10 de diciembre de 2007

Un muchacho en Roma por John Cheever (fragmento). Un inicio de relato aportado por Daniel Alvarez.

Está lloviendo en Roma –escribió el muchacho-; vivimos en un palacio de techo dorado y las glicinas están en flor, pero en esta ciudad no se escucha el rumor de la lluvia. Al principio solíamos pasar los veranos en Nantucket y los inviernos en Roma, y allá en Norteamérica se puede oír la lluvia, y me gusta estar en la cama por la noche y escuchar cómo corre por la hierba como si fuera fuego, porque entonces uno ve con lo que llamamos el ojo de la mente toda la serie de cosas diversas que crecen en los pastos junto al mar: brezos, tréboles y helechos. Solíamos bajar a Nueva York en otoño y embarcarnos en octubre, y el mejor recuerdo de esos viajes eran las fotos que el fotógrafo del barco sacaba y colocaba en la biblioteca después de la juerga: los hombres con sombreros de mujer, ancianos que jugaban al juego de la sillas y todo ello iluminado por las luces del flash para que pareciese una tormenta en el bosque. Yo jugaba al ping-ping con los viejos y gané todos los torneos de la travesía hacia el este. Gané una cartera de piel de cerdo en un viaje de la compañía italiana, un juego de pluma y lápiz de la American Export y tres pañuelos de la Home Lines, y una vez viajé en un barco griego gané un encendedor. Se lo regalé a mi padre, porque en aquellos tiempos yo no bebía, ni fumaba, ni juraba, ni hablaba italiano.
Mi padre era bueno conmigo, cuando era pequeño me llevaba al zoo, me dejaba montar a caballo y siempre me compraba algún pastel y me invitaba a una naranjada en un café, mientras me la tomaba, él siempre se bebía un vermut con una medida doble de ginebra o (más tarde) un martini, cuando había tantos norteamericanos en Roma, pero no estoy escribiendo un cuento sobre un muchacho que ve a su padre despachar a escondidas unos tragos. Las únicas veces que yo hablaba italiano era cuando mi padre y yo íbamos a ver al cuervo de los jardines Borghese y le dábamos cacahuetes. El cuervo decía “buon giorno” al vernos y yo respondía “buon giorno”, y cuando le daba el cacahuate decía “grazie”, y al marcharnos nos decía “ciao”. Mi padre murió hace tres años y está enterrado en el cementerio protestante de Roma. Al entierro asistió mucha gente, y al término de la ceremonia mi madre me abrazó y me dijo:
- Nunca lo dejaremos aquí solo, ¿verdad Pietro? Nunca jamás lo dejaremos aquí solo, ¿Verdad que no, cariño?
Algunos norteamericanos viven en Roma para eludir los impuestos, y otros viven allí porque están divorciados o son excesivamente concupiscentes o poéticos o tienen alguna razón para creer que podrían ser perseguidos en la patria, y hay algunos que viven en Roma porque los huesos de mi padre yacen en el cementerio protestante.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La potencia narrativa de Cheever me golpea de una manera increible. Hace poco lei los diarios. La sinceridad descarnada, la emoción de la vida que Cheever proyecta sobre su literatura. Esa busqueda constante de su alma a traves de las palabras hace que todo lo que yo escriba me suene tonto. Gracias por este aporte maravilloso.

Santi