Estuvo ahí durante muchos días: un perro marrón enclenque, flaquísimo y solo parado frente al hospital. No era de nadie. Yo lo llamaba pero él se quedaba inmóvil, como clavado al suelo. Algunas veces lo escuchaba llorar bajito cuando la multitud lo pateaba para alejarlo; después volvía al mismo lugar como si esperara a alguien que no iba a venir.
Yo pensaba que la felicidad de un perro es algo terriblemente simple.
Decidí que lo primero era ponerle nombre: Sinoj, que significa perro en wichí. Traté de acercarme pero él desconfiaba y mostraba los dientes estropeados por el hambre. Durante unos días fui a llevarle comida; después de una semana, dejó de gruñir.
Una tarde me lo llevé conmigo. No podía seguirme porque no tenía fuerza para casi nada. Cuando lo alcé sentí las miradas filosas de la gente; los wichís no consideran compañeros a los perros y si alguno insiste en vivir en las ranchadas, es apenas tolerado y no se lo alimenta, porque no sobra nada.
Esa noche Sinoj no me dejó dormir; aullaba, lo asustaba el espacio encerrado de mi pieza. Prendí y apagué la luz, lo subí a la cama, lo alimenté, le hablé, salí con él varias veces hasta el patio de tierra, pero no conseguí tranquilizarlo. Pensé que probablemente nunca había tenido una casa, y que su instinto de perro abandonado le decía que tenía que alejarse de mí para estar a salvo.De a poco se fue acostumbrando; durante el día, cuando salía a trabajar, lo dejaba en un galpón abierto; al volver siempre lo encontraba hecho un ovillo en el fondo de algún pozo que él había cavado en el suelo. Cuando me veía corría hacia mí y después esperaba, siempre un poco tenso: acostumbrado a los golpes, no estaba seguro de lo que recibiría de mis manos.
Quise enseñarle a jugar como juegan los cachorros, pero él no supo cómo.
Cuando llegó el momento de volver a Buenos Aires, se lo encargué a Miguel, un indio criado entre blancos. Volví al pueblo diez días más tarde. Me contó que Sinoj se había ido del rancho la mañana en que me fui, y que nadie había vuelto a verlo.
Lo busqué durante mucho tiempo. En las noches vacías del monte me entristecía imaginarlo solo, vagando de rancho en rancho, tratando de volver a la tibieza corta que conoció y que -supongo- debía extrañar.
Yo pensaba que la felicidad de un perro es algo terriblemente simple.
Decidí que lo primero era ponerle nombre: Sinoj, que significa perro en wichí. Traté de acercarme pero él desconfiaba y mostraba los dientes estropeados por el hambre. Durante unos días fui a llevarle comida; después de una semana, dejó de gruñir.
Una tarde me lo llevé conmigo. No podía seguirme porque no tenía fuerza para casi nada. Cuando lo alcé sentí las miradas filosas de la gente; los wichís no consideran compañeros a los perros y si alguno insiste en vivir en las ranchadas, es apenas tolerado y no se lo alimenta, porque no sobra nada.
Esa noche Sinoj no me dejó dormir; aullaba, lo asustaba el espacio encerrado de mi pieza. Prendí y apagué la luz, lo subí a la cama, lo alimenté, le hablé, salí con él varias veces hasta el patio de tierra, pero no conseguí tranquilizarlo. Pensé que probablemente nunca había tenido una casa, y que su instinto de perro abandonado le decía que tenía que alejarse de mí para estar a salvo.De a poco se fue acostumbrando; durante el día, cuando salía a trabajar, lo dejaba en un galpón abierto; al volver siempre lo encontraba hecho un ovillo en el fondo de algún pozo que él había cavado en el suelo. Cuando me veía corría hacia mí y después esperaba, siempre un poco tenso: acostumbrado a los golpes, no estaba seguro de lo que recibiría de mis manos.
Quise enseñarle a jugar como juegan los cachorros, pero él no supo cómo.
Cuando llegó el momento de volver a Buenos Aires, se lo encargué a Miguel, un indio criado entre blancos. Volví al pueblo diez días más tarde. Me contó que Sinoj se había ido del rancho la mañana en que me fui, y que nadie había vuelto a verlo.
Lo busqué durante mucho tiempo. En las noches vacías del monte me entristecía imaginarlo solo, vagando de rancho en rancho, tratando de volver a la tibieza corta que conoció y que -supongo- debía extrañar.
1 comentario:
la simpleza del texto y su profundidad me emocianaron. Tal vez por haber sido en el pasado otro perro mas vagando en el monte en busca del amor de su dueña.
Publicar un comentario