Lucía tiene tres años y viaja en auto con sus padres. Cada verano la familia repite el ritual de la ruta oscura. A su padre le gusta viajar de noche y ella es feliz porque pronto verán el mar; no el de las playas repletas de gente y sombrillas, sino el mar bravo y poderoso del sur.
Hace mucho frío pero igual baja la ventanilla y deja que entre el aire helado: la luna llena es un barco que navega el cielo y las nubes son islas que ese barco va descubriendo.
Le gusta el viento en la cara, el juego silencioso; se imagina animales extraños, hogueras en las playas, naufragios sin sobrevivientes.
-Subí el vidrio que hace frío- escucha que dice su madre mientras ceba el mate.
El auto se detiene en una cruz que forman cuatro caminos, todos iguales, angostos y vacíos.
-A ver, ayudanos con el mapa, iluminalo con la linterna,-dice su padre. Su madre pregunta dónde están y se escucha la voz grave y risueña de él que dice que no tiene idea, que cree que pasaron de largo el desvío que debían tomar.
Suena una canción en la radio que habla del amor por la tierra. Su padre sube el volumen y su madre empieza a cantar.
En el cielo transparente Lucía busca las constelaciones porque su abuelo le enseñó algunas. Quiere ver especialmente una estrella llamada Antares, que es el corazón anaranjado y brillante del Escorpión; su abuelo le contó una vez que ella era la dueña de esas estrellas, porque nació en noviembre.
Doblan hacia la izquierda. En los asientos de adelante los padres conversan, reparten chocolates y planean el recorrido de mañana. Estos viajes están llenos de incertidumbre y a Lucía le encantan porque se parecen a una aventura. Nunca saben exactamente adónde irán ni en qué lugar les tocará dormir, porque la ruta no tiene hoteles. Anoche durmieron en el rancho del capataz de una estancia enorme. El hombre había criado una mara guacha y dos pichones de suris que andaban por la casa como si fueran perros. Esa noche Lucía se levantó de su cama varias veces para escuchar el ruido de los otros animales ahí afuera, los que no veía pero imaginaba.
Antes de salir de la casa en Buenos Aires, su madre armó una caja con botellas con agua, chocolate, leche condensada y galletas. Se llama la caja de la supervivencia y la guardan para cuando el auto se rompe en medio de la nada y tienen que esperar horas a que pase algún camión. Este año todavía no hubo que abrirla, pero el verano pasado su madre y ella se alimentaron con eso durante tres días con sus noches, que fue el tiempo que le tomó a su padre llegar a un pueblo caminando y volver con el repuesto que se había roto y que había dejado al Ford azul estancado en medio del paisaje de piedras grises.
El auto hace una maniobra brusca y ella alcanza a ver sobre el asfalto brillante el contorno de algo que parece un animal pequeño y encogido; se da vuelta pero en la oscuridad del campo pronto deja de verlo.
La música de la radio llega entrecortada y finalmente se interrumpe. Los padres están en silencio. Adelante, la belleza del perfil de su madre se recorta en la luz de los faros. Después dice:
-Estaba dormido, el perro.
Lucía mira la noche, afuera, durante un rato muy largo. La ruta es una cinta negra que se ilumina y desaparece.
Hace mucho frío pero igual baja la ventanilla y deja que entre el aire helado: la luna llena es un barco que navega el cielo y las nubes son islas que ese barco va descubriendo.
Le gusta el viento en la cara, el juego silencioso; se imagina animales extraños, hogueras en las playas, naufragios sin sobrevivientes.
-Subí el vidrio que hace frío- escucha que dice su madre mientras ceba el mate.
El auto se detiene en una cruz que forman cuatro caminos, todos iguales, angostos y vacíos.
-A ver, ayudanos con el mapa, iluminalo con la linterna,-dice su padre. Su madre pregunta dónde están y se escucha la voz grave y risueña de él que dice que no tiene idea, que cree que pasaron de largo el desvío que debían tomar.
Suena una canción en la radio que habla del amor por la tierra. Su padre sube el volumen y su madre empieza a cantar.
En el cielo transparente Lucía busca las constelaciones porque su abuelo le enseñó algunas. Quiere ver especialmente una estrella llamada Antares, que es el corazón anaranjado y brillante del Escorpión; su abuelo le contó una vez que ella era la dueña de esas estrellas, porque nació en noviembre.
Doblan hacia la izquierda. En los asientos de adelante los padres conversan, reparten chocolates y planean el recorrido de mañana. Estos viajes están llenos de incertidumbre y a Lucía le encantan porque se parecen a una aventura. Nunca saben exactamente adónde irán ni en qué lugar les tocará dormir, porque la ruta no tiene hoteles. Anoche durmieron en el rancho del capataz de una estancia enorme. El hombre había criado una mara guacha y dos pichones de suris que andaban por la casa como si fueran perros. Esa noche Lucía se levantó de su cama varias veces para escuchar el ruido de los otros animales ahí afuera, los que no veía pero imaginaba.
Antes de salir de la casa en Buenos Aires, su madre armó una caja con botellas con agua, chocolate, leche condensada y galletas. Se llama la caja de la supervivencia y la guardan para cuando el auto se rompe en medio de la nada y tienen que esperar horas a que pase algún camión. Este año todavía no hubo que abrirla, pero el verano pasado su madre y ella se alimentaron con eso durante tres días con sus noches, que fue el tiempo que le tomó a su padre llegar a un pueblo caminando y volver con el repuesto que se había roto y que había dejado al Ford azul estancado en medio del paisaje de piedras grises.
El auto hace una maniobra brusca y ella alcanza a ver sobre el asfalto brillante el contorno de algo que parece un animal pequeño y encogido; se da vuelta pero en la oscuridad del campo pronto deja de verlo.
La música de la radio llega entrecortada y finalmente se interrumpe. Los padres están en silencio. Adelante, la belleza del perfil de su madre se recorta en la luz de los faros. Después dice:
-Estaba dormido, el perro.
Lucía mira la noche, afuera, durante un rato muy largo. La ruta es una cinta negra que se ilumina y desaparece.
3 comentarios:
Probablemente el gran acierto de esta historia, es la triangulación entre los Wichis, Lucia y los Perros. Como la tensión de la propia humanidad del personaje se empieza a poner en juego ya desde este capitulo .No hay opción para ella. Ya desde chiquita se encuentra con el perro en la ruta. Su destino pareciese marcado por esa relación existencial con los perros. Pobre Lucia tan chiquita y ya siente en su corazón al perro encogido dormir. La novela simplemente emociona.
Santi
Un placer conocer mas sobre Lucia. Ceci
Que bueno..! el clima que creas en el auto me parece contundente..., me transmitio una leve sensaci{on de amenaza...como una tension que existe mas alla de lo que se cuenta..Me encanto..!
Alberto.
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