31 de octubre de 2007

Sinoj por Alejandra Lategui

Estuvo ahí durante muchos días: un perro marrón enclenque, flaquísimo y solo parado frente al hospital. No era de nadie. Yo lo llamaba pero él se quedaba inmóvil, como clavado al suelo. Algunas veces lo escuchaba llorar bajito cuando la multitud lo pateaba para alejarlo; después volvía al mismo lugar como si esperara a alguien que no iba a venir.

Yo pensaba que la felicidad de un perro es algo terriblemente simple.

Decidí que lo primero era ponerle nombre: Sinoj, que significa perro en wichí. Traté de acercarme pero él desconfiaba y mostraba los dientes estropeados por el hambre. Durante unos días fui a llevarle comida; después de una semana, dejó de gruñir.
Una tarde me lo llevé conmigo. No podía seguirme porque no tenía fuerza para casi nada. Cuando lo alcé sentí las miradas filosas de la gente; los wichís no consideran compañeros a los perros y si alguno insiste en vivir en las ranchadas, es apenas tolerado y no se lo alimenta, porque no sobra nada.

Esa noche Sinoj no me dejó dormir; aullaba, lo asustaba el espacio encerrado de mi pieza. Prendí y apagué la luz, lo subí a la cama, lo alimenté, le hablé, salí con él varias veces hasta el patio de tierra, pero no conseguí tranquilizarlo. Pensé que probablemente nunca había tenido una casa, y que su instinto de perro abandonado le decía que tenía que alejarse de mí para estar a salvo.De a poco se fue acostumbrando; durante el día, cuando salía a trabajar, lo dejaba en un galpón abierto; al volver siempre lo encontraba hecho un ovillo en el fondo de algún pozo que él había cavado en el suelo. Cuando me veía corría hacia mí y después esperaba, siempre un poco tenso: acostumbrado a los golpes, no estaba seguro de lo que recibiría de mis manos.

Quise enseñarle a jugar como juegan los cachorros, pero él no supo cómo.
Cuando llegó el momento de volver a Buenos Aires, se lo encargué a Miguel, un indio criado entre blancos. Volví al pueblo diez días más tarde. Me contó que Sinoj se había ido del rancho la mañana en que me fui, y que nadie había vuelto a verlo.
Lo busqué durante mucho tiempo. En las noches vacías del monte me entristecía imaginarlo solo, vagando de rancho en rancho, tratando de volver a la tibieza corta que conoció y que -supongo- debía extrañar.

Los hongos nacen en silencio por Marosa di Giorggio

Los hongos nacen en silencio, algunos nacen en silencio. Otros con un breve alarido, un leve trueno. Unos son blanco otros rosados, ese es gris y parece una paloma. La estatua una paloma. Otros son dorados o morados. Cada uno trae, y eso es lo terrible, la inicial del muerto de donde que procede. Yo no me atrevo a devorarlos. Esa carne levísima es pariente nuestra. Pero aparece en la tarde el comprador de hongos y empieza la siega. Mi madre da permiso. Él elige como un águila ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris. Mamá no se da cuenta de que vende a su raza.

Deja tu comarca entre las fieras por Marosa Di Giorggio

Deja tu comarca entre las fieras y los lirios y ven a mi esta noche, oh mi amado, monstruo de almíbar, novio de tulipán, asesino de hojas dulces. Así, aquella noche lo clamaba yo de portal en portal junto a la pared pálida como un hueso. Todo llena de un miedo irisado y de un oscuro amor. Ya era la edad en que las abuelas habían retrocedido a moradas de subtierra y solo sus almas perduraban encadenadas a las lámparas estremeciendo mariposas verdes y amarillas a la hora de los fuegos y los rezos. Oh mi amor lo clamaba yo de puerta en puerta de muro en muro. Perdí mis trenzas, estoy desnuda, se cayó el sándalo de los medallones, la luna paró sobre las chimeneas su trineo de coral. Y no vienes, hombre, rosa, crimen, corazón. Voy a quebrar las almendras a comer alabastro amargo, voy a matar los panales, me has hecho imaginar inútilmente tus medulas de sándalo, tu corazón de fuego. Ahora se reirán de mí las muertas que se acuerdan de tu amor. Así mentía yo abrazada a su melena de oro, a su terrible miel. Él hablaba una lengua casi inteligible pero un rocío voraz, una lepra de flores le terminaba el rostro y dentro estaban el azúcar y las cruces y los espejos con olor a jacinto. No acercamos a las mesas. Las abuelas renacieron en las lámparas. Le dije que iba a guardarlo, que iba a besarlo, que iba a guardar su corazón entre las piñas, y los licores y las medallas. Otra vez jardín y sombra y columnas rotas y los cisnes serios como hombres. Empecé a matarlo porque no digas mi amor a nadie. A entreabrirle los pétalos del pecho a sacarle el corazón. Él se apoyó en mis brazos. Le latía con locura el almíbar de los dedos. Empezó a morir. Cerca del bosque empezó a morir. Rompí a llorar, voy a matar los panales, voy a quebrar las almendras a comer alabastro amargo. Su muerte siguió a lo largo del bosque. Quise recogerla en mi saya, reunirla en mis brazos, abrazarla. Voy a tener hijos de almíbar y de pétalo y no podrán besarte OH mi novio de miel, mi tulipán. Lloraba desesperadamente. Quería juntar los pétalos. Reconstruir la miel, sacarlo de la muerte, ganarlo para siempre, que no tuviera fin este poema.

Y seremos millones.

Hemos vuelto. Y esta vez, para quedarnos.