23 de noviembre de 2007

El viaje al rio por Alejandra Lategui

El camino está malo y tengo que prestar atención a los arenales que pueden tumbar la camioneta. Me prestaron esta Ford destartalada para viajar desde Pompeya hasta la costa del río, a treinta kilómetros. Me gusta manejar sola, en silencio, con los vidrios bajos y el viento en la cara. Siempre pensé que el viento es el mejor aire que se puede respirar: se mueve y está vivo.

Te he traicionado, pero no he querido engañarte. La frase me martilla la cabeza. La leí hace poco, mientras viajaba en el micro que me trae al monte todos los meses. Es un libro en el que un hombre trata de decirle a su mujer algo tremendamente difícil de confesar, pero que él considera imprescindible que ella sepa. La herida (de él, de ella) es enorme y no parece que vaya a sanarse nunca. El libro no cuenta qué pasa después de esa confesión.
Es domingo. No hay nadie y eso es justo lo que quería. Por algún motivo recuerdo la frase esta tarde, ahora que estoy sentada a orillas del Bermejo o Tewko, como le dicen los indios.

El río está ancho y caudaloso. Llegó la época de las lluvias y el agua corre hacia el este, arrastrando ramas y camalotes. Me contaron que este río cambia de lugar, y que en ese andar se perdieron muchos pueblos, algunos por inundación y otros por sequía. El Tewko cambió su curso doscientos kilómetros al norte en los últimos doscientos años.
Mirar el agua me tranquiliza. La corriente dibuja reflejos amarronados que avanzan, se arremolinan, y siguen después cauce abajo. Cada tanto, un pez reverbera en la superficie. Pienso en que yo también, igual que el río, voy cambiando mi cauce.

De pronto escucho el gemido de un animal. Me levanto y voy hacia donde viene el ruido, cerca del agua. Cuatro pasos me separan de un perro que quedó atrapado en el barro de la orilla. Muchos animales mueren así; se acercan demasiado al río desesperados por la sed, sin saber que la orilla es una ciénaga mortal. Cuanto más se mueve, más se va hundiendo.
La gente de aquí suele verlos luchar desesperadamente por liberarse pero los deja morir: la vida de un perro sin nombre no vale nada.
Quiero sacarlo y no sé cómo, los cuatro pasos que me separan del perro son infranqueables. Acabo de hundir una pierna hasta la rodilla en el barro y paro. Busco una rama, algo que me ayude. Me acuerdo de que en la caja de la camioneta hay un montón de cosas y encuentro una soga.
El perro no se mueve y ya no llora. El barro le llega al cuello, está exhausto y entregado. Puedo oler su miedo y nunca podría dejar que muriera solo: es la muerte más desolada que imagino. Es un animal grande, negro, con las pupilas dilatadas y la mirada más triste del mundo.
Le hablo para tranquilizarlo. Preparo un lazo y trato de engancharle la cabeza; va a ser difícil levantar su peso así, tengo miedo de lastimarlo pero no se me ocurre nada mejor. Me acuesto en el suelo tratando de no hundirme, me voy arrastrando hasta llegar lo más cerca que puedo, intento agarrarlo varias veces pero está asustado y saca la cabeza del lazo. Necesito conseguir algo firme para que apoye las patas al sacarlas. Voy a buscar unas ramas; levanto algunas del suelo, corto otras con el machete y armo una alfombra alrededor del perro.
Sigo intentando y al final lo consigo, paso el lazo por debajo de la cabeza y empiezo a tirar despacio. El barro funciona como un chaleco de fuerza y no lo deja respirar.
El perro me mira. Yo le hablo, le digo que no tenga miedo porque lo voy a salvar. Le cuento cosas que nunca le digo a nadie. Finalmente logro sacarlo y se echa un poco más allá, en el suelo firme, agotado y temblando. No me saca los ojos de encima. Me acerco y mueve la cola nervioso, se aplasta contra el piso. También siente miedo de mí. Pobre perro. Pienso que un animal no tiene opciones.
Lo llamo y viene, vamos hasta otro lugar del río, más alto y seco; toma agua, se moja para despegarse las costras de barro, refriega el lomo en el pasto, corre de un lado para otro. Está contento.
Lo subo a la camioneta. Se queda sentado en el asiento del acompañante y mira por la ventanilla.

Te he traicionado, pero no he querido engañarte. No sé cuál es el lugar donde duele la traición, pero la frase del libro es una disculpa y yo creo que sólo puede disculparse una traición si el propósito no era el engaño, porque a veces uno traiciona sin querer. Fernando mintió y yo enloquecí de rabia: no podía creer que hubiese construido una mentira tan meticulosa, tan enredada, tan extensa. Cuando descubrí la estafa sentí ganas de matarlo y todo el cuerpo me decía que no era una metáfora. No paraba de insultarlo, de gritarle, de interrogarlo. Habría sido capaz de torturarlo para que me dijera todo. Me envalentoné con el poder que me daba saber la verdad y traté de humillarlo todo lo posible. La violencia me explotó de una forma tan abrumadora que lo único que me paró fue pensar que no quería terminar presa.
Después, cuando dije todas las cosas hirientes que se me ocurrieron y pasó la furia, a los dos se nos terminaron las palabras y empezó esta larga temporada de silencio que todavía dura.

Vuelvo manejando despacio. Cae la noche y empieza esa hora extraña en la que no sabemos si va a amanecer o a anochecer y los colores se vuelven extraños. El perro duerme a mi lado, cada tanto se agita, gruñe, llora. No sé qué cosas sueña un perro pero este debe tener pesadillas. Empiezo a cantar bajito para tranquilizarlo; abre los ojos, me mira, mueve la cola y se duerme otra vez.

Un poco más delante veo una mujer en la banquina que me hace señas. Es María, una india joven que vive en Cacique Supaz; la conozco por haberla atendido alguna vez. Le pregunto si quiere que la lleve hasta el pueblo y asiente. Paso al perro para atrás y abro la puerta. Lleva en los brazos a un bebé de pocos meses, dormido y arropado. María dice que necesita ir al hospital porque su hijo está enfermo. Le pregunto qué tiene y no me contesta. Después de un rato me cuenta que ayer temprano le pidió a un vecino que se acercara al pueblo para avisar en el hospital. La ambulancia recién fue a buscarla esta mañana, pero tuvo que dejarla en el camino para atender a un enfermo más grave.
María deja de hablar. Mira el camino y cada tanto acomoda al hijo entre sus brazos.

Es de noche y a lo lejos veo las primeras luces del pueblo. Dejo la camioneta frente al hospital y entro en la guardia abarrotada de indios y criollos. Hablo con uno de los médicos, María pasa a un consultorio y me saluda con un gesto leve. Vuelvo caminando hasta mi pieza, el perro viene conmigo. Necesita un nombre y un plato de comida.

Una semana después, en la despensa, escuché que alguien decía que el hijo de María llevaba dos días muerto cuando llegó al hospital.
Yo encendí un cigarrillo. Afuera empezaba a llover.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Este capitulo se deberia llamar claramente, Perros Sin Nombres. y fuera de esa boludez, es IMPRESIONANTE, tiene una fuerza, una profundidad, una aridez y una poesia que noquea a cualquier lector. Te FELCITO ALE.

Alejandra dijo...

Gracias Anónimo-Santi!!!

{ maría } dijo...

a mi me gustó mucho,che. mucho.
slds, maría