28 de enero de 2008

"Playa" por Roberto Bolaño. Aporte de Santiago Asorey


Dejé la heroína y volví a mi pueblo y empecé con el tratamiento de metadona que me suministraban en el ambulatorio y poca cosa más tenía que hacer salvo levantarme cada mañana y ver la tele y tratar de dormir por la noche, pero no podía, algo me impedía cerrar los ojos y descansar, y ésa era mi rutina, hasta que un día ya no pude más y me compré un trajebaño negro en una tienda del centro del pueblo y me fui a la playa, con el trajebaño puesto y una toalla y una revista, y puse mi toalla no demasiado cerca del agua y luego me estiré y estuve un rato pensando si darme un baño o no dármelo, se me ocurrían muchas razones para hacerlo, pero también se me ocurrían algunas razones para no hacerlo (los niños que se bañaban en la orilla, por ejemplo), así que al final se me pasó el tiempo y volví a casa, y a la mañana siguiente compré una crema de protección solar y me fui a la playa otra vez, y a eso de las 12 me marché al ambulatorio y me tomé mi dosis de metadona y saludé a algunas caras conocidas, ningún amigo o amiga, sólo caras conocidas de la cola de la metadona que se extrañaron de verme en trajebaño, pero yo como si nada, y luego volví caminando a la playa y esta vez me di el primer chapuzón e intenté nadar, aunque no pude, pero eso ya fue suficiente para mí, y al día siguiente volví a la playa y me volví a untar el cuerpo con protección solar y luego me quedé dormido sobre la arena, y cuando desperté me sentía muy descansado, y no me había quemado la espalda ni nada de nada, y así pasó una semana o tal vez dos semanas, no lo recuerdo, lo único cierto es que cada día yo estaba más moreno y aunque no hablaba con nadie cada día me sentía mejor, o diferente, que no es lo mismo pero que en mi caso se le parecía, y un día apareció en la playa una pareja de viejos, de eso me acuerdo con claridad, se veía que llevaban mucho tiempo juntos, ella era gorda, o rellenita, y debía de andar por los 70 años aproximadamente, y él era flaco, o más que flaco, un esqueleto que caminaba, yo creo que eso fue lo que me llamó la atención, porque por regla general apenas me fijaba en la gente que iba a la playa, pero en éstos me fijé y la causa fue la delgadez del tipo, lo vi y me asusté, coño, es la muerte que viene a por mí, pensé, pero no venía a por mí, sólo era un matrimonio viejo, él de unos 75 y ella de unos 70, o al revés, y ella parecía gozar de buena salud, y él hacía pinta de que iba a palmarla en cualquier momento o de que ése era su último verano, al principio, pasado el primer susto, me costó alejar mi mirada de la cara del viejo, de su calavera apenas recubierta por una delgada capa de piel, pero luego me acostumbré a mirarlos con disimulo, tirado en la arena, bocabajo, con la cara cubierta por los brazos, o desde el paseo, sentado en un banco frente a la playa, mientras fingía que me quitaba la arena del cuerpo, y me acuerdo que la vieja siempre llegaba a la playa con un parasol bajo cuya sombra se metía presurosa, sin bañador, aunque a veces la vi con bañador, pero más usualmente con un vestido de verano, muy amplio, que la hacía parecer menos gorda de lo que era, y bajo el parasol la vieja se pasaba las horas leyendo, llevaba un libro muy grueso, mientras el esqueleto que era su marido se tiraba sobre la arena, vestido únicamente con un trajebaño diminuto, casi un tanga, y absorbía el sol con una voracidad que a mí me traía recuerdos lejanos, de yonquis disfrutando inmóviles, de yonquis concentrados en lo que hacían, en lo único que podían hacer, y entonces a mí me dolía la cabeza y me iba de la playa, comía en el Paseo Marítimo, una tapa de anchoas y una cerveza, y después me ponía a fumar y a mirar la playa a través de los ventanales del bar, y luego volvía y allí seguía el viejo y la vieja, ella debajo de la sombrilla, él expuesto a los rayos del sol, y entonces, de manera irreflexiva, a mí me daban ganas de llorar y me metía en el agua y nadaba, y cuando ya me había alejado bastante de la orilla miraba el sol y me parecía extraño que estuviera allí, esa cosa grande y tan distinta de nosotros, y luego me ponía a nadar hasta la orilla (en dos ocasiones estuve a punto de ahogarme) y cuando llegaba me dejaba caer junto a mi toalla y me quedaba mucho rato respirando con dificultad, pero siempre mirando hacia donde estaban los viejos, y luego tal vez me quedaba dormido tirado en la arena, y cuando me despertaba la playa ya empezaba a desocuparse, pero los viejos seguían allí, ella con su novela bajo la sombrilla y él bocarriba, en la zona sin sombra, con los ojos cerrados y una expresión rara en su calavera, como si sintiera cada segundo que pasaba y lo disfrutara, aunque los rayos del sol fueran débiles, aunque el sol ya estuviera al otro lado de los edificios de la primera línea de mar, al otro lado de las colinas, pero eso a él parecía no importarle, y entonces, en el momento de despertarme yo lo miraba y miraba el sol, y a veces sentía en la espalda un ligero dolor, como si aquella tarde me hubiera quemado más de la cuenta, y luego los miraba a ellos y luego me levantaba, me ponía la toalla como capa y me iba a sentar en uno de los bancos del Paseo Marítimo, en donde fingía quitarme la arena que no tenía de las piernas, y desde allí, desde esa altura, la visión de la pareja era distinta, me decía a mí mismo que tal vez él no estuviera a punto de morir, me decía a mí mismo que el tiempo tal vez no existía tal como yo creía que existía, reflexionaba sobre el tiempo mientras la lejanía del sol alargaba las sombras de los edificios, y luego me iba a casa y me daba una ducha y miraba mi espalda roja, una espalda que no parecía mía sino de otro tipo, un tipo al que aún tardaría muchos años en conocer, y luego encendía la tele y veía programas que no entendía en absoluto, hasta que me quedaba dormido en el sillón, y al día siguiente vuelta a lo mismo, la playa, el ambulatorio, otra vez la playa, los viejos, una rutina que a veces interrumpía la aparición de otros seres que aparecían en la playa, una mujer, por ejemplo, que siempre estaba de pie, que jamás se recostaba en la arena, que iba vestida con la parte de abajo de un bikini y con una camiseta azul, y que cuando entraba en el mar sólo se mojaba hasta las rodillas, y que leía un libro, como la vieja, pero estaba mujer lo leía de pie, y a veces se agachaba, aunque de una manera muy rara, y cogía una botella de pepsi de litro y medio y bebía, de pie, claro, y luego dejaba la botella sobre la toalla, que no sé para qué la había traído si no se tendía nunca sobre ella y tampoco se metía en el agua, y a veces esta mujer me daba miedo, me parecía excesivamente rara, pero la mayoría de las veces sólo me daba pena, y también vi otras cosas extrañas, en la playa siempre pasan cosas así, tal vez porque es el único sitio en donde todos estamos medio desnudos, pero que no tenían demasiada importancia, una vez creí ver a un ex yonqui como yo, mientras caminaba por la orilla, sentado en un montículo de arena con un niño de meses sobre las piernas, y otra vez vi a unas chicas rusas, tres chicas rusas, que probablemente eran putas y que hablaban, las tres, por un teléfono móvil y se reían, pero la verdad es que lo que más me interesaba era la pareja de viejos, en parte porque tenía la impresión de que el viejo se iba a morir en cualquier instante, y cuando pensaba esto, o cuando me daba cuenta de que estaba pensando esto, el resultado era que se me ocurrían ideas disparatadas, como que tras la muerte del viejo iba a ocurrir un maremoto, el pueblo destruido por una ola gigantesca, o como que iba a ponerse a temblar, un terremoto de gran magnitud que haría desaparecer el pueblo entero en medio de una ola de polvo, y cuando pensaba lo que acabo de decir ocultaba la cabeza entre las manos y me ponía a llorar, y mientras lloraba soñaba (o imaginaba) que era de noche, digamos las tres de la mañana, y que yo salía de mi casa y me iba a la playa, y en la playa encontraba al viejo tendido sobre la arena, y en el cielo, junto a las otras estrellas, pero más cerca de la Tierra que las otras estrellas, brillaba un sol negro, un enorme sol negro y silencioso, y yo bajaba a la playa y me tendía también sobre la arena, las dos únicas personas en la playa éramos el viejo y yo, y cuando volvía a abrir los ojos me daba cuenta de que las putas rusas y la chica que siempre estaba de pie y el ex yonqui con el niño en brazos me contemplaban con curiosidad, preguntándose acaso quién podía ser aquel tipo tan raro, el tipo que tenía los hombros y la espalda quemados, y hasta la vieja me observaba desde la frescura de su sombrilla, interrumpida la lectura de su libro interminable por unos segundos, preguntándose tal vez quién era aquel joven que lloraba en silencio, un joven de 35 años que no tenía nada, pero que estaba recobrando la voluntad y el valor y que sabía que aún iba a vivir un tiempo más.

"Las palmeras salvajes" por William Faulkner. Fragmento aportado por Santiago Asorey

"No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena."

17 de enero de 2008

"El mundo alucinante", de Reinaldo Arenas. Fragmento. Otro aporte de Juan Ignacio Pisano.

El verano. Los pájaros derretidos en pleno vuelo, caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, matándolos al momento. El verano. La isla, como un pez de metal alargado, centellea y lanza destellos y vapores ígneos que fulminan. El verano. El mar ha comenzado a evaporarse, y una nube azulosa y candente cubre toda la ciudad. El verano. La gente, dando voces estentóreas, corre hasta la laguna central, zambulléndose entre sus aguas caldeadas y empastándose con fango toda la piel, para que no se le desprenda el cuerpo. El verano. Las mujeres, en el centro de la calle, empiezan a desnudarse, y echan a correr sobre los adoquines que sueltan chispas y espejean. El verano. Yo, dentro del morro, brinco de un lado a otro. Me asomo entre la reja y miro al puerto hirviendo. Y me pongo a gritar que me lancen de cabeza al mar. El verano. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a golpes. Pido a Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco. El verano. Las paredes de mi celda van cambiando de color, y de rosado pasan a rojo, y de rojo al rojo vino, y de rojo vino a negro brillante... el suelo empieza también a brillar como un espejo, y del techo se desprenden las primeras chispas. Solo dándole brincos me puedo sostener, pero en cuanto vuelvo a apoyar los pies siento que se me achicharran. Doy brincos. Doy brincos. Doy brincos. El verano. Al fin el calor derrite los barrotes de mi celda, y salgo de este horno al rojo, dejando parte de mi cuerpo chamuscado entre los bordes de la ventana, donde el aceite derretido aun reverbera. (…)Pero las revoluciones no se hacen en las cárceles, si bien es cierto que generalmente allí es donde se engendran. Se necesita tanta acumulación de odio, tantos golpes de cimitarra y redobles de bofetadas, para al fin iniciar este interminable y ascendente proceso de derrumbe. (…)Las manos son lo mejor que indica el avance del tiempo. Las manos, que antes de los veinte años empiezan a envejecer. Las manos, que no se cansan de investigar ni darse por vencidas. Las manos, que se alzan triunfantes y luego descienden derrotadas. Las manos, que tocan las transparencias de la tierra. Que se posan tímidas y breves. Que no saben y presienten que no saben. Que indican el límite del sueño. Que planean la dimensión del futuro. Estas manos, que conozco y sin embargo me confunden. Estas manos, que me dijeron una vez: -tienta y escapa-. Estas manos, que ya vuelven presurosas a la infancia. Estas manos, que no se cansan de abofetear a las tinieblas. Estas manos, que solamente han palpado cosas reales. Estas manos, que ya casi no puedo dominar. Estas manos, que la vejez ha vuelto de colores. Estas manos, que marcan los límites del tiempo. Que se levantan y de nuevo buscan el sitio. Que señalan y quedan temblorosas. Que saben que hay música aun entre sus dedos. Estas manos, que ayudan ahora a sujetarse. Estas manos, que se alargan y tocan el encuentro. Estas manos, que me piden, cansadas, que ya muera.

"Sin titulo" por Juan Ignacio Pisano

Las tres de la tarde. Apenas puedo abrir los ojos, la frente me pesa. Todo me pesa: las manos, los pies, las pocas ganas de moverme. Voy a la cocina, saco una botella de agua de la heladera que muere en un par de minutos. Tanta sed.
De vuelta en mi pieza, pongo el disco Substance de Joy Division y empiezo a escucharlo por “Love will tear us apart”. Pienso en Ian Curtis. Siento un martillo que golpea mi nuca con cada palabra, con cada sonido. Ian Curtis se suicidó a los veintitrés años. Yo tengo veintiséis. Ian Curtis se suicidó por amor. El día es hermoso. Me asomo por la ventana, hay sol y no hace calor a pesar de ser diciembre. Es uno de esos días que me gustan. El ventilador al mínimo, dando una brisa de lo más agradable. Hoy me suicidaría. Escribiría esto como una declaración, las personas que me conocen entenderían porqué lo hago. Amor, el amor nos va a separar, el amor es un veneno y su propio antídoto. Una tiranía absoluta. Yo quería obedecerla. Amor, el amor es la peor de las miserias y la mayor de las alegrías. Tantas traducciones para esta canción que es la canción más triste de la historia del rock. Se puede hacer pogo, pero es la más triste. Love, love will tear us apart, again. El amor nos va a partir la cabeza y a dejarnos tirados en los extremos de un desierto intransitable, otra vez. Ian Curtis canta, yo hago libre interpretación. Y aunque no podamos no vernos sin tener ganar de cojernos hasta desfallecer, aunque la atracción siga como en el primer día, a pesar de eso el amor nos va a desgarrar, a dejarnos aislados como si nunca nos hubiéramos conocido pero sin poder no pensar en nosotros.

La última noche que nos vimos, acostados en mi cama, Luz me dijo que nos separábamos porque lo nuestro era demasiado bueno para poder soportarlo. Somos dos cobardes, agregó. No le contesté y traté de dormirme. Un rato después yo seguía despierto. Fui al baño y volví a la cama. Vamos a arrepentirnos toda la vida, dijo Luz en la oscuridad. Tampoco respondí a eso. No volví a escuchar su voz. Al otro día era sábado, me desperté a las once y Luz ya se había ido. Sobre su almohada había un papel doblado. Lo abrí, decía: Vamos a arrepentirnos toda la vida. Te lo avisé. Dos veces. Luz.
Just that something so good just can´t function no more. Estoy roto por el amor. Ahora solo sirvo como repuesto. Que me usen, me vendo por nada. Amor, el amor me dejó hecho mierda, ¿y a vos? Amor, el amor es un sueño y una pesadilla. El amor me provocó este fuego, este dolor en el pecho. Otra vez. El reflejo en la zanja de un perro abandonado. Sino fuera tan cagón me colgaría como Ian Curtis ¿Es esto algo tan bueno que ya no puede funcionar? But love, love will tear us apart, again. Ian Curtis antes de despedirse del mundo se preguntó lo mismo que nosotros antes de decirnos chau para siempre. Amor, nuestro amor es un suicidio.

Fragmento de "Tropico de cáncer", de Henry Miller. Un regalito de Juan ignacio Pisano

No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios. Entonces, ¿qué es esto? Esto no es un libro. Es un libelo, una calumnia. El mundo es un cáncer que se devora a sí mismo.

11 de enero de 2008

Deja tu comarca entre las fieras por Marosa Di Giorggio, para los que extrañan este marosazo ya publicado alguna vez.

Deja tu comarca entre las fieras y los lirios y ven a mi esta noche, oh mi amado, monstruo de almíbar, novio de tulipán, asesino de hojas dulces. Así, aquella noche lo clamaba yo de portal en portal junto a la pared pálida como un hueso. Todo llena de un miedo irisado y de un oscuro amor. Ya era la edad en que las abuelas habían retrocedido a moradas de subtierra y solo sus almas perduraban encadenadas a las lámparas estremeciendo mariposas verdes y amarillas a la hora de los fuegos y los rezos. Oh mi amor lo clamaba yo de puerta en puerta de muro en muro. Perdí mis trenzas, estoy desnuda, se cayó el sándalo de los medallones, la luna paró sobre las chimeneas su trineo de coral. Y no vienes, hombre, rosa, crimen, corazón. Voy a quebrar las almendras a comer alabastro amargo, voy a matar los panales, me has hecho imaginar inútilmente tus medulas de sándalo, tu corazón de fuego. Ahora se reirán de mí las muertas que se acuerdan de tu amor. Así mentía yo abrazada a su melena de oro, a su terrible miel. Él hablaba una lengua casi inteligible pero un rocío voraz, una lepra de flores le terminaba el rostro y dentro estaban el azúcar y las cruces y los espejos con olor a jacinto. No acercamos a las mesas. Las abuelas renacieron en las lámparas. Le dije que iba a guardarlo, que iba a besarlo, que iba a guardar su corazón entre las piñas, y los licores y las medallas. Otra vez jardín y sombra y columnas rotas y los cisnes serios como hombres. Empecé a matarlo porque no digas mi amor a nadie. A entreabrirle los pétalos del pecho a sacarle el corazón. Él se apoyó en mis brazos. Le latía con locura el almíbar de los dedos. Empezó a morir. Cerca del bosque empezó a morir. Rompí a llorar, voy a matar los panales, voy a quebrar las almendras a comer alabastro amargo. Su muerte siguió a lo largo del bosque. Quise recogerla en mi saya, reunirla en mis brazos, abrazarla. Voy a tener hijos de almíbar y de pétalo y no podrán besarte OH mi novio de miel, mi tulipán. Lloraba desesperadamente. Quería juntar los pétalos. Reconstruir la miel, sacarlo de la muerte, ganarlo para siempre, que no tuviera fin este poema.

Te para dos por Daniel Alvarez.

No me gusta el té pero soy adicto a la “tetera”. Es un juego de sentidos, no de palabras. Cuando me escucho decir “soy adicto a la ‘tetera’”, sólo pienso en una cosa: suena muy bien. Es una adicción maravillosa, y que mi relación con la “tetera” esté destinada a durar en el tiempo, no me angustia ni siquiera un poco. Peor es ser borracho. Pero no debería decir borracho. En un mundo donde lo políticamente correcto es casi una actitud compulsiva, un ciego se transforma en “no vidente”, un negro en “hombre de color” y para estar a tono con las circunstancias sería mejor decir que peor es ser “alcohólico”. Pero no puedo. Será por que estoy lejos de ese señor que piensa en el buen hacer y el mejor decir, el sujeto que calcula cada porción de su propio deseo para que quepa en el lugar adecuado, el que mide el tono de su voz para que ninguna estridencia se cuele en sus palabras -porque el deseo también vive en la estridencia- el que se la sacude con cuidado y mesura después de orinar para que ninguna gota de pis le manche el pantalón y se le note cuando entre en la oficina, ese que no se da cuenta de algo básico: que mientras él está en el baño del subte y se ocupa de todo eso, en el retrete, en ese cuartito de puerta gris donde vive el inodoro, hay dos hombres haciendo el amor. Pero no se trata de condenar a este hombre, seguramente padre de familia o tal vez joven profesional que piensa en su futuro. Sólo señalo que no soy así. Que no soy de los que suben y bajan las escaleras del subte pensando en todas esas cosas que hacen que la realidad sea lo que es, que sea como es y se sostenga, y que el mundo también sea ese que es y no el que podría ser.

No critico a nadie por esto. Solo digo que, en general, mi vida no se ocupa en sostener las características del mundo. Tampoco en cambiarlo demasiado. Mi vida es mucho más modesta que todas esas cosas y yo, por lo general, soy uno de los que se queda haciendo el amor en el baño.

A veces empiezo a contar una historia por el medio. Otras la emprendo con el final sin darme cuenta de que el lector no entiende bien qué esta pasando. Pero no se trata de ninguna genialidad literaria. Tampoco es ese “faux vanguardismo” de los que se pasan cinco días en Paris aprovechando una oferta en los aéreos, o un novio con plata. Lo mío es desorden sin ninguna justificación. Les pido disculpas. Pero para los que no se dieron cuenta todavía, la “tetera” es cualquier baño público. En la “tetera” un grupo de librepensadores, de hombres de mente abierta que se niegan al sometimiento de la moral burguesa, se dedica a tener sexo. También se podría decir que se dedican a coger pero como antes use la expresión “libre pensadores, hombres de mente abierta que se niegan al sometimiento de la moral burguesa”, decir “coger” me dio un poco de pudor.

Todo baño es “tetera”: el de un subte, el de una estación de trenes, el baño de la Facultad de Ciencias Económicas o el de Tribunales, aunque los abogados que trabajan en el microcentro prefieren el cine porno que está cerca del Palacio de Justicia. La naturaleza de la “tetera” esta en su uso, no en su nombre.

Al nombre “tetera” se le adjudican multitud de orígenes. Todos falsos, demasiado ingeniosos para ser verdaderos, demasiado exactos en su prolijidad argumental. La vida, a veces, se permite ser pedestre. Pero qué importa el nombre. Dijo el poeta, alguna vez, que si le cambiáramos el nombre a la rosa eso no cambiaria su perfume. Me permito citar al poeta, de quien no recuerdo el nombre, no sólo por razones argumentales. También lo hago para hacer notar que tengo mi pequeña cultura y que no me pasé la vida practicando sexo oral en baños de estación. Los nombres poco importan. Si alguien valiera solo por llamarse Ernesto seguramente su importancia estaría en algo más allá de su nombre, en alguna cualidad que, incluso, hasta él mismo podría ignorar. Pero nada de esto importa en el tema que nos ocupa, porque si alguien que te la está chupando en el baño de la estación Palermo del subte “D” te dijo que se llama Ernesto, seguro que te dio un nombre falso.

Habrá quien afirme que tener sexo en un baño público es una depravación, un síntoma inequívoco de perversión. No voy a ocuparme en debatir esto porque sería largo y tedioso. Solo me permito decir que sostenerlo es, apenas, otra superstición moderna. Moderna y necesaria. Es la modernidad la que oculta el sexo en el ámbito de lo privado. La privacidad es el lugar adecuado para controlar el deseo. Deseo controlado, sujeto controlado, especialmente si el sujeto está destinado a trabajar. Los antiguos, que eran hombres sabios, no prestaban atención a estas cosas. Dejaban que el sexo se desplegara a su entera voluntad, y el lugar en donde deseo y sexo empiezan por invadirlo todo es el baño. Los baños eran un lugar de reunión hasta que la vulgaridad moderna los transformó en el sitio donde la masa bárbara va a descargar sus fluidos. Pero no todo está perdido. En medio de la decadencia todavía hay baños en donde se puede rescatar un poco de todo ese antiguo esplendor.

Ahora debería describir, minuciosamente, como se tiene sexo en un baño público, las prácticas más habituales, los ritos mas frecuentes. También podría contarlo todo dando una breve tipología de los sujetos que los frecuentan y de las características más adecuadas que debe tener todo baño para que se transforme más fácilmente en “tetera”. Puedo hacerlo. Me puedo ocupar de toda esta mecánica si ese es tu gusto y digo tu gusto porque todo lo relacionado con la tetera lleva siempre, de alguna manera, a la búsqueda de una satisfacción. La cuestión es de una sencillez abrumadora. Es tan fácil como pintar un cuadro, porque pintar un cuadro es muy sencillo, casi como pintar una pared. Lo difícil es ser Picasso.
Se empieza por entrar en el baño y fingir que se hace pis en uno de los mingitorios. Al principio no hay que mirar a nadie. No debería de pasar demasiado tiempo hasta que te des cuenta de que el que está al lado tuyo, en el mingitorio contiguo, hace lo mismo que vos. Si se gustan y siempre se gustan, basta un gesto y esperar el momento adecuado para que juntos se metan en el retrete y cierren la puerta. Lo que suceda dentro es un asunto de cada quien. Te dije que era fácil.

Existen también otras variantes. Están los que aprovechan un baño solitario y ni siquiera se ocupan de meterse en el retrete; los que se instalan eternamente en el mingitorio y molestan a los que sólo van a hacer pis. Porque hay gente que va al baño sólo a hacer pis. También están los que se exhiben frente a cualquiera sin pensar en el deseo del otro, onanistas de feria, la fauna que vive de los baños, que alimenta su deseo de lo que dejan los demás. Personajes que no cuentan, seres menores, personas que pueden definirse con tres palabras: no tienen estilo.

Te dije que era sencillo. Meterse en el retrete de un baño público con alguien se aprende con rapidez. Pero toda técnica alude a una mecánica mientras que el arte remite a la metafísica que vive en él y el sexo en la tetera es un arte. Quien lo practica solo manifiesta su deseo a quien lo esté buscando y a nadie más. Es como dibujar en el aire una obra que sólo una persona, en medio de una multitud, sea capaz de ver. Cuando es así se parece mucho a bailar, a bailar en medio de quienes no escuchan la música y no ven los pasos de los bailarines. Si la danza es armoniosa y los ejecutantes son artistas, terminan ambos encerrados en el retrete. Nadie los verá y podrán jactarse de ejercer un arte íntimo, único, tan único como ese momento en el que se encuentran. Una ejecución breve como también será breve, fugaz, el tiempo en que ambos permanecerán juntos.

Pero todo arte, mas allá de lo efímero de su existencia, tiene detractores, aunque en este caso deberíamos hablar de delatores. Recomendaba Bioy Casares dejar madurar el texto hasta que el texto mismo pidiera salir a la luz. Noble actitud que nos advierte del peligro del apuro. Cuantas veces, por miedo de perder a quien nos gusta, apuramos el trámite. Ejecutamos, sin que nos preocupe, alguna nota discordante, con el solo afán de meternos lo más rápido posible en el retrete con el que nos calienta tanto. Grave error. No deberíamos dejar de lado nuestro arte por algo tan superfluo como el apuro. Cuando nos abandonamos a él, nuestro dibujo en el aire, ese dedicado sólo a uno, es visto por quien no debería. Judas existe. Nunca falta quien llame la atención del guarda de tren, del vigilante privado del subte o de la universidad, con el comentario de que dos hombres se encerraron juntos en el retrete. Entonces viene la persecución, la amenaza, el escarnio publico. Un sujeto de uniforme que golpea la puerta del retrete y uno, que no se lo espera, debe acomodarse rápidamente la ropa y salir al mundo a enfrentar lo peor. No todo es placer en la vida del aficionado a la “tetera”. Yo mismo viví un episodio penoso hace algunos años en el baño de una estación de subte “D” que prefiero no mencionar. Dos guardias de la vigilancia privada no dudaron en invadir mi intimidad exigiendo el inmediato desalojo del retrete. Imposible negarse. Aun recuerdo los comentarios moralistas y sarcásticos que, sin ningún pudor, nos dirigían a mí y a mi ocasional compañero estos dos sujetos. Sin responderles me retiré del lugar, indignado.

Estoy convencido de que los seres humanos no hacemos lo que queremos sino, apenas, lo que podemos. Es por esto que no me preocupa que alguien me acuse de fomentar el sexo en los baños públicos. La “tetera” no es para cualquiera y el que practica esta noble y antigua actividad no necesita de mi estímulo. Ya cuenta con su propio deseo. Habrá quien se imagina un tiempo en el que la “perversión” del sexo en los baños sea definitivamente exterminada. Es una esperanza tonta porque eso no sucederá jamás. Yo sueño con el día en el que todos los aficionados a la “tetera” sólo practiquemos, con sutileza de maestros, el arte de este encuentro. Ese día todos los que van a los baños a hacer pis y nada más no nos verán. Ese día solo nosotros seremos testigos de nuestra felicidad.

Amuleto por Roberto Bolaño, un inicio que manda Juan Ignacio Pisano.

Ésta será una historia de terror. Será una historia policíaca, un relato de serie negra y de terror. Pero no lo parecerá. No lo parecerá porque soy yo la que lo cuenta. Soy yo la que habla y por eso no lo parecerá. Pero en el fondo es la historia de un crimen atroz.
Yo soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir: soy la madre de la poesía mexicana, pero mejor no lo digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Así que podría decirlo. Podría decir: soy la madre y corre un céfiro de la chingada desde hace siglos, pero mejor no lo digo. Podría decir, por ejemplo: yo conocí a Arturito Belano cuando él tenía diecisiete años y era un niño tímido que escribía obras de teatro y poesía y no sabía beber, pero sería de algún modo una redundancia y a mí me enseñaron (con un látigo me enseñaron, con una vara de fierro) que las redundancias sobran y que sólo debe bastar con el argumento.
Lo que sí puedo decir es mi nombre.

Decalogo del perfecto cuentista por Horacio Quiroga

1
Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo

2
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tu mismo.

3
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

4
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

5
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adonde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

6
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “desde el río soplaba un viento frío”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

7
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

8
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

9
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

10
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

Consejos literarios para poner en practica, por Liliana Heker

Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto, aquel en que todos los problemas del mundo exterior han desparecido y solo existe el deseo compulsivo de sentarse y escribir: ese instante de perfección es altamente improbable. En general, uno se sienta a escribir venciendo cierta resistencia (salir del estado de ocio no es natural), uno oficia ciertos ritos dilatorios, uno, por fin, con cierta cautela, escribe. Y en algún momento descubre que esta sumergido hasta los pelos, que los problemas del mundo exterior han desaparecido, y que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.

En literatura no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro que una cara, o una jeta; “dijo que estaba harto” no equivale a “-estoy harto-, dijo”. Decidir cual música, que textura, cuanta carga de afecto o de violencia debe guardar una palabra o una frase, dar con una sintaxis; ir tanteando –ir sosteniendo- el ritmo interno de un relato; eso y no otra cosa es el oficio de escribir.

La primera versión de un texto es solo un mal necesario. Suele estar tan lejos de aquello completo e intenso que uno difusamente ha concebido; que ir construyéndola provoca cierta inquietud. Lo bueno es lo que viene después: trabajar sobre ese primer borrador, y los que siguen, hasta ir acercándose lentamente a eso que se busca. Cuando uno descubre que ése es, de verdad, el acto creador, que corregir no es otra cosa que ir encontrando el Moisés dentro del bloque de mármol, cuando uno se desentiende del tiempo que lleva ese acercamiento y solo le importa hasta que punto el texto va aproximándose a la forma que le corresponde., entonces ya no necesita que otros le confirmen que es escritor. No le hace falta que le digan que el texto literario es un hecho artístico.

La espontaneidad no es un valor en literatura. Aferrarse a una frase o a una palabra simplemente porque ha salido así del alma es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera un leitmotiv al final de cada estrofa. Y, naturalmente, el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces conviene sacrificar al loro.

La inspiración no existe, en eso es como las brujas. Entonces, cuando las palabras parecen cantarle a uno en la oreja, y siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa que debe tener, uno puede llamar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, solo que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de no escribir más que una pagina en la vida.

Hay que nutrirse de los credo y hay que aprender a dudar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es uno mismo que, a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.