23 de diciembre de 2007

No se suspende por lluvia, por Juan Ignacio Pisano

Llueve. Poco, pero llueve. Prefiero no tocar timbre todavía y espero a ver si se me pasa el dolor de cabeza. Cierro bien la campera y me pongo la capucha. Doy una vuelta manzana, paso por la panadería de siempre, la panadera me saluda. Le contaría que hoy es el aniversario de la muerte de Osvaldo, mi tío abuelo y su cliente de toda la vida, pero me limito a comprar las mismas facturas que como desde que me salió el primer diente.
Camino por Avelino Díaz. Puedo ver el supermercado que antes era la cancha de San Lorenzo. La cancha donde mi tío se pasó la mayoría de sus domingos. Me deprime este lugar, esta lápida. Entro, agarro un changuito y me meto entre las góndolas. Mi tío pasó los últimos meses de su vida sentado en una silla de ruedas en un geriátrico, duro como una piedra, flaco, consumido por la tristeza. Su habitación era la número doce, me hace acordar a esos bosteros de mierda, decía. Pero a pesar de pedirlo varias veces, nunca logró que lo cambiaran de habitación. Recordaba, era lo único que hacía ahí adentro, cada segundo suyo en ese lugar era un viaje al pasado, sus ojos ciegos en algún rincón azaroso del suelo. Te estábamos esperando, decía cada vez que yo entraba a la habitación y lo saludaba, aunque siempre estuviera solo. No estaba loco, no tenía amigos invisibles, los demás eran su madre, San Lorenzo, el barrio, Avelino Díaz y Beauchef, el mármol de esa esquina, los barriles de vino tinto que movía con una mano hasta hace veinte años, la F-100, el Pichi.
Paso por la góndola de vinos, elijo alguno bueno y meto un par de botellas en el changuito. Mi tío me enseñó cuáles eran las buenas bodegas, pero a pesar de que vendía vino, no tomaba alcohol. Eso lo heredé de mi abuelo. De golpe quiero estar en alguna de esas tardes en las que veníamos con el Tío a este supermercado exclusivamente a comprar golosinas. Escuchar su risa que era como un grito ahogado. El carraspeo constante, más por manía que otra cosa. Y entonces empiezo un diálogo imaginario y le pregunto si está preparado para enfrentar de nuevo después de tantos años a los amargos del globo, esos muertos, responde, cuatro les hacemos hoy. Me dice que es una lástima que el día esté feo, que llueva. Me pregunta si se suspende el partido. El partido se juega, le digo. Tengo la bandera en la mochila. Es la bandera que mi tío mandó a coser cuando los Matadores consiguieron el campeonato invicto en el ´68. La traje para mostrársela a mi abuela, para que vea que a pesar de que no voy a la cancha y de que casi no me entero cómo salen los partidos todavía la guardo.
Salgo del supermercado y camino bajo una lluvia que se hace más fuerte a cada paso que doy.

Avelino Diaz y Beuchef. En la esquina está el local donde mi tío tenía el despacho de vino, aceite y otras cosas. La casa es la primera sobre Beauchef después de la esquina. Ahí nació mi tío Osvaldo, mi abuela, mi viejo, mi hermana, ahí nací yo. El local se lo alquilan a un tipo que puso un negocio de ropa, y hoy está cerrado. Para cubrirme de la lluvia me siento en el mármol de la esquina, abajo del toldo. Me hiciste acordar a tu tío, todos los domingos se sentaba ahí para hacer tiempo antes de ir a la cancha, dice Don Esteban. Miro para arriba y lo veo debajo de un paraguas azulgrana, sonríe y me pregunta sino voy a ver el partido contra los quemeros. Le digo que me quedo con la abuela. Haces bien, dice, y me pregunta dónde enterramos a mi tío, quiere ir a visitarlo algún día. Le cuento que tiramos las cenizas en el césped de la cancha ¿No está prohibido eso?, pregunta y yo me limito a afirmar con la cabeza. Vuelve a sonreír, me palmea un par de veces el hombro y se va. Por los auriculares de mi radio escucho que el partido está por empezar.
Mi tío me dijo varias veces que cuando muriera quería ser cremado, y que las cenizas tenían que ir a parar al césped de la cancha. Don Esteban tiene razón, el tipo que nos habilitó la entrada ese jueves a la mañana en el club lo dijo: está prohibido tirar las cenizas en el césped, pero agregó que podíamos hacerlo contra alguna de las plateas. Cruzamos la cancha, estábamos mi abuela, mi viejo y yo. Llegamos a la platea Sur, mi viejo llevaba la cajita que guardaba a mi tío, a las cenizas de mi tío. Una cajita guardando al tipo que me enseño a patear una pelota, a andar en bicicleta, el que antes del puto accidente cerebro vascular venía todos los sábados a verme y me daba plata para salir, mi tío en una cajita del tamaño de una caja de zapatos para nenes. Mi viejo abrió la caja y tiró las cenizas contra la pared de la base de la platea. Mi abuela lloraba y acariciaba las cenizas de su hermano. El tipo que nos habilitó la entrada nos esperaba a unos veinte metros. Agarré un poco de esas piedritas y ese polvo que me rajaban las manos. Apreté bien fuerte el puño y cuando volví caminando, justo en la mitad de la cancha, abrí la mano y lo dejé ir.

Es hora de entrar a lo de mi abuela. Toco el timbre y me abre. Me saluda con un beso ruidoso y un abrazo. Siempre me saluda con un beso ruidoso y un abrazo. El partido está cero a cero, me saco los auriculares y apago la radio, mi abuela lo mira por tele. Me pregunta si quiero tomar mate, respondo que sí y pongo a calentar el agua. Sé que en cualquier momento se viene un comentario, me acerco a ella y la abrazo. Ella también me abraza, apoya la cabeza en mi pecho y me acaricia despacio la espalda.
-Traje facturas- digo después de unos largos segundos.
-Sabés que no puedo.
La miro con una sonrisa.
-Una, y sólo porque las trajiste vos.
-Mientras se calienta el agua voy a buscar algo arriba.
-Andá nomás.-responde mi abuela y empieza a tararear un tango.
Subo la escalera y entro a la pieza de mi tío. La habitación ordenada y limpia, como si él fuera a volver en algún momento. Me siento en la cama y veo esa foto que siempre tuvo en su mesa de luz. La saco del portarretratos y la miro como sino la hubiera visto nunca: me tiene con un brazo, yo no debo pasar de los tres años, tengo puesta la camiseta de San Lorenzo, el pantalón, las medias y un gorrito que me queda grande; sonrío con esa alegría que solo tienen los nenes; mi tío sonríe con esa alegría que solo un nene muy amado puede darle a un viejo. Mi abuela me avisa que el agua ya está y que suspendieron el segundo tiempo del partido por la tormenta. Miro de nuevo la foto, con un brazo mi tío me sostiene a mí y con el otro una bolsita de caramelos. Sus cenizas están en la cancha. La frase me tranquiliza. Sus cenizas están en la cancha. Repetirla me hace bien. Dejo la foto en la mesa de luz. Entro a la cocina. Mi abuela mira tele, puso las facturas en un plato sobre la mesa. La pava y el mate están frente a mi silla vacía. Me acerco a la ventana, el agua ya subió a la vereda. La lluvia no suspende ausencias, pero la ausencia inunda como la peor de las tormentas. Apoyo la frente contra la ventana y veo cómo poco a poco el agua turbia se acerca a la pared de la casa, hasta que mi respiración empaña el vidrio, y ya no logro ver nada.


"Zama", por Antonio di Benedetto, 1956. Está dedicada "A las víctimas de la espera". Estos primeros párrafos son un aporte de Alberto Celesia.

Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron donde están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no.

Manuales de felicidad por Santiago Asorey


A Barbie...

“Mientras mas profundo era su dolor, mas salvaje era su canto, porque cantaba del Amor perfeccionado por la muerte, del amor que no muere en la tumba” Oscar Wilde


Cruzo por Libertador hacia a la esquina de una calle que conozco más que nadie. Una brisa de nafta es el principio de mi camino. La estación de servicio. La esquina y en cada paso me tiembla el cuerpo, como si caminase a un paredón de fusilamiento. Me detengo a encender un cigarrillo, tengo tiempo, entonces miro. Un pibe de mi edad se cubre la cara como si tuviese vergüenza. Inhala pegamento de una bolsa, parece enorme entre las facciones curtidas. Da la impresión de que en cualquier momento se cae adentro, y queda atrapado en una oscuridad narcotizada. Son sólo maneras de escapar, un alivio, una oportunidad de sentirse bien que no se menciona en los manuales de felicidad. Yo quiero ser un chico envuelto en una bolsa y que nadie me vea la cara, esconderme en un hueco adentro de otro y nunca más aparecer. Prenderme fuego y elegir definitivamente lo que aquel pibe nunca elegiría si tuviese opción. Sigo adelante y en el cordón de la vereda una bolsa negra de basura hace la noche más negra de lo que es. Un cartonero da manotazos entre vidrios y pañales desparramados: Un gladiador destripando a un león enorme de plástico. Esquivo al cartonero y me resguardo en la oscuridad, pienso en la habitación que me espera, me la imagino a María retorciéndose sobre su cama. La imagino girar buscando el lado que no duela tanto pero es inútil, sólo se atornilla al dolor. En la plaza una pareja de enamorados roza sus mejillas como si fuese inminente el fin del mundo. Ella entrecierra los ojos como si por su cara estuviesen deslizando pétalos y yo siento que apoyo sobre alguna tumba fría la cara contra la piedra para escuchar el sonido hueco de caracol. Otra vez las puntadas, la paralización, la respiración agitada. Lo de María es irreversible, me dijo Inés el otro día en el auto, también dijo que nunca se queja, y siempre fue así, ella lo sabe porque la conoce desde antes que yo naciera, desde antes que yo conociera sus caricias, su ternura. Leí en un grafitti de la calle. Las verdaderas historias no se escriben, se sangran. A mí qué carajo me importan las palabras. Qué mierda me importa la verdad. Si todo se pudre en el cementerio, si siempre todo se pudre en el corazón. Lo sé. María se muere, y yo estoy y a la vez no estoy a su lado.

Algo me interrumpe, lejano de otra dimensión pero justo a mis espaldas. Tenes que buscar mas, queda solo para una hora. Trato de llegar lo mas rápido que puedo a la farmacia, necesito un alivio. Realmente necesito un alivio. El vendedor de la farmacia me espera como siempre, esta todo arreglado, sabe que no existe la receta, me la va dar igual, sabe quién soy. Hay tantas cosas que no existen pero eso no tiene nada que ver con el dolor, con los ojos suplicantes, con la voz quebrada y el color de la enfermedad en su cara. Un hongo destruyendo su sonrisa. Esa sonrisa que en el pasado la hizo indestructible de alegría y ahora es una cara sin ojos ni boca. Entonces en el cielo nocturno, una estrella solitaria, un aujerito blanco que puede ser el culo de Dios. Y nosotros acá bajo. Pienso en la indiferencia del farmacéutico, me la entrega mientras le mira las piernas a una rubia decolorada. Y pensar en eso me enciende la rabia de nuevo. Se lo arranco de la mano y sigo viaje. El frasco solo tiene la M, el resto de la palabra esta arrancada, no existe.

Entro al departamento y la encuentro a Inés en la puerta de la habitación. Arriba de la mesita de luz vibra la cuchara de María que establece un ritmo. Es el ritmo de los espasmos a través del cuerpo, escapan lentamente por las sábanas, hacen de la habitación un gran tambor negro que resuena en mi cabeza, una y otra vez. Es solo un alivio, me dice Inés y los ojos se me parten en pedazos líquidos. No puedo llorar. Y todas mis palabras serían inútiles, y todas las cosas siguen igual que hace cinco segundos. Afuera los jacarandáes son grises y son parte de la plaza del pibe, el cartonero y la pareja de enamorados. Los imagino cerca. Le tomo la mano a María. Y la cama ahora es una licuadora de carne, huesos y alma. El ritmo negro sigue pulsando sobre la cuchara, ella levanta la mirada quiere más: Un poco de piedad. Eso es lo único que pide. Eso es lo único que le damos.


Para el alma imposible de mi amada. Por César Vallejo en "Los heraldos negro", 1917. Gracias a la colaboración de Alberto Celesia

Para el alma imposible de mi amada

Por César Vallejo
En “Los heraldos negros”, 1917


Amada: no has querido plasmarte jamás
como lo ha pensado mi divino amor.
Quédate en la hostia,
ciega e impalpable,
como existe Dios.

Si he cantado mucho, he llorado más
por ti ¡oh mi parábola excelsa de amor!
Quédate en el seso,
y en el mito inmenso
de mi corazón!

Es la fe, la fragua donde yo quemé
el terroso hierro de tanta mujer;
y en un yunque impío te quise pulir.
Quédate en la eterna
nebulosa, ahí,
en la multicencia de un dulce noser.

Y si no has querido plasmarte jamás
en mi metafísica emoción de amor,
deja que me azote,
como un pecador.

Morfina para el alma por Santiago asorey


Vengo de la casa de él. Tengo miedo de que se enferme o se vuelva loco. Anoche leí que Syd Barret se volvió loco por la muerte de su papa. Mi dureza se mantiene intacta. No llore. Lo abrace todo lo que pude. Como si cada caricia pudiese alejarlo de la cama de su papa enfermo. No alcanza. Cree que me esta perdiendo. En realidad me dijo que cree que se esta perdiendo a el mismo. En un momento le pregunte en que pensaba. En como las enfermeras desvisten a las personas postradas en una cama. Le dije que tal vez no era casualidad que nos conociéramos justo en esta época. Tal vez no lo hubiese soportado solo y por eso estamos juntos. Después me fui por que se hacia muy tarde. Oscurece demasiado rápido estos días. Se que le fue a poner morfina a su papa. Nunca me mostró como lo hace. Ojalá existiese morfina para el alma. Cuando me volvía para casa, en la esquina tres policías miraban por el agujero de una alcantarilla destapada. Escuche que uno le preguntaba al otro. ¿Qué paso? Encontraron alguien abajo. No pare y seguí caminando.

10 de diciembre de 2007

Un muchacho en Roma por John Cheever (fragmento). Un inicio de relato aportado por Daniel Alvarez.

Está lloviendo en Roma –escribió el muchacho-; vivimos en un palacio de techo dorado y las glicinas están en flor, pero en esta ciudad no se escucha el rumor de la lluvia. Al principio solíamos pasar los veranos en Nantucket y los inviernos en Roma, y allá en Norteamérica se puede oír la lluvia, y me gusta estar en la cama por la noche y escuchar cómo corre por la hierba como si fuera fuego, porque entonces uno ve con lo que llamamos el ojo de la mente toda la serie de cosas diversas que crecen en los pastos junto al mar: brezos, tréboles y helechos. Solíamos bajar a Nueva York en otoño y embarcarnos en octubre, y el mejor recuerdo de esos viajes eran las fotos que el fotógrafo del barco sacaba y colocaba en la biblioteca después de la juerga: los hombres con sombreros de mujer, ancianos que jugaban al juego de la sillas y todo ello iluminado por las luces del flash para que pareciese una tormenta en el bosque. Yo jugaba al ping-ping con los viejos y gané todos los torneos de la travesía hacia el este. Gané una cartera de piel de cerdo en un viaje de la compañía italiana, un juego de pluma y lápiz de la American Export y tres pañuelos de la Home Lines, y una vez viajé en un barco griego gané un encendedor. Se lo regalé a mi padre, porque en aquellos tiempos yo no bebía, ni fumaba, ni juraba, ni hablaba italiano.
Mi padre era bueno conmigo, cuando era pequeño me llevaba al zoo, me dejaba montar a caballo y siempre me compraba algún pastel y me invitaba a una naranjada en un café, mientras me la tomaba, él siempre se bebía un vermut con una medida doble de ginebra o (más tarde) un martini, cuando había tantos norteamericanos en Roma, pero no estoy escribiendo un cuento sobre un muchacho que ve a su padre despachar a escondidas unos tragos. Las únicas veces que yo hablaba italiano era cuando mi padre y yo íbamos a ver al cuervo de los jardines Borghese y le dábamos cacahuetes. El cuervo decía “buon giorno” al vernos y yo respondía “buon giorno”, y cuando le daba el cacahuate decía “grazie”, y al marcharnos nos decía “ciao”. Mi padre murió hace tres años y está enterrado en el cementerio protestante de Roma. Al entierro asistió mucha gente, y al término de la ceremonia mi madre me abrazó y me dijo:
- Nunca lo dejaremos aquí solo, ¿verdad Pietro? Nunca jamás lo dejaremos aquí solo, ¿Verdad que no, cariño?
Algunos norteamericanos viven en Roma para eludir los impuestos, y otros viven allí porque están divorciados o son excesivamente concupiscentes o poéticos o tienen alguna razón para creer que podrían ser perseguidos en la patria, y hay algunos que viven en Roma porque los huesos de mi padre yacen en el cementerio protestante.

Un día perfecto para el pez plátano por J.D. Salinger. Texto completo de su cuento enviado por Santiago Asorey

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé... el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
—Muy bien—dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá... ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura?—dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
—¿Y...?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
—Mamá, esta llamada va a costar una for...
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño...
—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué?—dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire—dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua—dijo.
—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
—¿Un qué?
—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé—dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
—No veo ninguno—dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces plátano.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué?—preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez plátano.
—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice?—dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

Carta a Vicki por Rodolfo Walsh. Un texto seleccionado por Santiago Asorey

Querida Vicki.
La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión... cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico. No terminé ese gesto. El mundo estuvo parado ese segundo. Después les dije a Mariana y a Pablo: -Era mi hija. Suspendí la reunión. Estoy aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte, no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados.
Si, tuve miedo por vos, como vos tuviste miedo por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Se muy bien por qué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas.
Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más. No podré despedirme, vos sabés por qué.
Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio, querida mía.
5/10. Hablé con tu mamá. Está orgullosa en su dolor, segura de haber entendido tu corta, dura, maravillosa vida. Anoche tuve una pesadilla torrencial, en la que había una columna de fuego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba de alguna profundidad.
Hoy en el tren un hombre decía: -Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año. Hablaba por él, pero también por mí.

El balcón (fragmento) por Felisberto Hernández. Un aporte de Alberto Celesia.

Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste en seguida se hubiese apagado en el musgo.
El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.

"Los asesinos". Por Ernest Hemingway. Un aporte de Alberto Celesia.

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces por qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, Sra. Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la Sra. Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Sra. Bell.
-Bueno, buenas noches, Sra. Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.

Hardcore por Juan Ignacio Pisano.

Pone a calentar agua, prepara el mate. No revisa los mails hace algunos días y se sienta frente a la computadora. Ve la pila de apuntes, que le recuerdan un inminente parcial, desparramados sobre el escritorio. Los toca, se promete agarrarlos en un rato. Revisar mails después de varios días le produce intriga, piensa que alguna sorpresa aguarda a que la descubra. Nunca hay sorpresa, nunca hay nada interesante. Está a punto de cerrar la casilla cuando le llega un mail de un amigo. Es un link a un sitio porno. Piensa que puede ser una buena manera de distraerse. Últimamente siente que mejor sería deshacerse de su vida, cambiarla por otra. Una distracción ligera. Una forma de olvidar. Decide confiar en su amigo. Suena el teléfono.
Hola, es ella. Un silencio corto, pero interminable. La página porno está abierta, una morocha se arrodilla en la pantalla. Él mira y su erección es inmediata ¿Estabas estudiando?, dice ella. Por empezar ¿Es mucho? ¿Qué cosa? El parcial ¿Podemos hablar? Sí ¿Qué hacemos? ¿Con qué? ¿Cómo con qué, Agus? Con nosotros. No sé, tenemos que darnos tiempo ¿Cómo tiempo? Su pantalón y calzoncillo de pronto descansan junto a los pies de la silla. No me digas eso. No se qué decirte. Sos tan frío. Los dos callan, silencio que dura varios segundos. El otro día, cuando salimos del bar, el sábado creo que fue, o el viernes… y lo del lunes… no me podés hacer esas cosas… ¿Y yo? ¡¿Y yo?! Vos y vos, piensa él ¿Me escuchás? Sí ¿Qué lugar ocupo en tu vida? Sos mi novia. No parece, no me siento tu novia, no me siento nada con vos. Respondeme, dice ella. Él mira la pantalla. Hardcore, tríos, grupos. Sos una mierda. Pará, Julieta. No te importa nada, te estoy hablando y no te importa ¿Qué hiciste ayer? Te llamé mil veces al celular. Ya te dije, sos mi novia ¿Qué decís? Se acomoda el tubo entre el hombro y la cabeza ¿Me estás escuchando? ¿Qué estás haciendo? El tubo del teléfono se le desliza un poco por su hombro. ¿Qué estás haciendo, Agustín? El tubo se le está por caer, el cuerpo se le sacude en vibraciones leves, cada pequeña agitación de su mano es una distancia más que recorre el tubo en el hombro ¿Me vas a contestar, Agustín? Un video se acaba de descargar. Suelta el mouse, agarra de nuevo el tubo del teléfono con la mano, el video empieza, una rubia parece bailar zamba arriba de un tipo al que solo se le ven las piernas. Escucho ruido, ¿estás solo? Sí ¿Qué hacemos?, dice ella. Te dije que no sé. Hay alguien, escucho voces. Baja el volumen de los parlantes. Sí que sabes qué hacer, sabes que esto se termina y no te importa. No, no es eso. Sí, es eso. No llores. Lloro todo lo que quiero. Se le va una pierna y patea el termo que estaba apoyado junto a la silla, hay una pequeña explosión, se derrama agua caliente por el piso. Eso querés ¿no? Verme llorar, ¿a las otras también las haces llorar? ¿A quiénes? La rubia baila un zamba cada vez más veloz arriba del tipo al que solo se le ven las piernas ¿Te pensás que soy boluda? Pero te perdono, si las dejás por mí te perdono. Ahora contestame, ¿las hacés llorar? No estoy con nadie más, Julieta. Las haces llorar, forro, morite hijo de puta ¿Porqué no te morís ahora y le haces un favor a la humanidad? La voz de Julieta se transforma para él en un zumbido molesto. Julieta, no hay nadie más ¡Mentira!, dice ella. Aunque vos no sepas yo me entero de las cosas ¿Qué cosas? Ella no responde pero ese zumbido persiste. La rubia dejó de bailar zamba, se arrodilló frente al tipo al que ahora lo que no se le ven son las piernas. ¿Qué te enteraste, Julieta? Ella sigue callada. Contame te dije. No sos impune, Agustín, seguro que mientras hablás conmigo chateas con alguna. El zumbido es cada vez más molesto, una punzada insufrible que le perfora el odio. Aparta el tubo de la oreja, lo mantiene con una mano lejos y escucha un murmullo ínfimo. Mira un tatuaje que tiene la rubia en el cuello, lo observa con detenimiento, pero no logra distinguir el dibujo. Acerca de nuevo el tubo. No llores más, Julieta. Hablame, decí algo. La rubia se prepara para recibir el semen del tipo al que ahora solo se le ve la verga. Julieta se suena la nariz, Agustín siente la punzada bien adentro en el oído. La rubia abre la boca y espera. Julieta, dice él, pero ella no contesta. El tipo le pega al tatuaje, Agustín sonríe por la puntería. Julieta se suena de nuevo la nariz ¡La puta madre, hablame y no llores! Acá el único que no llora sos vos. El tubo del teléfono cae, él se levanta de la silla, apoya una mano contra la pared, queda encorvado y apunta al piso, tiene esos segundos de ausencia con el mundo, se mantiene en esa posición. Respira hondo. Mira los apuntes sobre el escritorio y se sienta despacio frente a la computadora. El teléfono tirado en el piso, el video en la pantalla, la tarde que termina. Agustín siente que el culo se le moja contra la cuerina de la silla. Vuelve a pararse y una pequeña brisa, dando en la transpiración de la piel, le da una sensación de alivio. El oído ya no le molesta. Mira desde lo alto el pantalón como esposas en sus tobillos, piensa que si se pusiera a caminar lo haría con la gracia de un pingüino, pero no tiene ganas de caminar, ni de levantarse los pantalones, solo de estar así un rato más, parado, sin moverse.