Mira el lago parada sobre la roca, al borde del acantilado. Falta poco para que llegue la noche. La oscuridad borra la costa opuesta, pero ella no necesita verla. Conoce de memoria cada piedra, cada playa pequeña, cada árbol que lo rodea. Apenas vio el lago supo que tenía que estar cerca de él. Fue hace 15 años ¿o 16? No importa. Patea una piedra que cae por el acantilado hasta hundirse en el agua. A Ricardo solo le gustaba caminar por el bosque o a andar a caballo. A veces salía a cazar con unos perros que trajo de un viaje a Estados Unidos. Para Ricardo el lago era un adorno de la propiedad, de esa cabaña enorme que compró por que ella había insistido tanto. Cuando le pidió una lancha él se opuso. La idea le pareció ridícula.
Ricardo compró algunas tierras y empezó una pequeña explotación maderera. La maderera los obligaba a dejar la ciudad. A pasar muchos meses en la cabaña. Para Ricardo era hacer negocios, encontrar el modo de comprar mas tierras y alimentar una producción que no paraba de crecer. Para ella era vivir con su lago.
Tira un palo que se aleja de la costa. Es la hora en la que el agua se lo lleva todo. Lo sabe y esta seguridad, una certeza construida luego de 15 años de convivencia, le parece una forma de dialogo que la reconforta. De la cabaña se llega al acantilado por una senda de troncos. La mandó a construir apenas se instalaron en la primera temporada. Cuando llegan, mientras Ricardo supervisa cuestiones vinculadas a la maderera, ella va hasta la roca, que es el punto más alto de la costa, y mira el agua. Siente la necesidad profunda de comunicarse con la naturaleza que animan esos los movimientos, que viven en sus aguas, heladas aun en verano. Cuando se deprimía, estaba triste o cansada. O cuando Ricardo la trataba con desprecio, lo que cada vez pasaba mas seguido caminaba por la senda hasta la roca. Se paraba frente a las aguas y cerraba lo ojos vaciandose de lo deforme, lo monstruoso, lo pesado que cargaba sobre si. Lo soltaba para que cayera en la profundidad de esas aguas que lo devoraban todo sin decir palabra. Luego se sentía mejor, ligera, como menos sujeta a la tierra. Nunca se lo contó a Ricardo. Él le hubiera dicho que mejor se ocupara de cosas que sirvieran para algo. Por eso nunca se lo dijo, aunque cada vez que volvían de la ciudad a instalarse en la cabaña. Cada vez que se encontraba, parada en la roca frente al lago no se le ocurría qué otra cosa podía ser más importante que esas aguas frías, lavándola sin tocarla.
El viento le golpea la espalda. Con cuidado, se aleja un poco del borde de la roca. Es fácil caer. Y peligroso. Las aguas que son heladas y profundas, lo hacen portarse como a uno de esos amantes, capaces de todo menos de perdonar. El lago y la noche se funden. En algunas partes, es imposible saber cuales son los límites de cada uno. Siente frío. Se arropa en la campera. Se la trajo Ricardo de suiza el año pasado. Mira otra vez las aguas. Se quiere despedir antes de entrar a la cabaña. Hace una semana Ricardo le dijo que había encontrado un comprador para la cabaña y para la maderera. Le dijo que la madera ya no era negocio. Que lo mejor era vender todo mientras valiera algo. Con ese capital podrían comprar otra propiedad y dedicarse a producir soja. Ella no dijo nada. Que sabe ella de sojas o maderas si se pasó los últimos 15 años leyendo y tratando de entender a un lago. Mira esa parte del agua que todavía no se comió la noche. Algo sobresale apenas, de a segundos, como si las aguas lo empujaran hacia abajo. No puede distinguirlo bien pero no necesita hacerlo. Es Ricardo que flota boca abajo. Las aguas se llevan a Ricardo para que se lo trague la noche, que ya borró todos los límites. Ella se da vuelta y camina por la senda de troncos. Se siente ligera. Limpia. Como si nunca hubiera pisado la tierra.
Ricardo compró algunas tierras y empezó una pequeña explotación maderera. La maderera los obligaba a dejar la ciudad. A pasar muchos meses en la cabaña. Para Ricardo era hacer negocios, encontrar el modo de comprar mas tierras y alimentar una producción que no paraba de crecer. Para ella era vivir con su lago.
Tira un palo que se aleja de la costa. Es la hora en la que el agua se lo lleva todo. Lo sabe y esta seguridad, una certeza construida luego de 15 años de convivencia, le parece una forma de dialogo que la reconforta. De la cabaña se llega al acantilado por una senda de troncos. La mandó a construir apenas se instalaron en la primera temporada. Cuando llegan, mientras Ricardo supervisa cuestiones vinculadas a la maderera, ella va hasta la roca, que es el punto más alto de la costa, y mira el agua. Siente la necesidad profunda de comunicarse con la naturaleza que animan esos los movimientos, que viven en sus aguas, heladas aun en verano. Cuando se deprimía, estaba triste o cansada. O cuando Ricardo la trataba con desprecio, lo que cada vez pasaba mas seguido caminaba por la senda hasta la roca. Se paraba frente a las aguas y cerraba lo ojos vaciandose de lo deforme, lo monstruoso, lo pesado que cargaba sobre si. Lo soltaba para que cayera en la profundidad de esas aguas que lo devoraban todo sin decir palabra. Luego se sentía mejor, ligera, como menos sujeta a la tierra. Nunca se lo contó a Ricardo. Él le hubiera dicho que mejor se ocupara de cosas que sirvieran para algo. Por eso nunca se lo dijo, aunque cada vez que volvían de la ciudad a instalarse en la cabaña. Cada vez que se encontraba, parada en la roca frente al lago no se le ocurría qué otra cosa podía ser más importante que esas aguas frías, lavándola sin tocarla.
El viento le golpea la espalda. Con cuidado, se aleja un poco del borde de la roca. Es fácil caer. Y peligroso. Las aguas que son heladas y profundas, lo hacen portarse como a uno de esos amantes, capaces de todo menos de perdonar. El lago y la noche se funden. En algunas partes, es imposible saber cuales son los límites de cada uno. Siente frío. Se arropa en la campera. Se la trajo Ricardo de suiza el año pasado. Mira otra vez las aguas. Se quiere despedir antes de entrar a la cabaña. Hace una semana Ricardo le dijo que había encontrado un comprador para la cabaña y para la maderera. Le dijo que la madera ya no era negocio. Que lo mejor era vender todo mientras valiera algo. Con ese capital podrían comprar otra propiedad y dedicarse a producir soja. Ella no dijo nada. Que sabe ella de sojas o maderas si se pasó los últimos 15 años leyendo y tratando de entender a un lago. Mira esa parte del agua que todavía no se comió la noche. Algo sobresale apenas, de a segundos, como si las aguas lo empujaran hacia abajo. No puede distinguirlo bien pero no necesita hacerlo. Es Ricardo que flota boca abajo. Las aguas se llevan a Ricardo para que se lo trague la noche, que ya borró todos los límites. Ella se da vuelta y camina por la senda de troncos. Se siente ligera. Limpia. Como si nunca hubiera pisado la tierra.
3 comentarios:
Uno de los textos mas preciosos que lei en los ultimos tiempos. Vislumbre algunos guiños con Esto es el paraiso de John Cheever. La conexion con la naturaleza poderosa como una fuerza inagotable de vida. Ese sera mi futuro aporte al blog. El final de esa novela que emociona hasta los huesos.
Santi
Gracias, no será para tanto che...
El texto es hermoso. Oscuro, medio amargo, igual que la venganza.
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