La noche es un infierno y me despierto otra vez en la cama empapada, insomne hasta la furia. Adivino en la penumbra el filo de los pocos muebles: mi casa en el monte es esta pieza desolada del hotel al que me acostumbré. Tiene una ventana que no puedo abrir porque está trabada hace años; una lamparita mortecina que atrae a miles de bichos, las paredes descascaradas y el colchón escuálido no ayudan, pero cuento con dos bendiciones: un ventilador y un enchufe que funciona y me permite calentar agua. Mi pieza, además, se inunda cuando llueve, porque la puerta de chapa deja un resquicio abajo por el que ahora se filtra la luz amarilla del único farol de la cuadra.
Al principio, cuando hacía poco tiempo que había llegado a esta zona del Impenetrable, dejaba la luz encendida al acostarme porque las vinchucas sólo salen en la oscuridad, pero el resplandor pegándome en los ojos me despertaba y finalmente opté por apagarla y taparme hasta la cabeza. Después de unos meses dejé de preocuparme por eso. En este lugar uno se acostumbra a todo.
Tengo conmigo algunas cosas para animarme: unas fotos, un cuaderno en el que escribo, mi mate, un par de libros y también un perro que no es mío pero me adoptó. Viene todas las noches reclamando caricias y galletas, y siempre consigue lo que quiere. Ahora está en la puerta, lo escucho suspirar cada tanto y de alguna manera me tranquiliza que esté ahí.
El aire está quieto, como muerto. Siento el pecho apretado como si me hubieran pegado una trompada; me cuesta respirar. Seguramente es efecto del calor y de la sequía, que puede durar diez meses y ya lleva ocho. En estos días el único tema de conversación en el pueblo es el informe que meteorología pasa por la radio, aunque el pronóstico no sirve de mucho porque es de Sáenz Peña y eso queda a trescientos kilómetros de aquí.
Doy mil vueltas en la cama, arrugo las sábanas y los pliegues me marcan el cuerpo. Prendo el televisor; en uno de los canales ya se cortó la transmisión y en el otro un pastor con acento portugués imparte instrucciones precisas para dejar de sufrir. El control remoto tiene la tapa floja y cada tanto deja de funcionar. Insisto y aprieto el botón cada vez con más fuerza como si eso cambiara las cosas y nada; al final me paro en la cama y apago la tele que está colgada de la pared. Toco la pantalla, siento la estática en la mano y me quedo ahí, mirando la luz fosforescente.
Me acuesto de nuevo y agarro uno de los libros que traje. No tengo ganas de leer, no puedo concentrarme en nada. No hay caso: no podré dormir y de todas formas tendré que levantarme a las seis porque nos esperan los indios de Pozo del Toba; les prometimos que iríamos a atenderlos y que llevaríamos remedios, que es lo que más les importa.
Me llegan desde el monte los ruidos de los animales exasperados por el calor. Tengo la boca seca. Tanteo al lado de la cama porque sé que quedó un resto de cerveza y me lo tomo igual, aunque esté caliente.
Cada tanto vigilo el resquicio de la puerta. Hace unos meses, mientras dormía, sentí que algo lánguido se deslizaba despacio sobre mis piernas y en ese mareo cómodo del entresueño se me ocurrió que tal vez fuera una víbora, pero estaba tan cansada que no pude levantarme para ver qué era. Por la mañana, en un rincón de la habitación, encontré una yarará enorme y enroscada, durmiendo. Era un animal bello. Yo hubiera querido devolverla al monte sin lastimarla pero el dueño de casa no estuvo de acuerdo y la mató a machetazos.
Miro el despertador a cada rato y la noche se hace larga. El calor sofocante me pone de mal humor y el encierro de la pieza se me vuelve insoportable. Enciendo la luz, me siento en el borde de la cama, busco las zapatillas y las sacudo mecánicamente para asegurarme de que no haya arañas.
Me muevo despacio, como si cargara toneladas de plomo. Si estuviera en Buenos Aires esta noche saldría a caminar por Corrientes, hasta el bajo, y llegaría hasta el río, tratando de encontrar un poco de viento. El Bermejito no tiene agua la mayor parte del año y además acá no corre nada de viento. Tengo pocos cigarrillos porque los arenales del camino se hicieron tan profundos con la sequía que los camiones no pueden pasar y falta casi todo en las despensas, así que no sólo debo racionar lo que fumo sino también lo que como.
La opresión en el pecho mejora un poco con el inhalador para el asma. Me pregunto cómo es posible estar enferma de algo tan absurdo que provoque la falta de lo único que sobra en el mundo: el aire. Mis padres creen que la enfermedad empezó cuando nació mi hermano pero yo sé que fue un poco antes, cuando murió Pablo.
No tengo ganas de fumar pero igual fumo y salgo al patio para ver si por fin el llegó el viento del sur y trajo la tormenta que ayer daba vueltas en el cielo. Aprendí a oler el aire y a anticipar la lluvia, pero esta noche la tormenta debe estar muy lejos todavía porque no huelo nada y ni siquiera hay nubes.
El perro sigue de guardia en mi puerta. Cuando ve que paso de largo, se despereza y me sigue. Salimos a caminar hasta los bordes del pueblo dormido y el silencio se vuelve tan hondo que me llegan con claridad todas las voces del monte. Me gusta esta hora de la madrugada en la que estar solo se vuelve algo íntimo.
Esta tarde trabajamos en uno de los parajes que agrupan a los dos mil quinientos wichís que viven en la zona. Viajábamos en la camioneta que nos prestan los curas, el único transporte que conseguimos. Durante el día, la luz blanca endurece el paisaje y cuesta mirar. De pronto, entre los árboles secos, los vi: estaban ahí, descalzos, con las remeras grandes y desteñidas, con hondas colgando del cuello. Eran cuatro chicos morenos, de diez o doce años, y llevaban pájaros muertos en las manos. Alcancé a ver la mirada feroz de uno de ellos, como un rayo.Pienso que antes o después terminarán de perder la infancia. Los devorará la violencia de esta miseria interminable y serán viejos demasiado pronto.
Para mí seguirán siendo esa única foto que guarda la memoria.
El perro se me adelanta y cada tanto para, se da vuelta y me mira, como si quisiera llevarme a alguna parte. Confío en su instinto y lo sigo. El pueblo se llama Pompeya. Pienso que el nombre le queda bien porque de verdad parece Pompeya después de la erupción: calcinado y vacío. Los lugares que conozco de memoria parecen más pobres de noche. Veo que el perro se mete por un camino angosto, ya nos alejamos del caserío. Está oscuro y pienso en los indios que caminan siempre por lugares así, en silencio, con los sentidos alertas, pero los míos no están tan afilados y esta noche todo me parece peligroso, porque no puedo ver nada y en cambio escucho murmullos inquietantes, aleteos, chillidos, cosas deslizándose en la espesura.
El perro se impacienta, da vueltas, se me acerca corriendo y vuelve a irse. Rumbea para el lado del cementerio y me acuerdo de que un poco más allá hay una laguna. Me dejo guiar por el ruido sordo que hacen sus patas al correr por el camino de tierra. La idea de llegar al agua me anima. De pronto el perro se detiene y sospecho que pasa algo. Camino un poco más y veo que la laguna está tan seca como el río. Prendo otro cigarrillo y puteo bastante porque que la laguna esté seca me parece un mal chiste. Ahora tengo que volver y el perro se va, ya no lo veo, dejo de escucharlo.
Paso frente a unos ranchos destartalados. La primera vez que atendí en este lugar la gente contaba que Don Alejandrino Hoyos no murió consumido por el cólera, sino por una pelea entre diablos. No importa que haya muerto seco como la tierra, ni que la enfermedad lo haya devastado, ni que los médicos hayan encontrado al vibrión en cada jugo de su cuerpo: la culpa, se sabe, fue de los diablos, dice el pastor evangelista, y la palabra de dios no admite discusiones. Aquí todos son evangelistas y los domingos cantan y bailan en las iglesias durante horas. Una mañana fui a ver un servicio; los indios cantaban en su idioma, frenéticos, y me pareció entender que decían que sólo entraría al reino del Señor quien hablara wichí.
Vuelvo despacio por el camino angosto que de a poco se ensancha y me lleva otra vez al pueblo. Un remolino hace dibujos en la tierra y hace volar las hojas secas. No se ve ni un alma en las calles; escucho un silbido y cuando me doy vuelta es el Piti, un criollo que eligió vivir aquí y tiene un almacén de ramos generales que siempre está medio vacío aunque él es optimista y dice medio lleno. El Piti tiene cincuenta años y hace diez que sus amigos dejaron de hablarle porque se casó con una india. Esta noche él tampoco duerme y tiene ganas de conversar. Yo no.
-Hace calor-, dice, como si hiciera falta.
-Sí- digo.
Y escucho de nuevo: -Hasta mañana, gringa-.
Lo saludo apenas con un gesto mientras camino más rápido y ya veo mi casa y el perro esperándome en la puerta.
Antes de volver a mi pieza voy hasta el fondo del patio donde hay una canilla; el agua llega fría, directo de la napa, y lleno un balde. Trato de no hacer ruido porque lo último que quiero es que salga el dueño del hotel, que debe estar tan desvelado como yo, a darme charla. Me mojo con un vaso como puedo, la nuca, la cabeza, los brazos, y eso me hace sentir mejor unos minutos hasta que el aire me seca y otra vez el calor.
Entro en la pieza y dejo la puerta abierta. El resto del hotel está vacío, el perro entra conmigo y se echa al lado de la cama.
En el cielo, al sur, veo los primeros relámpagos.
24 de noviembre de 2007
"Insomnio" por Alejandra Lategui
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