23 de diciembre de 2007

No se suspende por lluvia, por Juan Ignacio Pisano

Llueve. Poco, pero llueve. Prefiero no tocar timbre todavía y espero a ver si se me pasa el dolor de cabeza. Cierro bien la campera y me pongo la capucha. Doy una vuelta manzana, paso por la panadería de siempre, la panadera me saluda. Le contaría que hoy es el aniversario de la muerte de Osvaldo, mi tío abuelo y su cliente de toda la vida, pero me limito a comprar las mismas facturas que como desde que me salió el primer diente.
Camino por Avelino Díaz. Puedo ver el supermercado que antes era la cancha de San Lorenzo. La cancha donde mi tío se pasó la mayoría de sus domingos. Me deprime este lugar, esta lápida. Entro, agarro un changuito y me meto entre las góndolas. Mi tío pasó los últimos meses de su vida sentado en una silla de ruedas en un geriátrico, duro como una piedra, flaco, consumido por la tristeza. Su habitación era la número doce, me hace acordar a esos bosteros de mierda, decía. Pero a pesar de pedirlo varias veces, nunca logró que lo cambiaran de habitación. Recordaba, era lo único que hacía ahí adentro, cada segundo suyo en ese lugar era un viaje al pasado, sus ojos ciegos en algún rincón azaroso del suelo. Te estábamos esperando, decía cada vez que yo entraba a la habitación y lo saludaba, aunque siempre estuviera solo. No estaba loco, no tenía amigos invisibles, los demás eran su madre, San Lorenzo, el barrio, Avelino Díaz y Beauchef, el mármol de esa esquina, los barriles de vino tinto que movía con una mano hasta hace veinte años, la F-100, el Pichi.
Paso por la góndola de vinos, elijo alguno bueno y meto un par de botellas en el changuito. Mi tío me enseñó cuáles eran las buenas bodegas, pero a pesar de que vendía vino, no tomaba alcohol. Eso lo heredé de mi abuelo. De golpe quiero estar en alguna de esas tardes en las que veníamos con el Tío a este supermercado exclusivamente a comprar golosinas. Escuchar su risa que era como un grito ahogado. El carraspeo constante, más por manía que otra cosa. Y entonces empiezo un diálogo imaginario y le pregunto si está preparado para enfrentar de nuevo después de tantos años a los amargos del globo, esos muertos, responde, cuatro les hacemos hoy. Me dice que es una lástima que el día esté feo, que llueva. Me pregunta si se suspende el partido. El partido se juega, le digo. Tengo la bandera en la mochila. Es la bandera que mi tío mandó a coser cuando los Matadores consiguieron el campeonato invicto en el ´68. La traje para mostrársela a mi abuela, para que vea que a pesar de que no voy a la cancha y de que casi no me entero cómo salen los partidos todavía la guardo.
Salgo del supermercado y camino bajo una lluvia que se hace más fuerte a cada paso que doy.

Avelino Diaz y Beuchef. En la esquina está el local donde mi tío tenía el despacho de vino, aceite y otras cosas. La casa es la primera sobre Beauchef después de la esquina. Ahí nació mi tío Osvaldo, mi abuela, mi viejo, mi hermana, ahí nací yo. El local se lo alquilan a un tipo que puso un negocio de ropa, y hoy está cerrado. Para cubrirme de la lluvia me siento en el mármol de la esquina, abajo del toldo. Me hiciste acordar a tu tío, todos los domingos se sentaba ahí para hacer tiempo antes de ir a la cancha, dice Don Esteban. Miro para arriba y lo veo debajo de un paraguas azulgrana, sonríe y me pregunta sino voy a ver el partido contra los quemeros. Le digo que me quedo con la abuela. Haces bien, dice, y me pregunta dónde enterramos a mi tío, quiere ir a visitarlo algún día. Le cuento que tiramos las cenizas en el césped de la cancha ¿No está prohibido eso?, pregunta y yo me limito a afirmar con la cabeza. Vuelve a sonreír, me palmea un par de veces el hombro y se va. Por los auriculares de mi radio escucho que el partido está por empezar.
Mi tío me dijo varias veces que cuando muriera quería ser cremado, y que las cenizas tenían que ir a parar al césped de la cancha. Don Esteban tiene razón, el tipo que nos habilitó la entrada ese jueves a la mañana en el club lo dijo: está prohibido tirar las cenizas en el césped, pero agregó que podíamos hacerlo contra alguna de las plateas. Cruzamos la cancha, estábamos mi abuela, mi viejo y yo. Llegamos a la platea Sur, mi viejo llevaba la cajita que guardaba a mi tío, a las cenizas de mi tío. Una cajita guardando al tipo que me enseño a patear una pelota, a andar en bicicleta, el que antes del puto accidente cerebro vascular venía todos los sábados a verme y me daba plata para salir, mi tío en una cajita del tamaño de una caja de zapatos para nenes. Mi viejo abrió la caja y tiró las cenizas contra la pared de la base de la platea. Mi abuela lloraba y acariciaba las cenizas de su hermano. El tipo que nos habilitó la entrada nos esperaba a unos veinte metros. Agarré un poco de esas piedritas y ese polvo que me rajaban las manos. Apreté bien fuerte el puño y cuando volví caminando, justo en la mitad de la cancha, abrí la mano y lo dejé ir.

Es hora de entrar a lo de mi abuela. Toco el timbre y me abre. Me saluda con un beso ruidoso y un abrazo. Siempre me saluda con un beso ruidoso y un abrazo. El partido está cero a cero, me saco los auriculares y apago la radio, mi abuela lo mira por tele. Me pregunta si quiero tomar mate, respondo que sí y pongo a calentar el agua. Sé que en cualquier momento se viene un comentario, me acerco a ella y la abrazo. Ella también me abraza, apoya la cabeza en mi pecho y me acaricia despacio la espalda.
-Traje facturas- digo después de unos largos segundos.
-Sabés que no puedo.
La miro con una sonrisa.
-Una, y sólo porque las trajiste vos.
-Mientras se calienta el agua voy a buscar algo arriba.
-Andá nomás.-responde mi abuela y empieza a tararear un tango.
Subo la escalera y entro a la pieza de mi tío. La habitación ordenada y limpia, como si él fuera a volver en algún momento. Me siento en la cama y veo esa foto que siempre tuvo en su mesa de luz. La saco del portarretratos y la miro como sino la hubiera visto nunca: me tiene con un brazo, yo no debo pasar de los tres años, tengo puesta la camiseta de San Lorenzo, el pantalón, las medias y un gorrito que me queda grande; sonrío con esa alegría que solo tienen los nenes; mi tío sonríe con esa alegría que solo un nene muy amado puede darle a un viejo. Mi abuela me avisa que el agua ya está y que suspendieron el segundo tiempo del partido por la tormenta. Miro de nuevo la foto, con un brazo mi tío me sostiene a mí y con el otro una bolsita de caramelos. Sus cenizas están en la cancha. La frase me tranquiliza. Sus cenizas están en la cancha. Repetirla me hace bien. Dejo la foto en la mesa de luz. Entro a la cocina. Mi abuela mira tele, puso las facturas en un plato sobre la mesa. La pava y el mate están frente a mi silla vacía. Me acerco a la ventana, el agua ya subió a la vereda. La lluvia no suspende ausencias, pero la ausencia inunda como la peor de las tormentas. Apoyo la frente contra la ventana y veo cómo poco a poco el agua turbia se acerca a la pared de la casa, hasta que mi respiración empaña el vidrio, y ya no logro ver nada.


7 comentarios:

Anónimo dijo...

Son dias dificiles. Hay silencio de muerte. Estoy solo en casa. cargo un dia entero de lo de siempre en mi espalda. Y ahora acabo de leer el cuento. Es emocionante. Es profundo y muy triste. y no quiero pensar que mañanana es la mierda de navidad. Feliz mierda de navidad. Gracias por el cuento. Gracias por la sinceridad. Gracias por la lluvia. Por la tormenta que no para nunca.

S.

Anónimo dijo...

Tu cuento me hizo volver el tiempo atras.Ver la esquina, el negocio....,y a vos chiquito sentado en el mostrador,junto al tio. Los sabados a la tarde en Calderon esperando su llegada con paquetes y la pava puesta para el mate. Nostalgia y alegria de este tio imborrable para todos. Mamá

Anónimo dijo...

Tu cuento es maravilloso. Fue tan hemoso verlo crecer, sentir en cada lectura su proximidad, su verdadero sentido tan único y tan multiple a un mismo tiempo. Gracias por la generosidad de compartir todo este proceso conmigo. Gracias por permitirme aprender tanto de él. Daniel el adiestrador.

Anónimo dijo...

Gracias por este cuento. Quedo buenisimo, Juan. Es muy lindo, tiene la sencillez de una historia familiar y a la vez transmite una sensación de angustia profunda que se va construyendo a lo largo del relato hasta llegar a ese final demoledor. Cuando uno ya se instalo en la paz de las facturas en la casa de la abuela, el personaje se para frente a la ventana, mira el agua turbia que avanza, y ya no puede ver nada mas. Eso me encantó.
Alberto.

Anónimo dijo...

Hermoso, tanto como duro, pega muy adentro.
Me haces recordar mochilas que no puedo abandonar.
Reflejas escribiendo lo que yo no puedo expresar, ni siquiera con palabras simples, y menos con una lagrima, como esa que me ocupa el ojo derecho, que pienso se equivoco de persona. Papa

Anónimo dijo...

Amigo, me gusto mucho el cuento. Esta al mismo nivel que cualquiera de Sacheri. El ritmo que tiene es muy bueno y practicamente uno puede visualizar todas tus palabras. Segui asi, tenes mucho futuro. Te dejo un abrazo de gol. Fer (el del bulo, el de siempre)

Alejandra dijo...

Tu cuento quedó increíble, fue hermoso verlo crecer hasta llegar a convertirse en lo que es. Seguro que a tu tío le encantaría leerlo.