A Barbie...
“Mientras mas profundo era su dolor, mas salvaje era su canto, porque cantaba del Amor perfeccionado por la muerte, del amor que no muere en la tumba” Oscar Wilde
Cruzo por Libertador hacia a la esquina de una calle que conozco más que nadie. Una brisa de nafta es el principio de mi camino. La estación de servicio. La esquina y en cada paso me tiembla el cuerpo, como si caminase a un paredón de fusilamiento. Me detengo a encender un cigarrillo, tengo tiempo, entonces miro. Un pibe de mi edad se cubre la cara como si tuviese vergüenza. Inhala pegamento de una bolsa, parece enorme entre las facciones curtidas. Da la impresión de que en cualquier momento se cae adentro, y queda atrapado en una oscuridad narcotizada. Son sólo maneras de escapar, un alivio, una oportunidad de sentirse bien que no se menciona en los manuales de felicidad. Yo quiero ser un chico envuelto en una bolsa y que nadie me vea la cara, esconderme en un hueco adentro de otro y nunca más aparecer. Prenderme fuego y elegir definitivamente lo que aquel pibe nunca elegiría si tuviese opción. Sigo adelante y en el cordón de la vereda una bolsa negra de basura hace la noche más negra de lo que es. Un cartonero da manotazos entre vidrios y pañales desparramados: Un gladiador destripando a un león enorme de plástico. Esquivo al cartonero y me resguardo en la oscuridad, pienso en la habitación que me espera, me la imagino a María retorciéndose sobre su cama. La imagino girar buscando el lado que no duela tanto pero es inútil, sólo se atornilla al dolor. En la plaza una pareja de enamorados roza sus mejillas como si fuese inminente el fin del mundo. Ella entrecierra los ojos como si por su cara estuviesen deslizando pétalos y yo siento que apoyo sobre alguna tumba fría la cara contra la piedra para escuchar el sonido hueco de caracol. Otra vez las puntadas, la paralización, la respiración agitada. Lo de María es irreversible, me dijo Inés el otro día en el auto, también dijo que nunca se queja, y siempre fue así, ella lo sabe porque la conoce desde antes que yo naciera, desde antes que yo conociera sus caricias, su ternura. Leí en un grafitti de la calle. Las verdaderas historias no se escriben, se sangran. A mí qué carajo me importan las palabras. Qué mierda me importa la verdad. Si todo se pudre en el cementerio, si siempre todo se pudre en el corazón. Lo sé. María se muere, y yo estoy y a la vez no estoy a su lado.
Algo me interrumpe, lejano de otra dimensión pero justo a mis espaldas. Tenes que buscar mas, queda solo para una hora. Trato de llegar lo mas rápido que puedo a la farmacia, necesito un alivio. Realmente necesito un alivio. El vendedor de la farmacia me espera como siempre, esta todo arreglado, sabe que no existe la receta, me la va dar igual, sabe quién soy. Hay tantas cosas que no existen pero eso no tiene nada que ver con el dolor, con los ojos suplicantes, con la voz quebrada y el color de la enfermedad en su cara. Un hongo destruyendo su sonrisa. Esa sonrisa que en el pasado la hizo indestructible de alegría y ahora es una cara sin ojos ni boca. Entonces en el cielo nocturno, una estrella solitaria, un aujerito blanco que puede ser el culo de Dios. Y nosotros acá bajo. Pienso en la indiferencia del farmacéutico, me la entrega mientras le mira las piernas a una rubia decolorada. Y pensar en eso me enciende la rabia de nuevo. Se lo arranco de la mano y sigo viaje. El frasco solo tiene la M, el resto de la palabra esta arrancada, no existe.
Entro al departamento y la encuentro a Inés en la puerta de la habitación. Arriba de la mesita de luz vibra la cuchara de María que establece un ritmo. Es el ritmo de los espasmos a través del cuerpo, escapan lentamente por las sábanas, hacen de la habitación un gran tambor negro que resuena en mi cabeza, una y otra vez. Es solo un alivio, me dice Inés y los ojos se me parten en pedazos líquidos. No puedo llorar. Y todas mis palabras serían inútiles, y todas las cosas siguen igual que hace cinco segundos. Afuera los jacarandáes son grises y son parte de la plaza del pibe, el cartonero y la pareja de enamorados. Los imagino cerca. Le tomo la mano a María. Y la cama ahora es una licuadora de carne, huesos y alma. El ritmo negro sigue pulsando sobre la cuchara, ella levanta la mirada quiere más: Un poco de piedad. Eso es lo único que pide. Eso es lo único que le damos.
5 comentarios:
Me encanta este cuento. Muy bueno, Santi.
Juan
Muchas gracias, Juan!!!
Santi
Que bueno Santi !! Es desesperante y a la vez tiene como una cosa de resignación en la tristeza...
Me gustó mucho.
Alberto.
MUCHAS GRACIAS A TODOS POR LA FUERZA Y EL CARIÑO!
sAnTi
guau, me re gustó esto.
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