28 de noviembre de 2007

"El tigre, el arroz y el río" por Santiago Asorey

Siéntese señora, por favor. La mujer suspiró, muchas gracias. El penso en el resplandor de las curvas desagradables. La luz se filtraba a través de la ventanilla del colectivo sesenta y golpeaba con crueldad el culo flácido de la mujer. Era insoportable. No lo aguantaba: Moriría antes de bajarse en retiro. La ciudad era una sucesión de imágenes incoherentes que se desdoblaban ante la transpiración del vidrio. El cielo parecía estar hecho de imperfecciones, un sarpullido que dividía al mundo abierto y al vehículo que lo trasladaba.

Afuera las palomas volaban bien lejos de su camisa limpia. En la calle todo parecía lejano, inclusive el puterio escondido en algún barrio de Buenos Aires que por suerte no conocería nunca. Penso en la conexión imposible entre él y el mundo que lo rodeaba. Era claro que el negrito que se le había sentado al lado, a el, justo a él, poco tenia que ver con lo que significaba ser un humano. Esos ojos se perdían como si fuesen los restos de un paco recién consumido. Un espectáculo que preferiría nunca haber visto. De golpe; era mejor, casi mas saludable, ver desnuda a la señora que se había sentado. Sin embargo todo era parte de su safari. El discapacitado del frente visto a través de un vidrio imaginario parecía un animalito retorciéndose y exteriorizando su angustia. Sin saber porque se encontró excitado, cerraba los ojos y el recuerdo de una adolescente desnuda en su cama, como un ratón enredado por una boa, crecía y crecía filoso, entre sus piernas. Mientras observaba a todos, una cucaracha avanzaba bajo su asiento, le encantaba aplastarlas y sentir aquella sensación, tan cercana a la de un fumador dando la primer pitada, a la masturbación secreta, esa liberación de endorfinas ante el crujido del insecto que resuena en su estomago. Los veía a todos, una colonia de manchas marrones con antenas. Mezclarse entre toda la gente del colectivo de vez en cuando, era como ir al zoológico y sentir el olor duro de meo de elefante. La excitación de sus manos que veían y sentían todo, el metal pegajoso, el plástico caliente, el herpes del colectivero.

Dormir en un departamento de vanguardia minimalista. Coger de vez en cuando. Eso era su vida. Para él, estos viajes excepcionales significaban eso. Ver el funcionamiento preciso de la miseria de los demás. Solo existir a través de ellos, sentirlos cerca. Como las partes bajas de la señora y la grasa de las manos de un chico que se frotaba impune. Sus ojos escanabean al resto como si fuesen personajes de un cuento. Eran de un mundo que jamás conocería el desvelo por las largas obras nihilistas, la sensación de superioridad, los veranos en saint tropez, el oro del whisky en el insomnio de la noche. La minoría lujosa que observa desde un piso setentisiete a las hormigas yendo a trabajar. La vida vista desde un ventanal: Un profiláctico que lo protegía de las enfermedades de los negros de mierda.

Se bajo del colectivo con la seguridad de que al cruzar la calle como todos los miércoles, una adolescente angelical esperaba. Caminarían escondidos hasta entrar de la mano a un edificio con tres estrellas fosforescentes y figuras eróticas en la puerta. Pensó un segundo en un viejo poema de oriente, un campesino creía que podía ser tigre, arroz y río al mismo tiempo. No supo explicarse la mueca de satisfacción. Lo sacudió una ráfaga de miedo. Tuvo la sensación de sentirse asesino sin nunca haber matado. Su sonrisa no era la de un hombre que salía de los bosques de Palermo en la madrugada. Él lo sabía pero su cuerpo no. Miro el cielo y sintió que las nubes estaban abiertas de piernas.



No hay comentarios: