16 de marzo de 2008

Sin título, por Juan Ignacio Pisano

Hacía mucho frío. Volvíamos de ver una obra de teatro. El colectivo era una heladera, la calle el polo norte. Serían las dos de la madrugada. Apenas entramos a casa, sin sacarse ni la campera ni la bufanda, Luz puso a calentar agua en la pava y se quedó parada frotándose las manos sobre el fuego de una hornalla ¿Café o té?, me preguntó. Café, respondí desde el dormitorio y prendí la estufa. Entré a la cocina: sobre la heladera dos huevos de pascua ¿De chocolate amargo o dulce? El que vos quieras, respondió Luz, y agarré los dos.
Mi café y su té estaban sobre la mesa junto a los huevos de pascua. El departamento seguía frío. Nos sentamos. Ella soplaba la taza de té y cortaba pedazos de chocolate. Yo la miraba. Le di un beso en la mejilla, ella dio vuelta despacio la cabeza y me miró sonriendo: ¿Vamos a comer a la cama? Yo llevo las tazas, dije. Nos metimos debajo de la colcha y nos dimos varios besos cortos, friolentos. Te amo, me dijo. Y yo a vos, respondí. Esa noche yo estaba triste porque la salud de mi tío pendía de un hilo. Luz me abrazo, me preparó una taza de café más y cómo no la tomé me sirvió un whisky. Luz me cuidaba como poca gente me cuidó en mi vida. Luz era lo más parecido que tuve a una vida. Esa noche me dijo que lo mejor era que comiera mucho chocolate dulce, que me iba a tapar el sabor amargo de las lágrimas, que los nenes comen muchas golosinas porque lloran mucho, que esa es la única forma que existe de eliminar tanto sabor amargo. Cortaba pedazos de chocolate y me los daba todos a mí para que se me fuera la tristeza ¿Ya está? Me preguntó cuando pudo sacarme la primera sonrisa. Yo afirmé con la cabeza. Hicimos el amor durante mucho tiempo, en cámara lenta. Nos quedamos acostados en silencio un rato. Me levanté y preparé más té para ella y otro whisky para mí. Después comimos chocolate hasta que se nos terminó. Dormimos.

Hace un par de días hubo un viernes muy parecido a aquel. Hacía un frío increíble y llegué a casa tarde. No tenía huevos de pascua pero sí algunos chocolates. Preparé un té y me acosté en la cama, bien tapado. Comí todo el chocolate que tenía, que era bastante, pero no me alcanzó. La noche era amarga. Fría y amarga. Ahí acostado, apenas asomando la cabeza por la colcha, pensé en qué estaría haciendo Luz en ese momento. Quizás estuviera con otro en una cama mucho más cómoda que la mía, en un departamento más lindo y más lujoso que el mío, viendo una película romántica en un plasma de treinta y dos pulgadas, tomando té inglés. También era posible que estuviera durmiendo en su cama, o en un bar con amigas. Pensé en ella hasta caer dormido y, justo antes de conciliar el sueño, la vi tapadísima en su cama, sola, con un té a medio tomar en la mesa luz y rodeada de papeles y pedacitos de chocolate.

"De que hablamos cuando hablamos de minimalismo" Entrevista a Raymond Carver realizada por L. Maffery y S. Gregory. Un aporte de Alberto Celesia

S.G. - Muchos relatos suyos o bien empiezan con una leve perturbación de lo cotidiano por una sensación de amenaza o se desenvuelven en ese sentido. ¿Esta tendencia es el resultado de una convicción suya de que la mayor parte de la gente siente que el mundo le amenaza? ¿O tiene más que ver con una decisión estética, el hecho de que la amenaza contiene más posibilidades interesantes para la narración?
R.C. - Sí, es verdad que muchos personajes en mis relatos encuentran que el mundo les amenaza. La gente sobre la que he elegido escribir sí se siente amenazada, y creo que mucha gente, si no la mayoría, siente que el mundo les amenaza. De las personas que lean esta entrevista, no habrá tantas que se sientan amenazadas en el sentido que digo. La mayoría de nuestros amigos y conocidos, los suyos y los míos, no tienen esta sensación, pero hay gente que vive al otro lado. La amenaza está ahí, se puede palpar. En cuanto a la segunda parte de su pregunta, eso también es verdad. La amenaza contiene, por lo menos para mí, más posibilidades interesantes que se pueden explorar.
S.G. - En el artículo que escribió sobre su padre para Esquire, menciona un poema que escribió. "Photograph of My Father in His 22nd Year"; y dice que "el poema era una manera de intentar contactar con él': ¿Le ofrece la poesía un medio más directo de conectar con su pasado?
R.C. - Desde luego que sí. Es un medio más inmediato, más rápido de conectar. Componer estos poemas satisface mi deseo de escribir algo, y contar una historia, todos los días, en algunos casos dos o tres veces, incluso cuatro o cinco veces, al día. Pero en lo que se refiere a conectar con mi pasado, hay que decir que mis poemas (y mis relatos también), aunque todos pueden tener algún fundamento dentro de mi experiencia, también son imaginativos. La mayoría son totalmente inventados.
L.M. - Así que incluso en su poesía, ¿la persona que habla nunca es "usted" precisamente?
R.C. - No. Lo mismo que en mis relatos, aquellos relatos contados en primera persona, por ejemplo. Yo no soy esos narradores.
S.G. - En su poema "For Semra, with Martial Vigor"; su narrador le dice a una mujer, "Todos los poemas son poemas de amor”: ¿Esto se podría aplicar en algún sentido a su propia poesía?
R.G. - Todos los poemas son actos de amor, y de fe. Las recompensas por escribir poesía son tan pocas, ya sean monetarias o en términos de, ya sabe, la fama y la gloria, que el acto de escribir un poema tiene que ser un acto que se justifique por sí solo, y en realidad que no tenga otro objetivo. Para querer escribir poesía, realmente hay que amarla. En ese sentido, pues, todos los poemas son poemas de amor.
L.M. - ¿Encuentra Ud. algún problema en cambiar de género? ¿Supone un proceso de composición distinto?
R.C. - Hacer ese tipo de juegos malabares nunca me ha supuesto ningún problema. Supongo que habría sido más sorprendente en el caso de un escritor que no hubiera trabajado en las dos áreas lento como yo. En realidad, siempre me ha parecido, y lo sigo afirmando, que la poesía en su efecto y en la manera en que se compone, se encuentra más cerca de un relato que el relato de una novela. Los relatos y la poesía tienen más en común en lo referente a lo que se propone el escritor, en la comprensión del lenguaje y las emociones, en el cuidado y el control necesario pare conseguir sus efectos. A mí, el proceso de escribir un relato o un poema nunca me ha parecido muy diferente. Todo lo que escribo tiene un mismo origen, surge de la misma fuente, sea un relato, un ensayo, un poema o un guión. Cuando me pongo a escribir, empiezo literalmente con una frase o con una línea. Siempre necesito tener esa primera línea metida en la cabeza, se trate de un poema o de un relato. Más tarde, todo lo demás puede cambiarse, pero esa primera línea se cambia muy pocas veces. De alguna forma me empuja hacia la segunda línea, y después el proceso empieza a cobrar ímpetu y adquirir una dirección. Repaso y modifico muchas veces casi todo lo que escribo; vuelvo atrás y otra vez adelante. No me importa repasar; en realidad disfruto haciéndolo.
L.M. - Una relación que puede existir entre su poesía y su narrativa tiene que ver con la manera en que el impacto de sus relatos parece centrarse muchas veces en una sola imagen: un pavo real, un cigarro, un coche. Estas imágenes parecen funcionar como imágenes poéticas, es decir, organizan la historia, y conducen nuestras reacciones hacia una compleja serie de asociaciones. ¿Hasta qué punto es Ud. consciente de desarrollar este tipo de imagen dominante?
R.C. - No soy consciente de crear una imagen central en mi obra narrativa que controle la historia de la misma manera en que las imágenes, o una cola imagen, controla muchas veces una obra poética. Tengo una imagen en la cabeza, pero parecen nacer de la historia de un modo orgánico y natural. Por ejemplo, no me había dado cuenta con anterioridad de que la imagen del pavo real dominaría tanto "Feathers". Me parecía simplemente que el pavo real era algo que una familia que vivía en una pequeña granja podría tener corriendo por ahí. Y no lo metí con la intención de que funcionase como un símbolo. Cuando estoy escribiendo, no pienso en términos del desarrollo de símbolos, o de qué servirá una imagen. Cuando doy con una imagen que parezca funcionar y que represente lo que debe representar (puede representar muchas más cosas también), pues estupendo. Pero no soy consciente de haberlo ponderado. Parecen ocurrir y evolucionar ellas mismas. Yo verdaderamente las invento, y posteriormente parecen formarse cosas alrededor de ellas a medida que van ocurriendo acontecimientos, el recuerdo y la imaginación empiezan a darles color, etc.
S.G. - En un ensayo contenido en Fires, Ud hace un comentario que para mí describe perfectamente uno de los aspectos más distintivos de su obra narrativa: "Es posible, en un poema o un relato, escribir sobre cosas y objetos corrientes empleando un lenguaje corriente, y dotar estas cosas –una ventana, unas coronas, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer - de una fuerza inmensa, incluso desconcertante”: Me doy cuenta de que cada relato es diferente en este aspecto,¿pero cómo se arregla uno para dotar a estos objeto corrientes de tal fuerza y tal énfasis?
R.C. - No soy muy dado a la retórica o la abstracción en la vida, en el pensamiento o en mi obra, y por lo tanto quiero que la gente sobre la que escribo esté situada en un fondo lo más palpable posible. Esto puede requerir la inclusión de un televisor o una mesa o un rotulador encima de un escritorio, pero si se van a incluir estas cosas en la escena, no pueden permanecer inertes. No quiero decir que adquieran vida propia, exactamente, sino que deben hacer sentir su presencia de una forma u otra. Si vas a describir una cuchara o una silla o un televisor, no quieres limitarme a colocar estas cosas en la escena y luego abandonarlas. Quieres darles cierto peso, conectarlas con las vidas que las rodean. Estos objetos, para mí, tienen un papel en los relatos; no son "personajes" en el sentido en que lo son las personas, pero están ahí, y quiero que mis lectores se den cuenta de que están ahí, que sepan que este cenicero está aquí, que la televisión está allí (y encendida o apagada), que en la chimenea hay latas de refrescos tiradas.
S.G. - ¿Que le hace escribir relatos y poemas en lugar de géneros más extensos?
R.G. - Para empezar, cuando cojo una revista literaria, lo primero que miro es la poesía, y luego leo los relatos. Casi nunca leo otra cosa, ensayos, crítica o lo que sea. Así que supongo que me atrajo la forma, y con esto quiero decir la brevedad, de la poesía y la narrativa corta desde el principio. Y también, la poesía y la narración eran cosas que se podían hacer en un período razonable de tiempo. Cuando empecé a escribir viajaba mucho, y había muchas distracciones cotidianas, ocupaciones extrañas, responsabilidades familiares. Mi vida parecía muy frágil, y quería empezar algo en que sintiera que tenía alguna probabilidad de terminar la obra, lo cual quería decir que necesitaba acabar las cosas de prisa, en un período breve de tiempo. Como acabo de decir, la poesía y la narrativa parecían tan próximas en forma y fines, tan cercanas a lo que me interesaba hacer, que al principio no me costaba ningún trabajo cambiar de una a otra.
L.M. - ¿Qué poetas leía y admiraba, y quizás influían en Ud. cuando estaba desarrollando sus nociones del ante de la poesía? Sus ambientes exteriores podrían sugerir a James Dickey, pero yo encuentro una influencia más probable de William Carlos Williams.
R.C. - Williams desde luego tuvo una influencia clara; era mi héroe. Cuando empecé a escribir poesía estaba leyendo sus poemas. Una vez hasta tuve la temeridad de escribirle y pedirle un poema para una revista que estaba montando en la Universidad de Chico State, titulada Selection. Creo que llegamos a sacar tres números: yo fui editor del primero. Pero Carlos Williams de hecho me mandó un poema. Ver su firma al final del poema me llenó de sorpresa y regocijo. Por decir poco. La poesía de Dickey no significa tanto, aunque estaba llegando a su plenitud cuando yo empezaba, a principios de los años sesenta. Me gustaba la poesía de Creeley, y más tarde Robert Bly, Don Halla, Galway Kinneil, James Wright, Dick Hugo, Gary Snyder, Archie Ammons, Merwin, Ted Hughes. En realidad no sabía nada cuando empecé, sólo leía lo que la gente me daba, pero nunca me atrajo la poesía muy intelectualizada, los poetas metafísicos y eso.
S.G. Al lector enseguida le llama la atención el aspecto lacónico, "limado"; de su obra, sobre todo la obra anterior a Catedral ¿Este estilo fue algo que se fue desarrollando, o fue suyo desde el principio?
R.C. -Siempre, desde el principio, me fascinó el proceso de corregir tanto como el de la primera factura. Siempre me ha encantado coger frases y jugar con ellas, reducirlas, "limarlas" hasta el punto en que las encuentro sólidas. Esto puede deberse a que fui alumno de John Gardner, porque me dijo algo que encontró respuesta inmediata en mí: Si puedes decirlo en quince palabras en vez de veinte o treinta, dilo en quince. Esto me afectó con la fuerza de una revelación. Y es que yo andaba buscando mi propia vía, a tientas, y me encontré con alguien que me decía algo que estaba en consonancia con lo que yo quería hacer de antemano. Era lo más natural del mundo para mí, el volver a las páginas que escribía y refinarlas y eliminar la "paja". Estos últimos días he estado leyendo las cartas de Flaubert y dice cosas que me parecen relevantes a mi propia estética. En cierto momento, mientras Flaubert escribía Madame Bovary, dejaba de trabajar a medianoche o a la una, y le escribía cartas a su amante, Louise Colet, sobre la construcción del libro y su concepción general de la estética. Un extracto de lo que le escribió y que me llamó la atención poderosamente es el que dice: "El artista en su trabajo debe ser como Dios en su creación -invisible y todopoderoso -; debe sentírsele en todos los sitios, pero no debe ser visto". Me gusto sobre todo la última parte de esto. Hay otro comentario interesante que Flaubert escribe a los editores de la revista que publicó su libro por entregas. Estaban preparándose para sacar Madame Bovary e iban a suprimir muchas secciones del texto porque tenían miedo de que el gobierno les cerrase si lo publicaban tal como lo había escrito Flaubert; y Flaubert les dice que si suprimen algo no les da permiso para publicarlo, pero que seguirán siendo amigos. La última frase de la carta dice: "Sé distinguir entre literatura y negocio literario"; otra percepción que encuentra respuesta en mí.Incluso en estas cartas, su prosa es asombrosa: "La prosa debe mantenerse en pie de un extremo a otro, como una pared cuya ornamentación continúa hasta la misma base." "La semana pasada me pasé cinco días escribiendo una página." Una de las cosas interesantes del libro de Flaubert es la forma en que muestra hasta qué punto intentaba conscientemente hacer algo muy especial y diferente con la prosa. Intentaba conscientemente hacer de la prosa un arte. Si miras lo que se publicaba en Europa en 1855, cuando apareció Madame Bovary, te das cuenta del avance que el libro representa.
L.M. - Además de John Gardner, ¿hubo otros autores que afectaran su sensibilidad narrativa en la primera parte de su carrera? Hemingway se le ocurre a uno inmediatamente.
R.C. - Desde luego Hemingway influyó en mí. No le leí hasta que fui a la universidad, y además no acerté con el libro (leí Al otro lado del río y entre los árboles) y no me gustó mucho. Pero poco después leí In our Time en clase y me pareció maravilloso. Recuerdo que pensé: "Aquí está. Esto es; si sabes escribir prosa así, has hecho algo: "
L.M. - En sus ensayos ha escrito en contra de los trucos o artilugios literarios, y sin embargo yo diría que sus propias obras son realmente experimentales como lo era la narrativa de Hemingway. ¿Qué diferencia hay entre el experimentalismo literario que a Ud. le parece legítimo y el que no lo es?
R.C.- Estoy en contra de los trucos que atraen la atención hacia sí mismos, que intentan ser ingeniosos o simplemente abstrusos. El escritor no debe perder a vista el argumento. No me interesan las obras que son todas textura y nada de carne y hueso. Supongo que soy lo suficientemente anticuado para sentir que el lector debe sentirse afectado al nivel humano. Y que todavía hay, o debe hacer, una unión entre escritor y lector. La literatura, o cualquier forma de labor artística, no es sólo expresión, es comunicación. Cuando a un escritor deja de interesarle realmente comunicar algo y sólo tiene como objetivo expresar algo, y ni siquiera muy bien, pues puede expresarse saliendo a la esquina y dando voces. Un relato o un poema o una novela tiene que dar unas cuantas bofetadas emocionales. Se puede juzgar la obra por la fuerza que tengan estas bofetadas y cuántas dé. Si se trata sólo de un montón de viajes mentales o juegos, no me interesa. Las obras así son pura paja: las llevará el viento a la primera ocasión.
S.G. - Uno de los aspectos no tradicionales de su propia ficción es que sus relatos no suelen tener la forma del relato contado a la manera clásica: la estructura de presentación / nudo / desarrollo / desenlace de tanta narrativa. En su lugar encontramos frecuentemente una cualidad estática o ambigua, abierta, en sus relatos. Deduzco que le parece que las experiencias que Ud. describe no encajan en una narración según el esquema corriente.
R.C. - Sería poco apropiado, y hasta cierto punto imposible, resolver las cosas bien para las personas y las situaciones sobre las que escribo. Probablemente es típico de los escritores admirar a otros escritores que son opuestos a ellos en intenciones y efecto, y admito que admiro mucho los relatos que se desarrollan en la forma clásica, con nudo, solución y desenlace. Pero aunque respeto estos relatos, e incluso me dan un poco de envidia a veces, no puedo escribirlos. La tarea del escritor, o de la escritora, si es que la tienen, no es la de ofrecer conclusiones ni respuestas. Si el relato se contesta a sí mismo, a sus problemas y conflictos, y satisface sus propias necesidades, entonces basta. Por otro lado, yo quiero asegurarme de que mis lectores no se sienten engañados, de cualquier forma que sea, cuando terminan mis relatos. Es importante que los escritores ofrezcan lo suficiente para satisfacer al lector, aunque no ofrezcan respuestas únicas o soluciones claras.
L.M. - Otra característica distintiva de su trabajo es que suele presentar personajes que la mayor parte de los escritores no tratan; es decir, gente que no tiene capacidad de expresión, que no pueden exponer su caso, que con frecuencia no parecen captar lo que les está pasando.
R.C. - No creo que esto sea especialmente "distintivo" o no-tradicional, porque me encuentro muy a gusto con estas personas mientras trabajo. He conocido a gente así toda mi vida. Esencialmente, yo soy una de esas personas confusas, perplejas, provengo de personas así, y con esa gente he trabajado y me he ganado el pan muchos años. Por eso nunca he tenido el menor interés en escribir un relato o un poema que trate de la vida académica, que hable de profesores, alumnos, etcétera. No me interesa lo suficiente. Las cosas que han dejado una huella indeleble en mí son cosas que vi en las vidas de los que me rodeaban y de las que fui testigo, y en la vida que yo mismo viví. Estas eran vidas en que la gente tenía realmente miedo cuando alguien llamaba a la puerta, de día o de noche, o cuando sonaba el teléfono; no sabían cómo iban a pagar la renta o qué harían si se les estropeaba el frigorífico. Anatoley Broyard trata de criticar mi relato "Preservation" diciendo: "Y si se les estropea el frigorífico -¿por qué no llaman para que se lo arreglen?". Esa clase de comentario es una tontería. Llamas al técnico para que arregle el frigorífico y cuesta sesenta pavos arreglarlo; y sabe Dios cuánto si el aparato está totalmente estropeado. Puede que Broyard no se dé cuenta, pero alguna gente no puede permitirse llamar al técnico si les va a costar sesenta pavos, igual que no van al médico si no tienen seguro, y los dientes se les pudren porque no tienen dinero para ir al dentista cuando debieran. Esa situación a mí no me parece poco real ni rebuscada. Tampoco parece que, al centrarme en este tipo de gente, haya estado haciendo nada muy distinto de lo que han hecho otros escritores. Chéjov les escribía sobre una "población sumergida" hace cien años. Los escritores de relatos siempre han hecho esto. No todos los relatos de Chéjov tratan de personas que viven en la miseria, pero un número bastante significativo se centra en esa población sumergida de la que hablo. Escribió sobre médicos y hombres de negocios y profesores a veces, pero también le dio voz a gente que no tiene esa capacidad de expresión. Encontró formas de que esa gente expusiera su punto de vista también. Así que cuando yo hablo de personas que no tienen facilidad de palabra, y que están desconcertadas y asustadas, no hago nada radicalmente distinto.
S.G. - La gente suele destacar los aspectos realistas de su obra, pero yo encuentro que su ficción tiene un aire que no es básicamente realista. Es como si algo estuviera ocurriendo fuera de las páginas, una sensación vaga de irracionalidad, casi como la ficción de Kafka.
R.C. - Seguramente mi narrativa está en la tradición realista (comparada con otros extremos), pero contar las cosas sólo como son me aburre. Me aburre muchísimo. Nadie podría leer páginas y páginas de descripción de cómo habla la gente realmente, de lo que realmente pasa en sus vidas. Se dormirían. Si examinas mis relatos con cuidado, no creo que encuentres gente que hable como lo hacen en la vida normal. Siempre se ha dicho que Hemingway tenía muy buen oído para el diálogo, y lo tenía. Pero nadie habla en la vida como lo hacen en la ficción de Hemingway. Al no ser después de leer a Hemingway.
L.M. - En "Fires"; dice que en su caso no es verdad, como lo es en Flannery O' Connor o Gabriel García Márquez, que la mayor parte de lo que entra en su narrativa ya le había sucedido a Ud. antes a llegar a los veinte años. Y luego continúa diciendo: "La mayor parte de lo que ahora me parece "materia" de relato se me presentó después de tener veinte años. No recuerdo mucho de mi vida antes de ser padre. Siento que no sucedió nada en mi vida hasta que tenía veinte años y me casé y tuve niños." ¿Mantendría hoy esta afirmación? Lo digo porque a los dos nos sorprendió, después de leer el texto sobre su padre en Esquire, hasta qué punto su descripción de su infancia y su relación con su padre parecían relevantes con respecto al mundo de su ficción en más de un aspecto.
R.C. - Esa afirmación desde luego me parecía cierta cuando la escribí. Sencillamente no me daba la impresión de que me hubiese sucedido hasta que me convertí en padre, al menos cosas que pudiera (o quisiera) transformar en mis cuentos. Pero también me estaba formando una perspectiva sobre varios aspectos de mi vida cuando escribí "Fires", y cuando escribí el texto sobre mi padre en Esquire tenía una perspectiva aún mayor de las cosas. Pero entiendo lo que Ud. me dice. Había tocado algo muy cercano en relación con mi padre cuando escribí ese ensayo, que escribí muy rápidamente y que parecía salirme sin esfuerzo, muy directamente. Aún así me parece que ese texto sobre mi padre es una excepción. En ese caso pude volver y tocar una "fuente" de los primeros años de mi vida, pero esa vida existe pares mí como vista a través de una cortina de lluvia.
S.G. - Quiénes son los autores contemporáneos que más admira o con quiénes se siente más identificado?
R.C. - Hay muchos. Acabo de terminar la selección de relatos de Edna O'Brien a Fanatic Heart. Es maravillosa. Y Tobias Wolff, Bobbie Ann Mason, Ann Beattie, Joy Wilüams, Richard Ford, Ellen Gilchrist, Bill Kittredge, Alice Munro, Frederick Barthelme. Los relatos de Barry Hannah, Joyce Carol Oates y John Updike. Y tantos otros. Es una buena época para estar vivo y escribiendo.

Comienzo de Plop, por Rafael Pinedo (Novela publicada en Interzona). Un aporte de Alberto Celesia.

Desde el fondo del pozo sólo se ve un pedazo de cielo a veces gris, a veces negro.
Llueve. Las paredes chorrean y a sus pies se va formando un caldo de barro que le llega hasta las rodillas.
De pronto se escuchan voces. Chicos que pasan corriendo. Gente que tiene sexo.
Si era de día, podía darse cuenta cuando alguien lo miraba, porque la luz cambiaba ligeramente al aparecer una cabeza en el borde.
Algunos escupían. O tiraban cosas. Otros se quedaban ahí, un rato, sólo mirando.
Nada podía hacer. Cuando intentó contestar, tirándo un cascote a uno que lo insultaba, sólo consiguió que la piedra cayera rebotando, casi sobre su cabeza.Además, al rato vinieron muchos, se pararon en ronda rozando el borde, y descargaron sus vejigas sobre él.
Cuando lo dejaba el frío o el hambre intentaba pensar en cómo había llegado hasta ahí.
Una tarde escuchó muchas voces que se acercaban.
Supo que la sentencia iba a ejecutarse.
No vio las cabezas, pero el cambio de la luz le indicó que todos estaban allí, rodeando el pozo.
Cuando vio caer la primera palada de tierra empezaron a sucederse imágenes, con la historia reciente, con el principio, con el final.

La larga puesta de largo de Lois Tagget, por J.D. Salinger (1942) (traducción de Javier Marías). Aporte de Luciana Caminos

Lois Tagget se diplomó en el Colegio de Miss Hascomb, quedando vigésimo sexta de una clase de cincuenta y ocho, y al otoño siguiente sus padres juzgaron que le había llegado la hora de ser presentada, de entrar a la carga, en lo que ellos llamaban Sociedad. Así que le montaron una fiesta de lo más suntuosa en el hotel Pierre, y excepto por unos cuantos resfriados terribles y excusas del tipo Fred-no-se-ha-encontrado-bien-últimamente, asistió la mayoría del gremio preferido. Lois lucía un vestido blanco, un ramillete de orquídeas prendido y una sonrisa bastante encantadora y torpe. Entre los invitados, los caballeros de edad decían: “Es una Tagget, no cabe duda. “ las damas jóvenes decían: “Eh, Mira a Lois. No está mal. ¿Qué se ha hecho en el pelo?”. Y los caballeros jóvenes decían: “¿Dónde están las bebidas alcohólicas?”.
Aquel invierno Lois hizo lo posible por azotar Manhattan con su falda junto a los jóvenes más fotogénicos de cuantos bebían whisky-con-soda en la sección del Stork Club que juraba por Dios-y-por-Walter Winchell. Se defendió bastante bien. Tenía buen tipo, vestía caro y con buen gusto y se la consideraba inteligente. Aquella fue la primera temporada en la que inteligente era lo que había que ser.
En la primavera, su tío Roger accedió a darle un empleo de recepcionista en una de sus oficinas. Era el primer gran año en el que las debutantes debían Hacer Algo. Sally Walker estaba cantando en el Aberti´s Club por las noches; Phyll Mercer estaba diseñando ropa o algo por el estilo; Allie Tumbleston estaba haciendo aquella prueba cinematográfica. Así que Lois cogió el empleo de recepcionista en la oficina del tío Roger del centro de la ciudad. Llevaba trabajando once días justos, con tres tardes libres, cuando de pronto se enteró de que Ellie Pods, Vera Gallishaw y Cookie Benson iban a irse a Río en crucero. La noticia le llegó a Lois un jueves por la noche. Todo el mundo decía que Río era la mar de divertido. Lois no fue al trabajo a la mañana siguiente. En vez de ello decidió, mientras se pintaba de rojo las uñas de los pies sentada en el suelo, que la mayoría de los hombres que aparecían por la oficina del tío Roger del centro de la ciudad era una panda de memos.
Lois zarpó con las chicas, regresando a Manhattan a principios del otoño, aún soltera, con tres kilos más de peso y sin dirigirle la palabra a Ellie Podds. El resto del año Lois siguió unos cursos en Columbia, tres de los cuales se titulaban Pintores Holandeses y Flamencos, Técnica de la Novela Moderna y Español Cotidiano.

Con la vuelta de la primavera y del aire acondicionado al Stork Club, Lois se enamoró. El era un agente de prensa muy alto llamado Bill Tedderton, con una voz grave y obscena. Desde luego, no era para llevárselo a casa con Mr. Y Mrs. Tagget, pero Lois se figuró que, desde luego, sí era para llevárselo a casa. Estaba muy colada, y Bill, que había dado muchas vueltas desde que saliera de Kansas City, se entrenó a mirar a los ojos de Lois con suficiente profundidad para ver la puerta de la cámara acorazada familiar.
Lois se convirtió en Mrs. Tedderton, y los Tagget no hicieron gran cosa al respecto. Ya no se llevaba armar un escándalo si la hija de uno prefería al repartidor del hielo antes que a aquel chico Astorbilt tan agradable. Todo el mundo sabía, por supuesto, que los agentes de prensa eran repartidores de hielo. La misma cosa.
Lois y Bill cogieron un piso en Sutton Place. Era un alquiler de tres habitaciones y cocina pequeña, y los armarios eran lo bastante grandes para dar cabida a los vestidos de Lois y a los trajes de anchas espaldas de Bill.
Cuando sus amigas le preguntaban si era feliz, Lois respondía: “Locamente.” Pero no estaba completamente segura de si era locamente feliz. Bill tenía la más espléndida percha de corbatas que pudiera imaginarse: llevaba unas camisas de popelín tan lujosas; era tan maravilloso, tan dominante, cuando hablaba con la gente por teléfono; tenía un modo tan fascinante de colgar sus pantalones. Y era tan dulce en… bueno, ya saben… en todo. Pero…
Luego, de pronto, Lois tuvo la certeza de ser Locamente Feliz, porque un día, poco después de casarse, Bill se enamoró de Lois. Al levantarse para ir al trabajo una mañana echó un vistazo a la otra cama y vio a Lois como nunca la había visto antes. Tenía la cara aplastada contra la almohada, hinchada, deformada por el sueño, los labios secos. En su vida tuvo peor aspecto… y en aquel instante Bill se enamoró de ella. Estaba habituado a mujeres que no le dejaban mirarles bien la cara por la mañana. Miró fijamente a Lois durante un largo momento, pensó en el aspecto que tenía mientras bajaba en el ascensor; luego en el metro, se acordó de una de las preguntas disparatadas que Lois le había hecho la otra noche. Bill no pudo evitar soltar en el metro una sonora carcajada.
Cuando aquella noche llegó a casa, Lois estaba sentada en el sillón Morris. Tenía los pies, calzados con unas babuchas rojas, escondidos debajo de ella. Simplemente estaba allí sentada limpiándose las uñas y escuchando rumbas de Sancho en la radio. Nunca en su vida fue Bill tan feliz como al verla. Tenía ganas de saltar. Tenía ganas de rechinar los dientes y luego soltar una enloquecida, aguda nota de entusiasmo. Pero no se atrevió. No le habría resultado fácil explicarlo. No podía decirle a Lois: “Lois, por primera vez te amo. Pensaba que no eras más que una pelma simpática. Me casé contigo por tu dinero, pero ahora eso me trae sin cuidado. Tú eres mi amor. Mi novia. Mi mujer. Mi niña. Oh, dios, qué feliz soy.” No podía decirle eso, por supuesto: así que se limitó a acercarse a donde ella estaba sentada, muy como quien no quiere la cosa. Se inclinó, la besó, tiró suavemente de ella para ponerla de pie. Lois dijo: “¡Eh! ¿Qué pasa?” Y Bill la hizo bailar la rumba con él por toda la habitación.
Durante los quince días siguientes al descubrimiento de Bill, Lois no podía ni estar ante el mostrador de guantes de Saks’ sin silbar entre dientes Begin the Beguine. Empezaron a caerle bien todas sus amigas. Tenía una sonrisa para los revisores de los autobuses de la Quinta Avenida: sentía mucho no llevar nada suelto cuando les alargaba billetes de dólar. Daba paseos hasta el zoo. Hablaba por teléfono con su madre a diario. La madre se convirtió en una Persona Estupenda. El padre, advirtió Lois, trabajaba demasiado. Los dos debían tomarse unas vacaciones. O al menos venir a cenar el viernes por la noche, y nada de discusiones, venga.

Dieciséis días después de que Bill se enamorara de Lois, ocurrió algo terrible. Aquella decimosexta noche, ya tarde, Bill estaba sentado en el sillón Morris, y Lois estaba sentada sobre su regazo, la cabeza apoyada en su hombro. De la radio salía en cascada el suave trompeteo de la orquesta de Chick West. Chick en persona, con sordina en la trompeta, se estaba encargando del estribillo de ese viejo y fabuloso tema, Smoke Gets in Your Eyes.
-Oh, cariño- susurró Lois.
-Amor- respondió Bill suavemente.
Salieron de un apasionado abrazo. Lois volvió a poner la cabeza sobre el gran hombro de Bill. Bill cogió su cigarrillo del cenicero. Pero en vez de darle una calada, lo sostuvo entre los dedos, como si fuera un lápiz, e hizo con él pequeños círculos en el aire justo encima del dorso de la mano de Lois.
-Mejor no- dijo Lois, con fingida alarma-. Que te quemas, que te quemas.
-Pero Bill, como si no hubiera oido, deliberadamente, y sin embargo casi distraídamente, hizo lo que tenía que hacer. Lois dio un grito espantoso, se levantó de un brinco y salió como una loca de la habitación.
Bill aporreó la puerta del cuarto de baño. Lois había echado el pestillo.
-Lois. Lois, amor. Cariño. Te lo juro por Dios. No sabía lo que hacía. Lois. Cariño. Abre la puerta.
En el cuarto de baño Lois estaba sentada en el borde de la bañera y miraba fijamente el cesto de la ropa sucia. Con la mano derecha se apretaba la otra, la lastimada, como si la presión pudiera parar el dolor o deshacer lo que había sido hecho.
Al otro lado de la puerta, Bill seguía hablándole con la boca seca.
-Lois, Lois, por Dios. Te digo que no sabía lo que hacía. Lois, por amor de Dios, abre la puerta. Por favor, por amor de Dios.
Por fin, Lois salió y se echó en brazos de Bill.
Pero una semana más tarde volvió a ocurrir lo mismo. Sólo que no con un cigarrillo. Un domingo por la mañana Bill estaba enseñándole a Lois a manejar un palo de golf. Lois quería aprender a jugar, porque todo el mundo decía que Bill era un hacha. Estaban los dos en pijama y descalzos. Lo estaban pasando en grande. Risitas, besos, carcajadas, y por dos veces tuvieron que sentarse los dos, de tanto que se reían.
Entonces Bill, de pronto, abatió la punta de la cabeza de su palo del 2 sobre el pie descalzo de Lois. Por fortuna, su palanca fue defectuosa, porque pegó con todas sus fuerzas.
Aquello sí lo logró, desde luego. Lois volvió a su antiguo cuarto en el piso de su familia. Lois pudo volver a caminar, su padre le dio al instante un cheque de mil dólares. “Cómprate algunos vestidos”, le dijo. “Anda.” Así que Lois se fue a Saks’ y a Bonwit Taller’s y se gastó los mil dólares. Ahora tenía mucha ropa que ponerse.


Aquel invierno no nevó mucho sobre Nueva York, y Central Park no tuvo nunca el aspecto debido. Pero hacía un tiempo muy frío. Una mañana, al mirar por su ventana que daba a la Quinta, Lois vio a alguien que paseaba un terrier con pelo de alambre. Pensó: “Quiero un perro”. Así que aquella tarde se fue a una pajarería y se compró un terrier escocés de tres meses. Le puso un collar rojo vivo y una correa, y se llevó en taxi a casa al gimoteante animal.
-¿Verdad que es un amor?- le preguntó a Fred, el portero.
Fred acarició el perro y dijo que, desde luego, era una cosita monísima.
-Gus- dijo Lois encantada-, saluda a Fred. Fred, saluda a Gus.
Arrastró al perro hasta el ascensor.
-Adentro, Gussie- dijo Lois-. Adentro, vamos, ricura. Sí. Eres una ricura. Eso es lo que eres tú. Una ricura.
Gus se quedó temblando en medio del ascensor y mojó el suelo.
Lois lo regaló unos días más tarde. Después de que Gus se negara firmemente a adoptar las costumbres de la casa. Lois empezó a estar de acuerdo con sus padres en que era cruel tener a un perro en la ciudad.
La noche que regaló a Gus, Lois les dijo a sus padres que era una bobada esperar hasta la primavera para ir a Reno. Era mejor acabar de una vez. Así que a primeros de enero Lois voló al este. Se alojó en un rancho para turistas justo en las afueras de Reno y conoció a Betty Walker, de Chicago, y a Sylvia Haggerty, de Rochester. Betty Walker, cuya sagacidad era tan penetrante como un cuchillo de goma, le contó a Lois una o dos cosas acerca de los hombres. Sylvia Haggerty era una morenita regordeta y callada, y nunca decía gran cosa, pero era capaz de beberse más whiskys-con-soda que ninguna otra chica que Lois hubiera conocido nunca. Cuando las tres obtuvieron sus divorcios, Betty Walker dio una fiesta en el Barclay de Reno. Los chicos del rancho fueron invitados, y Red el guapo, realizó un gran despliegue con Lois, pero en buen plan.planan. “¡No te me acerques!”, le gritó de repente Lois a Red. Todo el mundo dijo que Lois era una borde. No sabían que les tenía miedo a los hombres guapos y altos.
Volvió a ver a Bill, por supuesto. Unos dos meses después de que regresara de Reno, Bill se acercó a su mesa en el Stork Club.
-Hola, Lois.
-Hola, Bill. Preferiría que no te sentaras.
-He estado yendo a ver al psicoanalista ese. Dice que se me pasará.
-Me alegra saberlo, Bill, estoy esperando a gente. Vete, por favor.
-¿Querrás almorzar conmigo algún día?- preguntó Bill.
-Bill, acaban de llegar. Vete, por favor.
Bill se levantó.
-¿Te puedo llamar?- preguntó.
-No.
Bill se fue, y Middie Weaver y Liz Watson se sentaron. Lois pidió un whisky-con-soda, se lo bebió y luego otros cuatro iguales. Cuando salió del Stork Club se sentía bastante borracha. Caminó y caminó. Por fin, se sentó en un banco delante de la jaula de las cebras del zoo. Se quedó allí sentada hasta que estuvo sobria y las rodillas hubieron dejado de temblarle. Luego se fue a casa.
Casa era un lugar con padres, comentaristas de noticias en la radio y doncellas almidonadas que se te acercaban siempre por la izquierda para ponerte delante un vasito enfriado de jugo de tomate.
Después de la cena, al volver Lois del teléfono, Mrs. Tagget levantó la vista de su libro y preguntó:
-¿Quién era? ¿Carl Curfman?
-Sí- dijo Lois sentándose-. Vaya memo.
-No es un memo- la contradijo Mrs. Tagget.
Carl Curfman era un joven bajo y de tobillos gruesos que siempre llevaba calcetines blancos porque los calcetines de color le irritaban los pies. Estaba lleno de información. Si pensabas ir en coche al partido del sábado, Carl te preguntaba por qué ruta pensabas ir. Si decías: “No lo sé. Supongo que por la Ruta 26.”, Carl te aconsejaba vivamente que en lugar de aquella tomaras la Ruta 7, y sacaba una libreta y un lápiz y te hacía un gráfico de la cosa entera. Le agradecías profusamente la molestia, y él hacía una especie de gesto de asentimiento rápido con la cabeza y te recordaba que por nada del mundo torcieras en la autopista de Cleveland, pese a las señales de carretera. Carl te daba siempre un poco de lástima cuando guardaba su libreta y su lápiz.


Varios meses después de que Lois hubiera vuelto de Reno, Carl le pidió que se casara con él. Se lo planteó con una negativa. Acababan de salir de un baile de ca­ridad en el Waldorf. La batería del sedán de Carl se había descargado, y él había empezado a ponerse todo ner­vioso, pero Lois dijo:
-Tómatelo con calma, Carl. Primero vamos a fumar­nos un cigarrillo.
Se quedaron en el coche fumando cigarrillos, y fue entonces cuando Carl se lo planteó a Lois con una negativa.
- Tú no querrías casarte conmigo, ¿ verdad. Lois?
Lois lo había estado mirando fumar. Carl no se tra­gaba el humo.
-Caramba. Carl. Eres un encanto, por pedírmelo. Lois llevaba mucho tiempo sintiendo venir la pre­gunta; pero nunca había llegado a planear una respuesta.
-Haría lo que fuera para hacerte feliz, Lois. Quiero decir que haría lo que fuera.
Cambió de postura en el asiento, y Lois pudo ver sus calcetines blancos.
-Eres un verdadero encanto por pedírmelo, Carl -dijo Lois-. Pero es que todavía no quiero pensar en el matrimonio durante una temporada.
-Claro -dijo Carl rápidamente.
-Eh -dijo Lois-, hay un garage en la esquina de 50 con Tercera. Bajo andando contigo.
Un día, a la semana siguiente, Lois almorzó en el Stork con Middie Weaver. Middie Weaver desempeñaba en la conversación la función de asentidora y quita-ce­niza-del-cigarrillo. Lois le dijo a Middie que al principio había pensado que Carl era un memo. Bueno, no un memo exactamente, pero, bueno, Middie ya sabia lo que Lois quería decir. Middie asintió y quitó la ceniza de su cigarrillo. Pero no era un memo. Era sensible y tímido. y tremendamente dulce. Y tremendamente inteligente. ¿Sabia Middie que Carl llevaba realmente Curfman e Hi­jos? Sí. Realmente lo llevaba él. Y además era un baila­rín maravilloso. Y realmente tenía un pelo muy bonito. De hecho lo tenía rizado cuando no se lo planchaba. Realmente era un pelo precioso. Y no era realmente gordo. Era sólido. Y era tremendamente dulce.
Middie Weaver dijo:
-Bueno. a mí Carl siempre me cayó bien. Me parece una persona estupenda.
Lois pensó en Middie Weaver durante el trayecto de vuelta a casa en el taxi. Middie era fabulosa. Middie era realmente una persona fabulosa. Tan inteligente. Había tan poca gente inteligente, realmente inteligente. Middie era perfecta. Lois esperaba que Bob Walker se casara con Middie. Ella era demasiado buena para él. El muy rata.


Lois y Carl se casaron en primavera, y menos de un mes después de casarse, Carl dejó de llevar calcetines blancos. También dejó de llevar cuello de pajarita con el smoking. Y dejó de dar indicaciones a la gente para llegar a Manasquan evitando la ruta de la costa. Si la gente quiere tomar la ruta de la costa, déjales que la tomen, le dijo Lois a Carl. También le dijo que no le prestara más dinero a Bud Masterson. Y cuando Carl baila­ba. quería hacer el favor de dar pasos más largos. Si Carl se fijaba, sólo los hombres bajos y gordos trotaban por la pista. Y si Carl seguía poniéndose aquella sustancia grasienta en el pelo, Lois enloquecería.
No llevaban casados tres meses cuando Lois empezó a ir al cine a las once de la mañana. Se sentaba arriba en los palcos y empalmaba un cigarrillo detrás de otro. Era mejor que quedarse sentada en el maldito piso. Era mejor que ir a ver a su madre. En la actualidad su ma­dre poseía un vocabulario de cuatro palabras consisten­te en: “Querida. estás demasiada delgada.” Ir al cine era también mejor que ver a las chicas. Tal como estaban las cosas, Lois no podía ir a ninguna parte sin tropezar­se con una de ellas. Eran todas tan bobas.
Así que Lois empezó a ir al cine a las once de la mañana. Se veía el programa entero y luego iba al lavabo de señoras y se peinaba y se retocaba el maquillaje. Entonces se miraba al espejo y se preguntaba: “Bueno. ¿qué diablos debería hacer yo ahora?”.
A veces Lois se metía en otro cine. A veces se iba de compras, pero en la actualidad rara vez veía nada que le apeteciera comprar . A veces quedaba con Cookie Ben­son. Si Lois se ponía a pensarlo, Cookie era la única de sus amigas que era inteligente, realmente inteligente. Cookie era fabulosa. Un sentido del humor fabuloso. Lois y Cookie podían pasarse horas sentadas en el Stork Club, contándose chistes verdes y criticando a las ami­gas.
Cookie era perfecta. Lois se preguntaba por qué nun­ca antes le había caído bien Cookie. Una persona estu­penda e inteligente como Cookie.


Carl se quejaba frecuentemente ante Lois de sus pies. Una noche que se habían quedado en casa, Carl se quitó los zapatos y los calcetines negros, y se examinó cuidadosamente los pies descalzos. Descubrió a Lois mi­rándole de hito en hito.
-Me pican -le dijo riéndose a Lois-. Es que no puedo llevar calcetines de color .
-Son imaginaciones tuyas -le dijo Lois.
-A mi padre le pasaba lo mismo -dijo Carl-. Di­cen los médicos que es un tipo de eccema.
Lois trató de que su voz sonara desenfadada.
-Por el acaloramiento con que te lo tomas, creería uno que tenías lepra.
Carl se rió.
-No -dijo. todavía riendo-, me cuesta creer que sea lepra.
Cogió su cigarrillo del cenicero.
-Dios santo -dijo Lois, forzando una risita-. ¿Por qué no te tragas el humo al fumar? ¿Qué placer puedes sacarle a fumar si no te tragas el humo?
Carl volvió a reír y examinó la punta de su cigarrillo, como si la punta de su cigarrillo pudiera tener algo que ver con que él no se tragara el humo.
-No lo sé -dijo riendo-. Nunca me lo tragué.

Cuando Lois se enteró de que iba a tener un niño, dejó de ir tanto al cine. Empezó a quedar mucho a almorzar con su madre en Schrafft's. donde comían ensaladas y hablaban de ropa premamá. Los hombres se le­vantaban en los autobuses para cederle el asiento a Lois. Los ascensoristas le hablaban con un nuevo y sereno respeto en sus voces neutras. Con curiosidad, Lois empezó a fisgar bajo las capotas de los cochecitos de niños.
Carl dormía siempre profundamente. y nunca oía a Lois llorar durante su sueño.
Cuando nació el niño, en términos generales se habló de él como de un amor. Era un niñito gordo con orejas diminutas y pelo rubio, y baboseaba dulcemente para todos aquellos a los que les gustaba que los bebés babosearan dulcemente. Lois lo adoraba. Carl lo adoraba. Las familias políticas lo adoraban. Era, en suma, un producto de lo más logrado. Y a medida que pasaban las semanas, Lois descubría que no podía besar a Thomas Tagget Curfman ni la mitad de lo que quería. Que no podía acariciarle lo bastante el culito. Que no podía hablar­le lo bastante.
-Si. Alguien va a darse un bañito. Bertha, el agua está demasiado caliente. Me da igual, Bertha. Está demasiado caliente.
Por fin una vez Carl llegó a casa a tiempo de ver a Tommy darse su bañito. Lois sacó la mano de la bañera facultativa y señaló a Carl con el dedo mojado.
-Tommy . ¿Quién es ése? ¿Quién es ese hombre grande? Tommy. ¿quién es ése?
-No me conoce -dijo Carl. pero con esperanza.
-Ese es tu papá. Ese es tu papá, Tommy.
-No me conoce ni por asomo -dijo Carl.
-Tommy . Tommy. mira donde señala mamá. Mira a papá. Mira al hombre grande. Mira a papá.

Aquel otoño su padre le regaló a Lois un abrigo de visón, y si hubieran vivido ustedes cerca de la esquina de 74 con Quinta, muchos jueves podrían haber visto a Lois con su abrigo de visón, empujando un gran cochecito negro a través de la Avenida en dirección al parque. Entonces, por fin lo logró. Y cuando lo hizo, todo el mundo pareció estar al tanto. Los carniceros empezaron a darle a Lois las mejores piezas de carne. Los taxistas empezaron a hablarle de las toses de sus críos. Bertha, la doncella, empezó a limpiar con un paño mojado en vez de con un plumero. La pobre Cookie Benson, en me­dio de sus trompas lloronas, empezó a llamar por teléfono a Lois desde el Stork Club. Las mujeres, en gene­ral, empezaron a fijarse más en la cara de Lois que en su ropa. Los hombres de los palcos de los teatros, al mi­rar hacia abajo a las mujeres del auditorio, empezaron a reparar en Lois, si no por otra cosa que porque les gus­taba su manera de ponerse las gafas.
Ocurrió unos seis meses después de que el joven Thomas Tagget Curfman se diera una vuelta rara mien­tras dormía y una peluda manta de lana extinguiera su pequeña vida.

Una noche, el hombre que Lois no amaba estaba sen­tado en su sillón, mirando fijamente un dibujo de la al­fombra. Lois acababa de entrar procedente de] dormito­rio, donde se había pasado casi media hora mirando por la ventana. Se sentó en el sillón enfrente de Carl. Nunca en su vida había tenido un aspecto más estúpido y zafio. Pero había una cosa que Lois tenia que decirle. Y de pronto fue dicha.
-Ponte tus calcetines blancos. Anda -dijo Lois con calma-. Póntelos, querido.

De Lord Byron a su perro; un aporte de Alejandra Lategui

Lord Byron escribió para la tumba de su perro ‘Botswain' este epitafio:

“Aquí reposan los restos de un ser que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes de un hombre, sin sus vicios”.

15 de marzo de 2008

Comienzo de "Insomnio" de Marcelo Cohen (Muchnik, 1986). Un aporte de Alberto Celesia

Había estado soñando con estepas en llamas, con asechanzas, con un centinela que reclamaba salvoconductos para abrir el paso a un acantilado cóncavo donde el embate de las olas transformaba el incendio en humo líquido. Cuando abrió los ojos, sin embargo, sólo volvió a encontrar el óxido de las torres de petróleo contra el cielo aterido de la Patagonia. Le hubiera gustado saber si al final le habían permitido conocer el rumor de la espuma, pero en los últimos tiempos siempre salía de los sueños por los poros y dejaba la puerta cerrada. No había lugar a apelaciones, mucho menos cuando se dormía en un escorzo escabroso y el frío, los calambres, la alarma del trabajo postergado lo obligaban a demorarse en la orilla de lo material. Como desde una gabarra sin ancla contempló la mole negra y lustrosa del hotel Lobería, las veintidós hileras de persianas, muchas de ellas atascadas, y el resplandor que las falsas vigas de bronce desviaban hasta las ventanas rotas del banco Sinardi. El edificio del hotel era una impostura funcional; tal vez por eso en la penumbra rosada del anochecer, bajo un velo de óxidos y de hollín, se fue dilatando hasta convertir las aristas en febles arcos de barro. Ezequiel, como si el día estuviese desvaneciéndose con discreción, dejando tarjeta de visita, hizo un esfuerzo por recordar que edad tenía. El edificio recobró la rigidez. Él pensó que si aún podía detener la disolución de ese inmenso prisma no estaba obligado a embarcarse en balances. Doce años antes, quince o veinte a lo mejor, había sido una suerte de notario prometedor, también bibliotecario, amante compulsivo del existencialismo. Ahora era uno de los dos afiebrados que la gente perseguía para que escribieran todo lo que en la ciudad merecía papel: peticiones a consulados, demandas a vecinos, discursos de despedida, convocatorias parroquiales, recetas, folletos. Hasta cartas de amor de prostáticos vergonzosos, había escrito. Y para hacer tanto tiempo que vegetaba en Krámer, le parecía que en realidad había manejado su destino con apreciable elegancia. Ni abulia, ni urgencias, ni memoria fastidiosa ni miedo a los sustos. Todo se soluciona con una sacudida rápida, como cuando un perro sale del agua bajo una luna de cal. En todo caso las mismas ganas de irse, mitigadas a veces, por sorpresa, por el odio a los camanduleos que lo obligaban a esperar. Casi rozándole los párpados, un grupo de sudafricanos pasó trotando en ropa de jogging. Pese a ser rubios y macizos, incluso atrevidos, no habían tenido más remedio que alquilarse como anuncios ambulantes: todos llevaban en el pecho y la espalda fulgurantes estampas de cigarrillos y carteles que decían MAGISTRALES, EL HUMO DEL PRESENTE, uno de los muchos slogans inventados por la codicia de Carmelo Il-debrandi. Circulaban por el crepúsculo, los sudafricanos, con una pesarosa prestancia, y de lejos parecían héroes de fosfato. Todos menos el último, más bajito, que llevaba las zapatillas desatadas y en cualquier momento iba a tropezar.

28 de enero de 2008

"Playa" por Roberto Bolaño. Aporte de Santiago Asorey


Dejé la heroína y volví a mi pueblo y empecé con el tratamiento de metadona que me suministraban en el ambulatorio y poca cosa más tenía que hacer salvo levantarme cada mañana y ver la tele y tratar de dormir por la noche, pero no podía, algo me impedía cerrar los ojos y descansar, y ésa era mi rutina, hasta que un día ya no pude más y me compré un trajebaño negro en una tienda del centro del pueblo y me fui a la playa, con el trajebaño puesto y una toalla y una revista, y puse mi toalla no demasiado cerca del agua y luego me estiré y estuve un rato pensando si darme un baño o no dármelo, se me ocurrían muchas razones para hacerlo, pero también se me ocurrían algunas razones para no hacerlo (los niños que se bañaban en la orilla, por ejemplo), así que al final se me pasó el tiempo y volví a casa, y a la mañana siguiente compré una crema de protección solar y me fui a la playa otra vez, y a eso de las 12 me marché al ambulatorio y me tomé mi dosis de metadona y saludé a algunas caras conocidas, ningún amigo o amiga, sólo caras conocidas de la cola de la metadona que se extrañaron de verme en trajebaño, pero yo como si nada, y luego volví caminando a la playa y esta vez me di el primer chapuzón e intenté nadar, aunque no pude, pero eso ya fue suficiente para mí, y al día siguiente volví a la playa y me volví a untar el cuerpo con protección solar y luego me quedé dormido sobre la arena, y cuando desperté me sentía muy descansado, y no me había quemado la espalda ni nada de nada, y así pasó una semana o tal vez dos semanas, no lo recuerdo, lo único cierto es que cada día yo estaba más moreno y aunque no hablaba con nadie cada día me sentía mejor, o diferente, que no es lo mismo pero que en mi caso se le parecía, y un día apareció en la playa una pareja de viejos, de eso me acuerdo con claridad, se veía que llevaban mucho tiempo juntos, ella era gorda, o rellenita, y debía de andar por los 70 años aproximadamente, y él era flaco, o más que flaco, un esqueleto que caminaba, yo creo que eso fue lo que me llamó la atención, porque por regla general apenas me fijaba en la gente que iba a la playa, pero en éstos me fijé y la causa fue la delgadez del tipo, lo vi y me asusté, coño, es la muerte que viene a por mí, pensé, pero no venía a por mí, sólo era un matrimonio viejo, él de unos 75 y ella de unos 70, o al revés, y ella parecía gozar de buena salud, y él hacía pinta de que iba a palmarla en cualquier momento o de que ése era su último verano, al principio, pasado el primer susto, me costó alejar mi mirada de la cara del viejo, de su calavera apenas recubierta por una delgada capa de piel, pero luego me acostumbré a mirarlos con disimulo, tirado en la arena, bocabajo, con la cara cubierta por los brazos, o desde el paseo, sentado en un banco frente a la playa, mientras fingía que me quitaba la arena del cuerpo, y me acuerdo que la vieja siempre llegaba a la playa con un parasol bajo cuya sombra se metía presurosa, sin bañador, aunque a veces la vi con bañador, pero más usualmente con un vestido de verano, muy amplio, que la hacía parecer menos gorda de lo que era, y bajo el parasol la vieja se pasaba las horas leyendo, llevaba un libro muy grueso, mientras el esqueleto que era su marido se tiraba sobre la arena, vestido únicamente con un trajebaño diminuto, casi un tanga, y absorbía el sol con una voracidad que a mí me traía recuerdos lejanos, de yonquis disfrutando inmóviles, de yonquis concentrados en lo que hacían, en lo único que podían hacer, y entonces a mí me dolía la cabeza y me iba de la playa, comía en el Paseo Marítimo, una tapa de anchoas y una cerveza, y después me ponía a fumar y a mirar la playa a través de los ventanales del bar, y luego volvía y allí seguía el viejo y la vieja, ella debajo de la sombrilla, él expuesto a los rayos del sol, y entonces, de manera irreflexiva, a mí me daban ganas de llorar y me metía en el agua y nadaba, y cuando ya me había alejado bastante de la orilla miraba el sol y me parecía extraño que estuviera allí, esa cosa grande y tan distinta de nosotros, y luego me ponía a nadar hasta la orilla (en dos ocasiones estuve a punto de ahogarme) y cuando llegaba me dejaba caer junto a mi toalla y me quedaba mucho rato respirando con dificultad, pero siempre mirando hacia donde estaban los viejos, y luego tal vez me quedaba dormido tirado en la arena, y cuando me despertaba la playa ya empezaba a desocuparse, pero los viejos seguían allí, ella con su novela bajo la sombrilla y él bocarriba, en la zona sin sombra, con los ojos cerrados y una expresión rara en su calavera, como si sintiera cada segundo que pasaba y lo disfrutara, aunque los rayos del sol fueran débiles, aunque el sol ya estuviera al otro lado de los edificios de la primera línea de mar, al otro lado de las colinas, pero eso a él parecía no importarle, y entonces, en el momento de despertarme yo lo miraba y miraba el sol, y a veces sentía en la espalda un ligero dolor, como si aquella tarde me hubiera quemado más de la cuenta, y luego los miraba a ellos y luego me levantaba, me ponía la toalla como capa y me iba a sentar en uno de los bancos del Paseo Marítimo, en donde fingía quitarme la arena que no tenía de las piernas, y desde allí, desde esa altura, la visión de la pareja era distinta, me decía a mí mismo que tal vez él no estuviera a punto de morir, me decía a mí mismo que el tiempo tal vez no existía tal como yo creía que existía, reflexionaba sobre el tiempo mientras la lejanía del sol alargaba las sombras de los edificios, y luego me iba a casa y me daba una ducha y miraba mi espalda roja, una espalda que no parecía mía sino de otro tipo, un tipo al que aún tardaría muchos años en conocer, y luego encendía la tele y veía programas que no entendía en absoluto, hasta que me quedaba dormido en el sillón, y al día siguiente vuelta a lo mismo, la playa, el ambulatorio, otra vez la playa, los viejos, una rutina que a veces interrumpía la aparición de otros seres que aparecían en la playa, una mujer, por ejemplo, que siempre estaba de pie, que jamás se recostaba en la arena, que iba vestida con la parte de abajo de un bikini y con una camiseta azul, y que cuando entraba en el mar sólo se mojaba hasta las rodillas, y que leía un libro, como la vieja, pero estaba mujer lo leía de pie, y a veces se agachaba, aunque de una manera muy rara, y cogía una botella de pepsi de litro y medio y bebía, de pie, claro, y luego dejaba la botella sobre la toalla, que no sé para qué la había traído si no se tendía nunca sobre ella y tampoco se metía en el agua, y a veces esta mujer me daba miedo, me parecía excesivamente rara, pero la mayoría de las veces sólo me daba pena, y también vi otras cosas extrañas, en la playa siempre pasan cosas así, tal vez porque es el único sitio en donde todos estamos medio desnudos, pero que no tenían demasiada importancia, una vez creí ver a un ex yonqui como yo, mientras caminaba por la orilla, sentado en un montículo de arena con un niño de meses sobre las piernas, y otra vez vi a unas chicas rusas, tres chicas rusas, que probablemente eran putas y que hablaban, las tres, por un teléfono móvil y se reían, pero la verdad es que lo que más me interesaba era la pareja de viejos, en parte porque tenía la impresión de que el viejo se iba a morir en cualquier instante, y cuando pensaba esto, o cuando me daba cuenta de que estaba pensando esto, el resultado era que se me ocurrían ideas disparatadas, como que tras la muerte del viejo iba a ocurrir un maremoto, el pueblo destruido por una ola gigantesca, o como que iba a ponerse a temblar, un terremoto de gran magnitud que haría desaparecer el pueblo entero en medio de una ola de polvo, y cuando pensaba lo que acabo de decir ocultaba la cabeza entre las manos y me ponía a llorar, y mientras lloraba soñaba (o imaginaba) que era de noche, digamos las tres de la mañana, y que yo salía de mi casa y me iba a la playa, y en la playa encontraba al viejo tendido sobre la arena, y en el cielo, junto a las otras estrellas, pero más cerca de la Tierra que las otras estrellas, brillaba un sol negro, un enorme sol negro y silencioso, y yo bajaba a la playa y me tendía también sobre la arena, las dos únicas personas en la playa éramos el viejo y yo, y cuando volvía a abrir los ojos me daba cuenta de que las putas rusas y la chica que siempre estaba de pie y el ex yonqui con el niño en brazos me contemplaban con curiosidad, preguntándose acaso quién podía ser aquel tipo tan raro, el tipo que tenía los hombros y la espalda quemados, y hasta la vieja me observaba desde la frescura de su sombrilla, interrumpida la lectura de su libro interminable por unos segundos, preguntándose tal vez quién era aquel joven que lloraba en silencio, un joven de 35 años que no tenía nada, pero que estaba recobrando la voluntad y el valor y que sabía que aún iba a vivir un tiempo más.

"Las palmeras salvajes" por William Faulkner. Fragmento aportado por Santiago Asorey

"No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena."

17 de enero de 2008

"El mundo alucinante", de Reinaldo Arenas. Fragmento. Otro aporte de Juan Ignacio Pisano.

El verano. Los pájaros derretidos en pleno vuelo, caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, matándolos al momento. El verano. La isla, como un pez de metal alargado, centellea y lanza destellos y vapores ígneos que fulminan. El verano. El mar ha comenzado a evaporarse, y una nube azulosa y candente cubre toda la ciudad. El verano. La gente, dando voces estentóreas, corre hasta la laguna central, zambulléndose entre sus aguas caldeadas y empastándose con fango toda la piel, para que no se le desprenda el cuerpo. El verano. Las mujeres, en el centro de la calle, empiezan a desnudarse, y echan a correr sobre los adoquines que sueltan chispas y espejean. El verano. Yo, dentro del morro, brinco de un lado a otro. Me asomo entre la reja y miro al puerto hirviendo. Y me pongo a gritar que me lancen de cabeza al mar. El verano. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a golpes. Pido a Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco. El verano. Las paredes de mi celda van cambiando de color, y de rosado pasan a rojo, y de rojo al rojo vino, y de rojo vino a negro brillante... el suelo empieza también a brillar como un espejo, y del techo se desprenden las primeras chispas. Solo dándole brincos me puedo sostener, pero en cuanto vuelvo a apoyar los pies siento que se me achicharran. Doy brincos. Doy brincos. Doy brincos. El verano. Al fin el calor derrite los barrotes de mi celda, y salgo de este horno al rojo, dejando parte de mi cuerpo chamuscado entre los bordes de la ventana, donde el aceite derretido aun reverbera. (…)Pero las revoluciones no se hacen en las cárceles, si bien es cierto que generalmente allí es donde se engendran. Se necesita tanta acumulación de odio, tantos golpes de cimitarra y redobles de bofetadas, para al fin iniciar este interminable y ascendente proceso de derrumbe. (…)Las manos son lo mejor que indica el avance del tiempo. Las manos, que antes de los veinte años empiezan a envejecer. Las manos, que no se cansan de investigar ni darse por vencidas. Las manos, que se alzan triunfantes y luego descienden derrotadas. Las manos, que tocan las transparencias de la tierra. Que se posan tímidas y breves. Que no saben y presienten que no saben. Que indican el límite del sueño. Que planean la dimensión del futuro. Estas manos, que conozco y sin embargo me confunden. Estas manos, que me dijeron una vez: -tienta y escapa-. Estas manos, que ya vuelven presurosas a la infancia. Estas manos, que no se cansan de abofetear a las tinieblas. Estas manos, que solamente han palpado cosas reales. Estas manos, que ya casi no puedo dominar. Estas manos, que la vejez ha vuelto de colores. Estas manos, que marcan los límites del tiempo. Que se levantan y de nuevo buscan el sitio. Que señalan y quedan temblorosas. Que saben que hay música aun entre sus dedos. Estas manos, que ayudan ahora a sujetarse. Estas manos, que se alargan y tocan el encuentro. Estas manos, que me piden, cansadas, que ya muera.

"Sin titulo" por Juan Ignacio Pisano

Las tres de la tarde. Apenas puedo abrir los ojos, la frente me pesa. Todo me pesa: las manos, los pies, las pocas ganas de moverme. Voy a la cocina, saco una botella de agua de la heladera que muere en un par de minutos. Tanta sed.
De vuelta en mi pieza, pongo el disco Substance de Joy Division y empiezo a escucharlo por “Love will tear us apart”. Pienso en Ian Curtis. Siento un martillo que golpea mi nuca con cada palabra, con cada sonido. Ian Curtis se suicidó a los veintitrés años. Yo tengo veintiséis. Ian Curtis se suicidó por amor. El día es hermoso. Me asomo por la ventana, hay sol y no hace calor a pesar de ser diciembre. Es uno de esos días que me gustan. El ventilador al mínimo, dando una brisa de lo más agradable. Hoy me suicidaría. Escribiría esto como una declaración, las personas que me conocen entenderían porqué lo hago. Amor, el amor nos va a separar, el amor es un veneno y su propio antídoto. Una tiranía absoluta. Yo quería obedecerla. Amor, el amor es la peor de las miserias y la mayor de las alegrías. Tantas traducciones para esta canción que es la canción más triste de la historia del rock. Se puede hacer pogo, pero es la más triste. Love, love will tear us apart, again. El amor nos va a partir la cabeza y a dejarnos tirados en los extremos de un desierto intransitable, otra vez. Ian Curtis canta, yo hago libre interpretación. Y aunque no podamos no vernos sin tener ganar de cojernos hasta desfallecer, aunque la atracción siga como en el primer día, a pesar de eso el amor nos va a desgarrar, a dejarnos aislados como si nunca nos hubiéramos conocido pero sin poder no pensar en nosotros.

La última noche que nos vimos, acostados en mi cama, Luz me dijo que nos separábamos porque lo nuestro era demasiado bueno para poder soportarlo. Somos dos cobardes, agregó. No le contesté y traté de dormirme. Un rato después yo seguía despierto. Fui al baño y volví a la cama. Vamos a arrepentirnos toda la vida, dijo Luz en la oscuridad. Tampoco respondí a eso. No volví a escuchar su voz. Al otro día era sábado, me desperté a las once y Luz ya se había ido. Sobre su almohada había un papel doblado. Lo abrí, decía: Vamos a arrepentirnos toda la vida. Te lo avisé. Dos veces. Luz.
Just that something so good just can´t function no more. Estoy roto por el amor. Ahora solo sirvo como repuesto. Que me usen, me vendo por nada. Amor, el amor me dejó hecho mierda, ¿y a vos? Amor, el amor es un sueño y una pesadilla. El amor me provocó este fuego, este dolor en el pecho. Otra vez. El reflejo en la zanja de un perro abandonado. Sino fuera tan cagón me colgaría como Ian Curtis ¿Es esto algo tan bueno que ya no puede funcionar? But love, love will tear us apart, again. Ian Curtis antes de despedirse del mundo se preguntó lo mismo que nosotros antes de decirnos chau para siempre. Amor, nuestro amor es un suicidio.

Fragmento de "Tropico de cáncer", de Henry Miller. Un regalito de Juan ignacio Pisano

No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios. Entonces, ¿qué es esto? Esto no es un libro. Es un libelo, una calumnia. El mundo es un cáncer que se devora a sí mismo.

11 de enero de 2008

Deja tu comarca entre las fieras por Marosa Di Giorggio, para los que extrañan este marosazo ya publicado alguna vez.

Deja tu comarca entre las fieras y los lirios y ven a mi esta noche, oh mi amado, monstruo de almíbar, novio de tulipán, asesino de hojas dulces. Así, aquella noche lo clamaba yo de portal en portal junto a la pared pálida como un hueso. Todo llena de un miedo irisado y de un oscuro amor. Ya era la edad en que las abuelas habían retrocedido a moradas de subtierra y solo sus almas perduraban encadenadas a las lámparas estremeciendo mariposas verdes y amarillas a la hora de los fuegos y los rezos. Oh mi amor lo clamaba yo de puerta en puerta de muro en muro. Perdí mis trenzas, estoy desnuda, se cayó el sándalo de los medallones, la luna paró sobre las chimeneas su trineo de coral. Y no vienes, hombre, rosa, crimen, corazón. Voy a quebrar las almendras a comer alabastro amargo, voy a matar los panales, me has hecho imaginar inútilmente tus medulas de sándalo, tu corazón de fuego. Ahora se reirán de mí las muertas que se acuerdan de tu amor. Así mentía yo abrazada a su melena de oro, a su terrible miel. Él hablaba una lengua casi inteligible pero un rocío voraz, una lepra de flores le terminaba el rostro y dentro estaban el azúcar y las cruces y los espejos con olor a jacinto. No acercamos a las mesas. Las abuelas renacieron en las lámparas. Le dije que iba a guardarlo, que iba a besarlo, que iba a guardar su corazón entre las piñas, y los licores y las medallas. Otra vez jardín y sombra y columnas rotas y los cisnes serios como hombres. Empecé a matarlo porque no digas mi amor a nadie. A entreabrirle los pétalos del pecho a sacarle el corazón. Él se apoyó en mis brazos. Le latía con locura el almíbar de los dedos. Empezó a morir. Cerca del bosque empezó a morir. Rompí a llorar, voy a matar los panales, voy a quebrar las almendras a comer alabastro amargo. Su muerte siguió a lo largo del bosque. Quise recogerla en mi saya, reunirla en mis brazos, abrazarla. Voy a tener hijos de almíbar y de pétalo y no podrán besarte OH mi novio de miel, mi tulipán. Lloraba desesperadamente. Quería juntar los pétalos. Reconstruir la miel, sacarlo de la muerte, ganarlo para siempre, que no tuviera fin este poema.

Te para dos por Daniel Alvarez.

No me gusta el té pero soy adicto a la “tetera”. Es un juego de sentidos, no de palabras. Cuando me escucho decir “soy adicto a la ‘tetera’”, sólo pienso en una cosa: suena muy bien. Es una adicción maravillosa, y que mi relación con la “tetera” esté destinada a durar en el tiempo, no me angustia ni siquiera un poco. Peor es ser borracho. Pero no debería decir borracho. En un mundo donde lo políticamente correcto es casi una actitud compulsiva, un ciego se transforma en “no vidente”, un negro en “hombre de color” y para estar a tono con las circunstancias sería mejor decir que peor es ser “alcohólico”. Pero no puedo. Será por que estoy lejos de ese señor que piensa en el buen hacer y el mejor decir, el sujeto que calcula cada porción de su propio deseo para que quepa en el lugar adecuado, el que mide el tono de su voz para que ninguna estridencia se cuele en sus palabras -porque el deseo también vive en la estridencia- el que se la sacude con cuidado y mesura después de orinar para que ninguna gota de pis le manche el pantalón y se le note cuando entre en la oficina, ese que no se da cuenta de algo básico: que mientras él está en el baño del subte y se ocupa de todo eso, en el retrete, en ese cuartito de puerta gris donde vive el inodoro, hay dos hombres haciendo el amor. Pero no se trata de condenar a este hombre, seguramente padre de familia o tal vez joven profesional que piensa en su futuro. Sólo señalo que no soy así. Que no soy de los que suben y bajan las escaleras del subte pensando en todas esas cosas que hacen que la realidad sea lo que es, que sea como es y se sostenga, y que el mundo también sea ese que es y no el que podría ser.

No critico a nadie por esto. Solo digo que, en general, mi vida no se ocupa en sostener las características del mundo. Tampoco en cambiarlo demasiado. Mi vida es mucho más modesta que todas esas cosas y yo, por lo general, soy uno de los que se queda haciendo el amor en el baño.

A veces empiezo a contar una historia por el medio. Otras la emprendo con el final sin darme cuenta de que el lector no entiende bien qué esta pasando. Pero no se trata de ninguna genialidad literaria. Tampoco es ese “faux vanguardismo” de los que se pasan cinco días en Paris aprovechando una oferta en los aéreos, o un novio con plata. Lo mío es desorden sin ninguna justificación. Les pido disculpas. Pero para los que no se dieron cuenta todavía, la “tetera” es cualquier baño público. En la “tetera” un grupo de librepensadores, de hombres de mente abierta que se niegan al sometimiento de la moral burguesa, se dedica a tener sexo. También se podría decir que se dedican a coger pero como antes use la expresión “libre pensadores, hombres de mente abierta que se niegan al sometimiento de la moral burguesa”, decir “coger” me dio un poco de pudor.

Todo baño es “tetera”: el de un subte, el de una estación de trenes, el baño de la Facultad de Ciencias Económicas o el de Tribunales, aunque los abogados que trabajan en el microcentro prefieren el cine porno que está cerca del Palacio de Justicia. La naturaleza de la “tetera” esta en su uso, no en su nombre.

Al nombre “tetera” se le adjudican multitud de orígenes. Todos falsos, demasiado ingeniosos para ser verdaderos, demasiado exactos en su prolijidad argumental. La vida, a veces, se permite ser pedestre. Pero qué importa el nombre. Dijo el poeta, alguna vez, que si le cambiáramos el nombre a la rosa eso no cambiaria su perfume. Me permito citar al poeta, de quien no recuerdo el nombre, no sólo por razones argumentales. También lo hago para hacer notar que tengo mi pequeña cultura y que no me pasé la vida practicando sexo oral en baños de estación. Los nombres poco importan. Si alguien valiera solo por llamarse Ernesto seguramente su importancia estaría en algo más allá de su nombre, en alguna cualidad que, incluso, hasta él mismo podría ignorar. Pero nada de esto importa en el tema que nos ocupa, porque si alguien que te la está chupando en el baño de la estación Palermo del subte “D” te dijo que se llama Ernesto, seguro que te dio un nombre falso.

Habrá quien afirme que tener sexo en un baño público es una depravación, un síntoma inequívoco de perversión. No voy a ocuparme en debatir esto porque sería largo y tedioso. Solo me permito decir que sostenerlo es, apenas, otra superstición moderna. Moderna y necesaria. Es la modernidad la que oculta el sexo en el ámbito de lo privado. La privacidad es el lugar adecuado para controlar el deseo. Deseo controlado, sujeto controlado, especialmente si el sujeto está destinado a trabajar. Los antiguos, que eran hombres sabios, no prestaban atención a estas cosas. Dejaban que el sexo se desplegara a su entera voluntad, y el lugar en donde deseo y sexo empiezan por invadirlo todo es el baño. Los baños eran un lugar de reunión hasta que la vulgaridad moderna los transformó en el sitio donde la masa bárbara va a descargar sus fluidos. Pero no todo está perdido. En medio de la decadencia todavía hay baños en donde se puede rescatar un poco de todo ese antiguo esplendor.

Ahora debería describir, minuciosamente, como se tiene sexo en un baño público, las prácticas más habituales, los ritos mas frecuentes. También podría contarlo todo dando una breve tipología de los sujetos que los frecuentan y de las características más adecuadas que debe tener todo baño para que se transforme más fácilmente en “tetera”. Puedo hacerlo. Me puedo ocupar de toda esta mecánica si ese es tu gusto y digo tu gusto porque todo lo relacionado con la tetera lleva siempre, de alguna manera, a la búsqueda de una satisfacción. La cuestión es de una sencillez abrumadora. Es tan fácil como pintar un cuadro, porque pintar un cuadro es muy sencillo, casi como pintar una pared. Lo difícil es ser Picasso.
Se empieza por entrar en el baño y fingir que se hace pis en uno de los mingitorios. Al principio no hay que mirar a nadie. No debería de pasar demasiado tiempo hasta que te des cuenta de que el que está al lado tuyo, en el mingitorio contiguo, hace lo mismo que vos. Si se gustan y siempre se gustan, basta un gesto y esperar el momento adecuado para que juntos se metan en el retrete y cierren la puerta. Lo que suceda dentro es un asunto de cada quien. Te dije que era fácil.

Existen también otras variantes. Están los que aprovechan un baño solitario y ni siquiera se ocupan de meterse en el retrete; los que se instalan eternamente en el mingitorio y molestan a los que sólo van a hacer pis. Porque hay gente que va al baño sólo a hacer pis. También están los que se exhiben frente a cualquiera sin pensar en el deseo del otro, onanistas de feria, la fauna que vive de los baños, que alimenta su deseo de lo que dejan los demás. Personajes que no cuentan, seres menores, personas que pueden definirse con tres palabras: no tienen estilo.

Te dije que era sencillo. Meterse en el retrete de un baño público con alguien se aprende con rapidez. Pero toda técnica alude a una mecánica mientras que el arte remite a la metafísica que vive en él y el sexo en la tetera es un arte. Quien lo practica solo manifiesta su deseo a quien lo esté buscando y a nadie más. Es como dibujar en el aire una obra que sólo una persona, en medio de una multitud, sea capaz de ver. Cuando es así se parece mucho a bailar, a bailar en medio de quienes no escuchan la música y no ven los pasos de los bailarines. Si la danza es armoniosa y los ejecutantes son artistas, terminan ambos encerrados en el retrete. Nadie los verá y podrán jactarse de ejercer un arte íntimo, único, tan único como ese momento en el que se encuentran. Una ejecución breve como también será breve, fugaz, el tiempo en que ambos permanecerán juntos.

Pero todo arte, mas allá de lo efímero de su existencia, tiene detractores, aunque en este caso deberíamos hablar de delatores. Recomendaba Bioy Casares dejar madurar el texto hasta que el texto mismo pidiera salir a la luz. Noble actitud que nos advierte del peligro del apuro. Cuantas veces, por miedo de perder a quien nos gusta, apuramos el trámite. Ejecutamos, sin que nos preocupe, alguna nota discordante, con el solo afán de meternos lo más rápido posible en el retrete con el que nos calienta tanto. Grave error. No deberíamos dejar de lado nuestro arte por algo tan superfluo como el apuro. Cuando nos abandonamos a él, nuestro dibujo en el aire, ese dedicado sólo a uno, es visto por quien no debería. Judas existe. Nunca falta quien llame la atención del guarda de tren, del vigilante privado del subte o de la universidad, con el comentario de que dos hombres se encerraron juntos en el retrete. Entonces viene la persecución, la amenaza, el escarnio publico. Un sujeto de uniforme que golpea la puerta del retrete y uno, que no se lo espera, debe acomodarse rápidamente la ropa y salir al mundo a enfrentar lo peor. No todo es placer en la vida del aficionado a la “tetera”. Yo mismo viví un episodio penoso hace algunos años en el baño de una estación de subte “D” que prefiero no mencionar. Dos guardias de la vigilancia privada no dudaron en invadir mi intimidad exigiendo el inmediato desalojo del retrete. Imposible negarse. Aun recuerdo los comentarios moralistas y sarcásticos que, sin ningún pudor, nos dirigían a mí y a mi ocasional compañero estos dos sujetos. Sin responderles me retiré del lugar, indignado.

Estoy convencido de que los seres humanos no hacemos lo que queremos sino, apenas, lo que podemos. Es por esto que no me preocupa que alguien me acuse de fomentar el sexo en los baños públicos. La “tetera” no es para cualquiera y el que practica esta noble y antigua actividad no necesita de mi estímulo. Ya cuenta con su propio deseo. Habrá quien se imagina un tiempo en el que la “perversión” del sexo en los baños sea definitivamente exterminada. Es una esperanza tonta porque eso no sucederá jamás. Yo sueño con el día en el que todos los aficionados a la “tetera” sólo practiquemos, con sutileza de maestros, el arte de este encuentro. Ese día todos los que van a los baños a hacer pis y nada más no nos verán. Ese día solo nosotros seremos testigos de nuestra felicidad.

Amuleto por Roberto Bolaño, un inicio que manda Juan Ignacio Pisano.

Ésta será una historia de terror. Será una historia policíaca, un relato de serie negra y de terror. Pero no lo parecerá. No lo parecerá porque soy yo la que lo cuenta. Soy yo la que habla y por eso no lo parecerá. Pero en el fondo es la historia de un crimen atroz.
Yo soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir: soy la madre de la poesía mexicana, pero mejor no lo digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Así que podría decirlo. Podría decir: soy la madre y corre un céfiro de la chingada desde hace siglos, pero mejor no lo digo. Podría decir, por ejemplo: yo conocí a Arturito Belano cuando él tenía diecisiete años y era un niño tímido que escribía obras de teatro y poesía y no sabía beber, pero sería de algún modo una redundancia y a mí me enseñaron (con un látigo me enseñaron, con una vara de fierro) que las redundancias sobran y que sólo debe bastar con el argumento.
Lo que sí puedo decir es mi nombre.

Decalogo del perfecto cuentista por Horacio Quiroga

1
Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo

2
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tu mismo.

3
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

4
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

5
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adonde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

6
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “desde el río soplaba un viento frío”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

7
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

8
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

9
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

10
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

Consejos literarios para poner en practica, por Liliana Heker

Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto, aquel en que todos los problemas del mundo exterior han desparecido y solo existe el deseo compulsivo de sentarse y escribir: ese instante de perfección es altamente improbable. En general, uno se sienta a escribir venciendo cierta resistencia (salir del estado de ocio no es natural), uno oficia ciertos ritos dilatorios, uno, por fin, con cierta cautela, escribe. Y en algún momento descubre que esta sumergido hasta los pelos, que los problemas del mundo exterior han desaparecido, y que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.

En literatura no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro que una cara, o una jeta; “dijo que estaba harto” no equivale a “-estoy harto-, dijo”. Decidir cual música, que textura, cuanta carga de afecto o de violencia debe guardar una palabra o una frase, dar con una sintaxis; ir tanteando –ir sosteniendo- el ritmo interno de un relato; eso y no otra cosa es el oficio de escribir.

La primera versión de un texto es solo un mal necesario. Suele estar tan lejos de aquello completo e intenso que uno difusamente ha concebido; que ir construyéndola provoca cierta inquietud. Lo bueno es lo que viene después: trabajar sobre ese primer borrador, y los que siguen, hasta ir acercándose lentamente a eso que se busca. Cuando uno descubre que ése es, de verdad, el acto creador, que corregir no es otra cosa que ir encontrando el Moisés dentro del bloque de mármol, cuando uno se desentiende del tiempo que lleva ese acercamiento y solo le importa hasta que punto el texto va aproximándose a la forma que le corresponde., entonces ya no necesita que otros le confirmen que es escritor. No le hace falta que le digan que el texto literario es un hecho artístico.

La espontaneidad no es un valor en literatura. Aferrarse a una frase o a una palabra simplemente porque ha salido así del alma es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera un leitmotiv al final de cada estrofa. Y, naturalmente, el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces conviene sacrificar al loro.

La inspiración no existe, en eso es como las brujas. Entonces, cuando las palabras parecen cantarle a uno en la oreja, y siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa que debe tener, uno puede llamar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, solo que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de no escribir más que una pagina en la vida.

Hay que nutrirse de los credo y hay que aprender a dudar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es uno mismo que, a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.