro
la basura en la mano.

5 de noviembre de 2007

Autorretrato a los veinte años por Roberto Bolaño. Aportado por Santiago Asorey.

Me dejé ir, lo tomé en marcha y no supe nunca
hacia donde hubiera podido llevarme. Iba lleno de miedo,
se me aflojó el estómago y me zumbaba la cabeza
yo creo que era el aire frío de los muertos.
No sé. Me dejé ir, pensé que era una pena
acabar tan pronto, pero por otra parte
escuché aquella llamada misteriosa y convincente.
O la escuchas o no la escuchas, y yo la escuché
y casi me eché a llorar: un sonido terrible,
nacido en el aire y en el mar.
Un escudo y una espada. Entonces,
Pese al miedo, me dejé ir, puse mi mejilla
junto a la mejilla de la muerte.
Y me fue imposible cerrar los ojos y no ver
aquel espectáculo extraño, lento y extraño,
aunque empotrado en una realidad velocísima:
miles de muchachos como yo, lampiños
o barbudos, pero latinoamericanos todos,
juntando sus mejillas con la muerte.

Los perros románticos por Roberto Bolaño. Texto aportado por Santiago Asorey

En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
y aquí me voy a quedar.

2 de noviembre de 2007

"Sin titulo" por Juan Ignacio Pisano

Llovía. La noche se hacía densa y larga detrás del televisor, que pasaba una película con un título espantoso que ya ni me acuerdo, en el ventanal empañado que daba al fondo de su casa. Estábamos solos, sus viejos se habían ido a pasar el fin de semana a la costa y su hermano andaría por algún lado de la ciudad con sus amigos. Llovía poco, una garúa densa y continua de un día húmedo hasta el cansancio. La película caía minuto a minuto en el cronómetro de la videocasetera. Me sentía muy nervioso, era raro, nunca me había puesto tan nervioso con una chica. Había tomado un par de cervezas para intentar calmarme, fueron inútiles, me habían puesto más alterado. En el televisor muchos actores bailaban y cantaban, por momentos se reían, lloraban, cogían. De pronto y sin pensarlo demasiado le dije que la amaba y le di un beso. Estuvimos un rato en el sillón de su casa besándonos y acariciándonos. Habían pasado ya varios años desde la última vez que tuvimos sexo, pero su piel seguía provocando en mí un efecto extrañísimo y placentero, esa ya conocida dulce provocación. A pesar de eso yo no podía meterme en la escena. Mi cabeza no me dejaba hacer tranquilo. Me iba a cualquier lado hasta que aparecía de nuevo en el sillón de su casa. La escena estaba en un lugar y yo en otro. Le dije que mejor fuéramos a su habitación para estar más cómodos y así hicimos. Continuamos en su cama, con más calma que antes pero con la misma obstinación. Ya la había casi desnudado cuando quiso tocarme la verga y tuve que frenarla. Todavía no se me había parado. Intenté desviarla de su intención, llevé sus dedos inquietos a otras partes de mi cuerpo pero al rato, invariablemente, volvían. Me senté en la cama y le confesé la situación. Temí lo peor, quería estar en mi habitación, solo. Di excusas, nervios, cerveza, película mala. Ella me abrazó y me dijo que no me preocupara, que si quería podíamos seguir viendo la película y si se daba se daba y sino sería otro día. Nos sentamos en el sillón del comedor otra vez. La lluvia seguía cayendo atrás de la ventana con la misma intensidad tímida pero constante de antes. Me miró y me dio un beso húmedo en la mejilla. Le dije otra vez que la amaba, ahora con un poco más de convicción, se acercó a mi oído y mientras me agarraba una mano, en un susurro leve pero seguro, dijo: y yo a vos.

1 de noviembre de 2007

Sin titulo por Daniel Alvarez

Mira el lago parada sobre la roca, al borde del acantilado. Falta poco para que llegue la noche. La oscuridad borra la costa opuesta, pero ella no necesita verla. Conoce de memoria cada piedra, cada playa pequeña, cada árbol que lo rodea. Apenas vio el lago supo que tenía que estar cerca de él. Fue hace 15 años ¿o 16? No importa. Patea una piedra que cae por el acantilado hasta hundirse en el agua. A Ricardo solo le gustaba caminar por el bosque o a andar a caballo. A veces salía a cazar con unos perros que trajo de un viaje a Estados Unidos. Para Ricardo el lago era un adorno de la propiedad, de esa cabaña enorme que compró por que ella había insistido tanto. Cuando le pidió una lancha él se opuso. La idea le pareció ridícula.
Ricardo compró algunas tierras y empezó una pequeña explotación maderera. La maderera los obligaba a dejar la ciudad. A pasar muchos meses en la cabaña. Para Ricardo era hacer negocios, encontrar el modo de comprar mas tierras y alimentar una producción que no paraba de crecer. Para ella era vivir con su lago.
Tira un palo que se aleja de la costa. Es la hora en la que el agua se lo lleva todo. Lo sabe y esta seguridad, una certeza construida luego de 15 años de convivencia, le parece una forma de dialogo que la reconforta. De la cabaña se llega al acantilado por una senda de troncos. La mandó a construir apenas se instalaron en la primera temporada. Cuando llegan, mientras Ricardo supervisa cuestiones vinculadas a la maderera, ella va hasta la roca, que es el punto más alto de la costa, y mira el agua. Siente la necesidad profunda de comunicarse con la naturaleza que animan esos los movimientos, que viven en sus aguas, heladas aun en verano. Cuando se deprimía, estaba triste o cansada. O cuando Ricardo la trataba con desprecio, lo que cada vez pasaba mas seguido caminaba por la senda hasta la roca. Se paraba frente a las aguas y cerraba lo ojos vaciandose de lo deforme, lo monstruoso, lo pesado que cargaba sobre si. Lo soltaba para que cayera en la profundidad de esas aguas que lo devoraban todo sin decir palabra. Luego se sentía mejor, ligera, como menos sujeta a la tierra. Nunca se lo contó a Ricardo. Él le hubiera dicho que mejor se ocupara de cosas que sirvieran para algo. Por eso nunca se lo dijo, aunque cada vez que volvían de la ciudad a instalarse en la cabaña. Cada vez que se encontraba, parada en la roca frente al lago no se le ocurría qué otra cosa podía ser más importante que esas aguas frías, lavándola sin tocarla.
El viento le golpea la espalda. Con cuidado, se aleja un poco del borde de la roca. Es fácil caer. Y peligroso. Las aguas que son heladas y profundas, lo hacen portarse como a uno de esos amantes, capaces de todo menos de perdonar. El lago y la noche se funden. En algunas partes, es imposible saber cuales son los límites de cada uno. Siente frío. Se arropa en la campera. Se la trajo Ricardo de suiza el año pasado. Mira otra vez las aguas. Se quiere despedir antes de entrar a la cabaña. Hace una semana Ricardo le dijo que había encontrado un comprador para la cabaña y para la maderera. Le dijo que la madera ya no era negocio. Que lo mejor era vender todo mientras valiera algo. Con ese capital podrían comprar otra propiedad y dedicarse a producir soja. Ella no dijo nada. Que sabe ella de sojas o maderas si se pasó los últimos 15 años leyendo y tratando de entender a un lago. Mira esa parte del agua que todavía no se comió la noche. Algo sobresale apenas, de a segundos, como si las aguas lo empujaran hacia abajo. No puede distinguirlo bien pero no necesita hacerlo. Es Ricardo que flota boca abajo. Las aguas se llevan a Ricardo para que se lo trague la noche, que ya borró todos los límites. Ella se da vuelta y camina por la senda de troncos. Se siente ligera. Limpia. Como si nunca hubiera pisado la tierra.

Agua por Martín Fuchs


Lo primero que notó fue la humedad de sus manos. Luego los brazos, los hombros, el cuello y la cabeza. Pronto llegó a la previsible consecuencia. Una vez más, estaba sumergido. Trató de recordar cómo había llegado a ese lugar pero le fue imposible. Ahí estaba; nuevamente y sin respuestas. En el fondo.
La inmensidad se presentaba ante sus ojos y en instantes pretendía retenerlo todo: la diversidad del ecosistema subacuático lo deslumbraba. Primero los peces, siempre en grupos; en familias, diría después. Cada ojo a un lado, observaciones parciales. Ése era el problema de los peces, la vista segmentada, dejando una gran parte de su percepción a la imaginación pura, llenando el campo de lo no-visible con fantasía. Divisó un ser más grande y eso le interesó más. Creyó que se trataba de una sirena pero rápidamente recordó que no existían. Hombre o pez, se dijo, se repitió. Ni agua por sangre, ni escamas por piel, ni canto por palabras.
Comenzó a darse cuenta de que le quedaba poco tiempo antes de emprender la retirada hacia la superficie cuando lo sintió en su pie. Un enésimo cangrejo le mostraba su andar; en reversa, por supuesto. No le llamó la atención (la repetición ya no lo sorprendía), pero sí lo hicieron las algas que lo rodeaban. Se vio enredado en ellas y desesperó: ya no sería como las otras veces. Esos seres – vivos, a fin de cuentas - siempre le habían atraído. Nutridos sólo de agua y tierra, lo estaban condenando a su fin. Comenzó la intrincada tarea de liberarse, mientras se reprochaba no haberse percatado antes.
Logró escapar mientras sentía el mareo, la falta de aire. Emprendió un rápido ascenso, creyendo que ya no llegaba. Empezó a sentir el agua más cálida, más luminosa por los rayos del sol, y con el último aliento llegó a la superficie.
La bocanada de aire lo llenó de sed. Aún conservaba el yodo en los labios, la sal en la boca, la espuma en los ojos.

Una Forma por Gustavo Dogliolo

Fuerzo una forma
Un yo al cual asirme.
Solo quiero ser
Parecido a mis deseos.

Un día que me importó más que los otros
Tomé el camino hasta el actual acá
Es decir: erré todo mi otro camino
Muy mío.

Pero en ese camino quedo un pedazo de voz
Una voz de lanza alzada
Que no mata y que no muere,
Una herida por donde salí.

Otro día que me importe mucho más que los otros
Recorreré los mismos paisajes hacia atrás
Como sentado en un asiento ubicado contrario
Hacia donde avanza un colectivo o un tren.

Entonces llegaré
Esperando que esa voz se haga grito
Y estalle con su son enfurecido de la espera
Al yo del otro camino
Y los montones de vidrios que se esparzan
Sean estrellas de un cielo
Que me tenderé en el césped a observar.

Las ventanas no lloran por Santiago Asorey

No se porque me junte con Rulos, mi amigo de otros tiempos. Se acaba de ir. Lo despache: Una valija con destino al país de nunca jamas. Apago la televisión. Refleja una versión mas oscura de mi. Uso tapado James Smart, corbata Hermes, camisa Lacoste. No son nombres propios, son los nuevos adjetivos de mi vida. ¿En que carajo me convertí? Yo estaba destinado a morirme, con una botella de vodka en la mano y un poema atravesado en los huevos.

Miro desde mi habitación a través de la ventana. La lluvia fina hace interferencia en el aire. Parece un televisor descompuesto. Los autos van y vienen. No tienen tiempo. Ultimamente yo no tengo tiempo para nada. Me recuesto y sé que se viene el torbellino en mi cabeza. Las personas no vuelven. Las palabras pronunciadas tampoco. Pienso en las cosas que perdí. Pienso en mis amigos de esos años. Pienso en el cementerio cerca de casa. En las estatuas y los ángeles de mármol. Pienso en el Zurdo sentado en alguna tumba: Un gato desesperado con anteojos negros. Pienso en Rulos. Me pregunto si todavía sueña con la mujer que lo dejo. Pienso en el Dealer. Su madre en sus brazos. Dura como un maniquí, empastillada hasta el alma. Es la Piedad con los roles cambiados. Fue una realidad invertida y nosotros parte de esa realidad. Los domingos visitábamos el cementerio para escaparnos del Barrio. Y ese lugar se transformo en un asilo para nosotros. Nuestro ambiente natural.
La ultima fiesta fue un laberinto. Puertas que se abren y todos aparecen con tubos de vodka en la mano. Siento los ojos rojos como adornos de Navidad. El Zurdo como siempre, pasado de todo. Yo pregunto que se tomo y nadie me contesta. Animales peligrosos. En la otra punta esta Rulos. Lo veo con la chica del flequillo. En mi cabeza, el todavía la ama. Ella es hermosa. Tiene mirada transparente. Él va tardar mucho tiempo en descubrir su peligro. Ella también va a cambiar. Todos nosotros vamos a tardar mucho tiempo en descubrir que éramos los Bambis de la película que fueron esos días. Todavía recuerdo la puerta que se cierra. El pasillo. El sonido de una batería. Un teclado que fermenta odio. La voz de una mujer que me va romper el corazón por primera vez. Un bajo que parece una aplanadora. Es igual a aquel juego de autos en donde el objetivo era atropellar. Y nunca creímos que la vida nos podía atropellar a nosotros.

En esta misma cocina hasta hace unos minutos. Rulos y yo, compartíamos una cena. Sé lo que él pensaba de mí. Que soy otra persona y uso traje y me levanto temprano. Y tengo olor a mierda importada de Europa. No le pare de hablar boludeces. De impuestos y otras tareas de las cuales me encargo. Sé las repetí como si fuesen importantes. Como si aumentara la importancia por la cantidad de veces que uno lo repite. Rulos después de tantos años, había aprendido a callarse. En el pasado fue un ovejero alemán suicida. Ahora ya no dice lo que piensa. Y mientras me contaba sobre lo que había vivido en los últimos años, hizo un breve inventario de nuestros amigos. El Dealer se mudo al campo. El Zurdo se fue a Cuzco. Yo empezaba a sospechar que al callar tendríamos que enfrentarnos con lo inevitable. Miradas que resbalan. Miradas imposibles.

Decir: Yo he conocido un puerto. Es decir: Algo ha muerto. ¿En donde leí eso? ¿Porque lo recuerdo ahora que Rulos se fue? No extraño a Rulos. Extraño al chico que fue. El que escribía los sueños en un cuaderno y se emocionaba con las mismas canciones que yo. Aunque tal vez, él este intacto. Y yo en cambio sea el otro. Afuera sigue lloviendo. Me pierdo en la lluvia. Gotas pegadas contra el vidrio se deslizan como hombres que saltan de un edificio en llamas. Las ventanas no lloran. Mi edificio no esta en llamas. Mi corazón sin embargo es otra historia.

Las Ciudades Invisibles, por Ítalo Calvino (texto enviado por Alejandra Lategui)

-Queda una ciudad de la que no hablas jamás,- dijo Kublai Kan.
Marco Polo inclinó la cabeza.
-Venecia-dijo el Kan.
Marco sonrió. -Y de qué otra cosa crees que te hablaba?
El emperador no pestañeó. Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre-.
Y Polo: -Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.
-Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia cuando te pregunto por Venecia.
- Para distinguir unas cualidades de las otras, debo partir de una ciudad que permanece implícita. Para mí es Venecia.
-Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida, describiendo a Venecia como es, toda entera, sin omitir nada de lo que recuerdes de ella.

El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del antiguo palacio de los Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes como hojas que flotan.

-Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran-dijo Polo.-Quizá a Venecia tengo miedo de perderla toda de una vez, si hablo de ella. O quizá hablando de otras ciudades la he perdido ya poco a poco.