23 de diciembre de 2007

No se suspende por lluvia, por Juan Ignacio Pisano

Llueve. Poco, pero llueve. Prefiero no tocar timbre todavía y espero a ver si se me pasa el dolor de cabeza. Cierro bien la campera y me pongo la capucha. Doy una vuelta manzana, paso por la panadería de siempre, la panadera me saluda. Le contaría que hoy es el aniversario de la muerte de Osvaldo, mi tío abuelo y su cliente de toda la vida, pero me limito a comprar las mismas facturas que como desde que me salió el primer diente.
Camino por Avelino Díaz. Puedo ver el supermercado que antes era la cancha de San Lorenzo. La cancha donde mi tío se pasó la mayoría de sus domingos. Me deprime este lugar, esta lápida. Entro, agarro un changuito y me meto entre las góndolas. Mi tío pasó los últimos meses de su vida sentado en una silla de ruedas en un geriátrico, duro como una piedra, flaco, consumido por la tristeza. Su habitación era la número doce, me hace acordar a esos bosteros de mierda, decía. Pero a pesar de pedirlo varias veces, nunca logró que lo cambiaran de habitación. Recordaba, era lo único que hacía ahí adentro, cada segundo suyo en ese lugar era un viaje al pasado, sus ojos ciegos en algún rincón azaroso del suelo. Te estábamos esperando, decía cada vez que yo entraba a la habitación y lo saludaba, aunque siempre estuviera solo. No estaba loco, no tenía amigos invisibles, los demás eran su madre, San Lorenzo, el barrio, Avelino Díaz y Beauchef, el mármol de esa esquina, los barriles de vino tinto que movía con una mano hasta hace veinte años, la F-100, el Pichi.
Paso por la góndola de vinos, elijo alguno bueno y meto un par de botellas en el changuito. Mi tío me enseñó cuáles eran las buenas bodegas, pero a pesar de que vendía vino, no tomaba alcohol. Eso lo heredé de mi abuelo. De golpe quiero estar en alguna de esas tardes en las que veníamos con el Tío a este supermercado exclusivamente a comprar golosinas. Escuchar su risa que era como un grito ahogado. El carraspeo constante, más por manía que otra cosa. Y entonces empiezo un diálogo imaginario y le pregunto si está preparado para enfrentar de nuevo después de tantos años a los amargos del globo, esos muertos, responde, cuatro les hacemos hoy. Me dice que es una lástima que el día esté feo, que llueva. Me pregunta si se suspende el partido. El partido se juega, le digo. Tengo la bandera en la mochila. Es la bandera que mi tío mandó a coser cuando los Matadores consiguieron el campeonato invicto en el ´68. La traje para mostrársela a mi abuela, para que vea que a pesar de que no voy a la cancha y de que casi no me entero cómo salen los partidos todavía la guardo.
Salgo del supermercado y camino bajo una lluvia que se hace más fuerte a cada paso que doy.

Avelino Diaz y Beuchef. En la esquina está el local donde mi tío tenía el despacho de vino, aceite y otras cosas. La casa es la primera sobre Beauchef después de la esquina. Ahí nació mi tío Osvaldo, mi abuela, mi viejo, mi hermana, ahí nací yo. El local se lo alquilan a un tipo que puso un negocio de ropa, y hoy está cerrado. Para cubrirme de la lluvia me siento en el mármol de la esquina, abajo del toldo. Me hiciste acordar a tu tío, todos los domingos se sentaba ahí para hacer tiempo antes de ir a la cancha, dice Don Esteban. Miro para arriba y lo veo debajo de un paraguas azulgrana, sonríe y me pregunta sino voy a ver el partido contra los quemeros. Le digo que me quedo con la abuela. Haces bien, dice, y me pregunta dónde enterramos a mi tío, quiere ir a visitarlo algún día. Le cuento que tiramos las cenizas en el césped de la cancha ¿No está prohibido eso?, pregunta y yo me limito a afirmar con la cabeza. Vuelve a sonreír, me palmea un par de veces el hombro y se va. Por los auriculares de mi radio escucho que el partido está por empezar.
Mi tío me dijo varias veces que cuando muriera quería ser cremado, y que las cenizas tenían que ir a parar al césped de la cancha. Don Esteban tiene razón, el tipo que nos habilitó la entrada ese jueves a la mañana en el club lo dijo: está prohibido tirar las cenizas en el césped, pero agregó que podíamos hacerlo contra alguna de las plateas. Cruzamos la cancha, estábamos mi abuela, mi viejo y yo. Llegamos a la platea Sur, mi viejo llevaba la cajita que guardaba a mi tío, a las cenizas de mi tío. Una cajita guardando al tipo que me enseño a patear una pelota, a andar en bicicleta, el que antes del puto accidente cerebro vascular venía todos los sábados a verme y me daba plata para salir, mi tío en una cajita del tamaño de una caja de zapatos para nenes. Mi viejo abrió la caja y tiró las cenizas contra la pared de la base de la platea. Mi abuela lloraba y acariciaba las cenizas de su hermano. El tipo que nos habilitó la entrada nos esperaba a unos veinte metros. Agarré un poco de esas piedritas y ese polvo que me rajaban las manos. Apreté bien fuerte el puño y cuando volví caminando, justo en la mitad de la cancha, abrí la mano y lo dejé ir.

Es hora de entrar a lo de mi abuela. Toco el timbre y me abre. Me saluda con un beso ruidoso y un abrazo. Siempre me saluda con un beso ruidoso y un abrazo. El partido está cero a cero, me saco los auriculares y apago la radio, mi abuela lo mira por tele. Me pregunta si quiero tomar mate, respondo que sí y pongo a calentar el agua. Sé que en cualquier momento se viene un comentario, me acerco a ella y la abrazo. Ella también me abraza, apoya la cabeza en mi pecho y me acaricia despacio la espalda.
-Traje facturas- digo después de unos largos segundos.
-Sabés que no puedo.
La miro con una sonrisa.
-Una, y sólo porque las trajiste vos.
-Mientras se calienta el agua voy a buscar algo arriba.
-Andá nomás.-responde mi abuela y empieza a tararear un tango.
Subo la escalera y entro a la pieza de mi tío. La habitación ordenada y limpia, como si él fuera a volver en algún momento. Me siento en la cama y veo esa foto que siempre tuvo en su mesa de luz. La saco del portarretratos y la miro como sino la hubiera visto nunca: me tiene con un brazo, yo no debo pasar de los tres años, tengo puesta la camiseta de San Lorenzo, el pantalón, las medias y un gorrito que me queda grande; sonrío con esa alegría que solo tienen los nenes; mi tío sonríe con esa alegría que solo un nene muy amado puede darle a un viejo. Mi abuela me avisa que el agua ya está y que suspendieron el segundo tiempo del partido por la tormenta. Miro de nuevo la foto, con un brazo mi tío me sostiene a mí y con el otro una bolsita de caramelos. Sus cenizas están en la cancha. La frase me tranquiliza. Sus cenizas están en la cancha. Repetirla me hace bien. Dejo la foto en la mesa de luz. Entro a la cocina. Mi abuela mira tele, puso las facturas en un plato sobre la mesa. La pava y el mate están frente a mi silla vacía. Me acerco a la ventana, el agua ya subió a la vereda. La lluvia no suspende ausencias, pero la ausencia inunda como la peor de las tormentas. Apoyo la frente contra la ventana y veo cómo poco a poco el agua turbia se acerca a la pared de la casa, hasta que mi respiración empaña el vidrio, y ya no logro ver nada.


"Zama", por Antonio di Benedetto, 1956. Está dedicada "A las víctimas de la espera". Estos primeros párrafos son un aporte de Alberto Celesia.

Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron donde están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no.

Manuales de felicidad por Santiago Asorey


A Barbie...

“Mientras mas profundo era su dolor, mas salvaje era su canto, porque cantaba del Amor perfeccionado por la muerte, del amor que no muere en la tumba” Oscar Wilde


Cruzo por Libertador hacia a la esquina de una calle que conozco más que nadie. Una brisa de nafta es el principio de mi camino. La estación de servicio. La esquina y en cada paso me tiembla el cuerpo, como si caminase a un paredón de fusilamiento. Me detengo a encender un cigarrillo, tengo tiempo, entonces miro. Un pibe de mi edad se cubre la cara como si tuviese vergüenza. Inhala pegamento de una bolsa, parece enorme entre las facciones curtidas. Da la impresión de que en cualquier momento se cae adentro, y queda atrapado en una oscuridad narcotizada. Son sólo maneras de escapar, un alivio, una oportunidad de sentirse bien que no se menciona en los manuales de felicidad. Yo quiero ser un chico envuelto en una bolsa y que nadie me vea la cara, esconderme en un hueco adentro de otro y nunca más aparecer. Prenderme fuego y elegir definitivamente lo que aquel pibe nunca elegiría si tuviese opción. Sigo adelante y en el cordón de la vereda una bolsa negra de basura hace la noche más negra de lo que es. Un cartonero da manotazos entre vidrios y pañales desparramados: Un gladiador destripando a un león enorme de plástico. Esquivo al cartonero y me resguardo en la oscuridad, pienso en la habitación que me espera, me la imagino a María retorciéndose sobre su cama. La imagino girar buscando el lado que no duela tanto pero es inútil, sólo se atornilla al dolor. En la plaza una pareja de enamorados roza sus mejillas como si fuese inminente el fin del mundo. Ella entrecierra los ojos como si por su cara estuviesen deslizando pétalos y yo siento que apoyo sobre alguna tumba fría la cara contra la piedra para escuchar el sonido hueco de caracol. Otra vez las puntadas, la paralización, la respiración agitada. Lo de María es irreversible, me dijo Inés el otro día en el auto, también dijo que nunca se queja, y siempre fue así, ella lo sabe porque la conoce desde antes que yo naciera, desde antes que yo conociera sus caricias, su ternura. Leí en un grafitti de la calle. Las verdaderas historias no se escriben, se sangran. A mí qué carajo me importan las palabras. Qué mierda me importa la verdad. Si todo se pudre en el cementerio, si siempre todo se pudre en el corazón. Lo sé. María se muere, y yo estoy y a la vez no estoy a su lado.

Algo me interrumpe, lejano de otra dimensión pero justo a mis espaldas. Tenes que buscar mas, queda solo para una hora. Trato de llegar lo mas rápido que puedo a la farmacia, necesito un alivio. Realmente necesito un alivio. El vendedor de la farmacia me espera como siempre, esta todo arreglado, sabe que no existe la receta, me la va dar igual, sabe quién soy. Hay tantas cosas que no existen pero eso no tiene nada que ver con el dolor, con los ojos suplicantes, con la voz quebrada y el color de la enfermedad en su cara. Un hongo destruyendo su sonrisa. Esa sonrisa que en el pasado la hizo indestructible de alegría y ahora es una cara sin ojos ni boca. Entonces en el cielo nocturno, una estrella solitaria, un aujerito blanco que puede ser el culo de Dios. Y nosotros acá bajo. Pienso en la indiferencia del farmacéutico, me la entrega mientras le mira las piernas a una rubia decolorada. Y pensar en eso me enciende la rabia de nuevo. Se lo arranco de la mano y sigo viaje. El frasco solo tiene la M, el resto de la palabra esta arrancada, no existe.

Entro al departamento y la encuentro a Inés en la puerta de la habitación. Arriba de la mesita de luz vibra la cuchara de María que establece un ritmo. Es el ritmo de los espasmos a través del cuerpo, escapan lentamente por las sábanas, hacen de la habitación un gran tambor negro que resuena en mi cabeza, una y otra vez. Es solo un alivio, me dice Inés y los ojos se me parten en pedazos líquidos. No puedo llorar. Y todas mis palabras serían inútiles, y todas las cosas siguen igual que hace cinco segundos. Afuera los jacarandáes son grises y son parte de la plaza del pibe, el cartonero y la pareja de enamorados. Los imagino cerca. Le tomo la mano a María. Y la cama ahora es una licuadora de carne, huesos y alma. El ritmo negro sigue pulsando sobre la cuchara, ella levanta la mirada quiere más: Un poco de piedad. Eso es lo único que pide. Eso es lo único que le damos.


Para el alma imposible de mi amada. Por César Vallejo en "Los heraldos negro", 1917. Gracias a la colaboración de Alberto Celesia

Para el alma imposible de mi amada

Por César Vallejo
En “Los heraldos negros”, 1917


Amada: no has querido plasmarte jamás
como lo ha pensado mi divino amor.
Quédate en la hostia,
ciega e impalpable,
como existe Dios.

Si he cantado mucho, he llorado más
por ti ¡oh mi parábola excelsa de amor!
Quédate en el seso,
y en el mito inmenso
de mi corazón!

Es la fe, la fragua donde yo quemé
el terroso hierro de tanta mujer;
y en un yunque impío te quise pulir.
Quédate en la eterna
nebulosa, ahí,
en la multicencia de un dulce noser.

Y si no has querido plasmarte jamás
en mi metafísica emoción de amor,
deja que me azote,
como un pecador.

Morfina para el alma por Santiago asorey


Vengo de la casa de él. Tengo miedo de que se enferme o se vuelva loco. Anoche leí que Syd Barret se volvió loco por la muerte de su papa. Mi dureza se mantiene intacta. No llore. Lo abrace todo lo que pude. Como si cada caricia pudiese alejarlo de la cama de su papa enfermo. No alcanza. Cree que me esta perdiendo. En realidad me dijo que cree que se esta perdiendo a el mismo. En un momento le pregunte en que pensaba. En como las enfermeras desvisten a las personas postradas en una cama. Le dije que tal vez no era casualidad que nos conociéramos justo en esta época. Tal vez no lo hubiese soportado solo y por eso estamos juntos. Después me fui por que se hacia muy tarde. Oscurece demasiado rápido estos días. Se que le fue a poner morfina a su papa. Nunca me mostró como lo hace. Ojalá existiese morfina para el alma. Cuando me volvía para casa, en la esquina tres policías miraban por el agujero de una alcantarilla destapada. Escuche que uno le preguntaba al otro. ¿Qué paso? Encontraron alguien abajo. No pare y seguí caminando.

10 de diciembre de 2007

Un muchacho en Roma por John Cheever (fragmento). Un inicio de relato aportado por Daniel Alvarez.

Está lloviendo en Roma –escribió el muchacho-; vivimos en un palacio de techo dorado y las glicinas están en flor, pero en esta ciudad no se escucha el rumor de la lluvia. Al principio solíamos pasar los veranos en Nantucket y los inviernos en Roma, y allá en Norteamérica se puede oír la lluvia, y me gusta estar en la cama por la noche y escuchar cómo corre por la hierba como si fuera fuego, porque entonces uno ve con lo que llamamos el ojo de la mente toda la serie de cosas diversas que crecen en los pastos junto al mar: brezos, tréboles y helechos. Solíamos bajar a Nueva York en otoño y embarcarnos en octubre, y el mejor recuerdo de esos viajes eran las fotos que el fotógrafo del barco sacaba y colocaba en la biblioteca después de la juerga: los hombres con sombreros de mujer, ancianos que jugaban al juego de la sillas y todo ello iluminado por las luces del flash para que pareciese una tormenta en el bosque. Yo jugaba al ping-ping con los viejos y gané todos los torneos de la travesía hacia el este. Gané una cartera de piel de cerdo en un viaje de la compañía italiana, un juego de pluma y lápiz de la American Export y tres pañuelos de la Home Lines, y una vez viajé en un barco griego gané un encendedor. Se lo regalé a mi padre, porque en aquellos tiempos yo no bebía, ni fumaba, ni juraba, ni hablaba italiano.
Mi padre era bueno conmigo, cuando era pequeño me llevaba al zoo, me dejaba montar a caballo y siempre me compraba algún pastel y me invitaba a una naranjada en un café, mientras me la tomaba, él siempre se bebía un vermut con una medida doble de ginebra o (más tarde) un martini, cuando había tantos norteamericanos en Roma, pero no estoy escribiendo un cuento sobre un muchacho que ve a su padre despachar a escondidas unos tragos. Las únicas veces que yo hablaba italiano era cuando mi padre y yo íbamos a ver al cuervo de los jardines Borghese y le dábamos cacahuetes. El cuervo decía “buon giorno” al vernos y yo respondía “buon giorno”, y cuando le daba el cacahuate decía “grazie”, y al marcharnos nos decía “ciao”. Mi padre murió hace tres años y está enterrado en el cementerio protestante de Roma. Al entierro asistió mucha gente, y al término de la ceremonia mi madre me abrazó y me dijo:
- Nunca lo dejaremos aquí solo, ¿verdad Pietro? Nunca jamás lo dejaremos aquí solo, ¿Verdad que no, cariño?
Algunos norteamericanos viven en Roma para eludir los impuestos, y otros viven allí porque están divorciados o son excesivamente concupiscentes o poéticos o tienen alguna razón para creer que podrían ser perseguidos en la patria, y hay algunos que viven en Roma porque los huesos de mi padre yacen en el cementerio protestante.

Un día perfecto para el pez plátano por J.D. Salinger. Texto completo de su cuento enviado por Santiago Asorey

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé... el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
—Muy bien—dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá... ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura?—dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
—¿Y...?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
—Mamá, esta llamada va a costar una for...
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño...
—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué?—dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire—dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua—dijo.
—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
—¿Un qué?
—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé—dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
—No veo ninguno—dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces plátano.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué?—preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez plátano.
—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice?—dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

Carta a Vicki por Rodolfo Walsh. Un texto seleccionado por Santiago Asorey

Querida Vicki.
La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión... cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico. No terminé ese gesto. El mundo estuvo parado ese segundo. Después les dije a Mariana y a Pablo: -Era mi hija. Suspendí la reunión. Estoy aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte, no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados.
Si, tuve miedo por vos, como vos tuviste miedo por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Se muy bien por qué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas.
Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más. No podré despedirme, vos sabés por qué.
Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio, querida mía.
5/10. Hablé con tu mamá. Está orgullosa en su dolor, segura de haber entendido tu corta, dura, maravillosa vida. Anoche tuve una pesadilla torrencial, en la que había una columna de fuego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba de alguna profundidad.
Hoy en el tren un hombre decía: -Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año. Hablaba por él, pero también por mí.

El balcón (fragmento) por Felisberto Hernández. Un aporte de Alberto Celesia.

Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste en seguida se hubiese apagado en el musgo.
El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.

"Los asesinos". Por Ernest Hemingway. Un aporte de Alberto Celesia.

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces por qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, Sra. Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la Sra. Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Sra. Bell.
-Bueno, buenas noches, Sra. Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.

Hardcore por Juan Ignacio Pisano.

Pone a calentar agua, prepara el mate. No revisa los mails hace algunos días y se sienta frente a la computadora. Ve la pila de apuntes, que le recuerdan un inminente parcial, desparramados sobre el escritorio. Los toca, se promete agarrarlos en un rato. Revisar mails después de varios días le produce intriga, piensa que alguna sorpresa aguarda a que la descubra. Nunca hay sorpresa, nunca hay nada interesante. Está a punto de cerrar la casilla cuando le llega un mail de un amigo. Es un link a un sitio porno. Piensa que puede ser una buena manera de distraerse. Últimamente siente que mejor sería deshacerse de su vida, cambiarla por otra. Una distracción ligera. Una forma de olvidar. Decide confiar en su amigo. Suena el teléfono.
Hola, es ella. Un silencio corto, pero interminable. La página porno está abierta, una morocha se arrodilla en la pantalla. Él mira y su erección es inmediata ¿Estabas estudiando?, dice ella. Por empezar ¿Es mucho? ¿Qué cosa? El parcial ¿Podemos hablar? Sí ¿Qué hacemos? ¿Con qué? ¿Cómo con qué, Agus? Con nosotros. No sé, tenemos que darnos tiempo ¿Cómo tiempo? Su pantalón y calzoncillo de pronto descansan junto a los pies de la silla. No me digas eso. No se qué decirte. Sos tan frío. Los dos callan, silencio que dura varios segundos. El otro día, cuando salimos del bar, el sábado creo que fue, o el viernes… y lo del lunes… no me podés hacer esas cosas… ¿Y yo? ¡¿Y yo?! Vos y vos, piensa él ¿Me escuchás? Sí ¿Qué lugar ocupo en tu vida? Sos mi novia. No parece, no me siento tu novia, no me siento nada con vos. Respondeme, dice ella. Él mira la pantalla. Hardcore, tríos, grupos. Sos una mierda. Pará, Julieta. No te importa nada, te estoy hablando y no te importa ¿Qué hiciste ayer? Te llamé mil veces al celular. Ya te dije, sos mi novia ¿Qué decís? Se acomoda el tubo entre el hombro y la cabeza ¿Me estás escuchando? ¿Qué estás haciendo? El tubo del teléfono se le desliza un poco por su hombro. ¿Qué estás haciendo, Agustín? El tubo se le está por caer, el cuerpo se le sacude en vibraciones leves, cada pequeña agitación de su mano es una distancia más que recorre el tubo en el hombro ¿Me vas a contestar, Agustín? Un video se acaba de descargar. Suelta el mouse, agarra de nuevo el tubo del teléfono con la mano, el video empieza, una rubia parece bailar zamba arriba de un tipo al que solo se le ven las piernas. Escucho ruido, ¿estás solo? Sí ¿Qué hacemos?, dice ella. Te dije que no sé. Hay alguien, escucho voces. Baja el volumen de los parlantes. Sí que sabes qué hacer, sabes que esto se termina y no te importa. No, no es eso. Sí, es eso. No llores. Lloro todo lo que quiero. Se le va una pierna y patea el termo que estaba apoyado junto a la silla, hay una pequeña explosión, se derrama agua caliente por el piso. Eso querés ¿no? Verme llorar, ¿a las otras también las haces llorar? ¿A quiénes? La rubia baila un zamba cada vez más veloz arriba del tipo al que solo se le ven las piernas ¿Te pensás que soy boluda? Pero te perdono, si las dejás por mí te perdono. Ahora contestame, ¿las hacés llorar? No estoy con nadie más, Julieta. Las haces llorar, forro, morite hijo de puta ¿Porqué no te morís ahora y le haces un favor a la humanidad? La voz de Julieta se transforma para él en un zumbido molesto. Julieta, no hay nadie más ¡Mentira!, dice ella. Aunque vos no sepas yo me entero de las cosas ¿Qué cosas? Ella no responde pero ese zumbido persiste. La rubia dejó de bailar zamba, se arrodilló frente al tipo al que ahora lo que no se le ven son las piernas. ¿Qué te enteraste, Julieta? Ella sigue callada. Contame te dije. No sos impune, Agustín, seguro que mientras hablás conmigo chateas con alguna. El zumbido es cada vez más molesto, una punzada insufrible que le perfora el odio. Aparta el tubo de la oreja, lo mantiene con una mano lejos y escucha un murmullo ínfimo. Mira un tatuaje que tiene la rubia en el cuello, lo observa con detenimiento, pero no logra distinguir el dibujo. Acerca de nuevo el tubo. No llores más, Julieta. Hablame, decí algo. La rubia se prepara para recibir el semen del tipo al que ahora solo se le ve la verga. Julieta se suena la nariz, Agustín siente la punzada bien adentro en el oído. La rubia abre la boca y espera. Julieta, dice él, pero ella no contesta. El tipo le pega al tatuaje, Agustín sonríe por la puntería. Julieta se suena de nuevo la nariz ¡La puta madre, hablame y no llores! Acá el único que no llora sos vos. El tubo del teléfono cae, él se levanta de la silla, apoya una mano contra la pared, queda encorvado y apunta al piso, tiene esos segundos de ausencia con el mundo, se mantiene en esa posición. Respira hondo. Mira los apuntes sobre el escritorio y se sienta despacio frente a la computadora. El teléfono tirado en el piso, el video en la pantalla, la tarde que termina. Agustín siente que el culo se le moja contra la cuerina de la silla. Vuelve a pararse y una pequeña brisa, dando en la transpiración de la piel, le da una sensación de alivio. El oído ya no le molesta. Mira desde lo alto el pantalón como esposas en sus tobillos, piensa que si se pusiera a caminar lo haría con la gracia de un pingüino, pero no tiene ganas de caminar, ni de levantarse los pantalones, solo de estar así un rato más, parado, sin moverse.

28 de noviembre de 2007

Un poco respecto de los diálogos gracias al aporte erúdito de Martín Fuchs.

Les mando el principio de "Cae la noche tropical" de Manuel Puig. Es un diálogo entre dos viejas que, para mí, es maravilloso. Martín

- Qué tristeza da a esta hora, ¿por qué será?
- Es esa melancolía de la tarde que va oscureciendo, Nidia. Lo mejor es ponerse a hacer algo, y estar muy ocupada a esta hora. Ya después a la noche es otra cosa, se va esa sensación.
- Sobre todo si se puede dormir bien. Y así no se piensa en las cosas terribles que ocurrieron.
- Vos tenés esa suerte, no sabés lo que ayuda. Al no poder agarrar el sueño es cuando se me empieza a pasar todo lo más espantoso por la cabeza. Si no fuera por las dichosas pastillas yo no podría haber aguantado todo este tiempo.
- No te quejes, Luci, que vos no tuviste una desgracia como la mía.
- Ya sé. Pero no me la he llevado de arriba tampoco, Nidia.
- Cuando murió mamá pasaba lo mismo, ¿te acordás?, a esta hora volvía el recuerdo más fuerte que nunca.
- Acordarnos de ella nos acordábamos siempre, lo primero que yo pensaba cuando me despertaba era que mamá no estaba más. Lo que se sentía a esta hora, más que nunca, era la falta de ella. Pero en ese entonces con tanto que hacer no se pensaba como ahora, nada más que en cosas tristes. Con tantas obligaciones que teníamos, era eso.
- Preparar algo de comer.
- Y esa gran responsabilidad de los chicos. De sacarlos a flote, Nidia.
- Y que después pueda pasar algo así, que te arranquen lo que más querés.
- Los que son creyentes tienen ese consuelo. Pero una no se puede engañar, no hay manera. Es una gran cosa, esa fe. Realmente yo se la envidio al que la tiene.
- Sí, Luci. Yo también se la envidio.
- Esa gente ignorante tiene muchas ventajas, que puedan consolarse así. Una no puede engañarse, ve la vida como es.
- Cuando murió Pepe fue distinto, yo quedé como atontada. Y lloraba y lloraba, todo el día. Pero esta vez fue tan distinto.
- El marido es una cosa, una hija otra, Nidia. Tu hija. Qué cosas que pasan, tan terribles.



"La ruta de noche" por Alejandra Lategui

Lucía tiene tres años y viaja en auto con sus padres. Cada verano la familia repite el ritual de la ruta oscura. A su padre le gusta viajar de noche y ella es feliz porque pronto verán el mar; no el de las playas repletas de gente y sombrillas, sino el mar bravo y poderoso del sur.

Hace mucho frío pero igual baja la ventanilla y deja que entre el aire helado: la luna llena es un barco que navega el cielo y las nubes son islas que ese barco va descubriendo.
Le gusta el viento en la cara, el juego silencioso; se imagina animales extraños, hogueras en las playas, naufragios sin sobrevivientes.
-Subí el vidrio que hace frío- escucha que dice su madre mientras ceba el mate.
El auto se detiene en una cruz que forman cuatro caminos, todos iguales, angostos y vacíos.
-A ver, ayudanos con el mapa, iluminalo con la linterna,-dice su padre. Su madre pregunta dónde están y se escucha la voz grave y risueña de él que dice que no tiene idea, que cree que pasaron de largo el desvío que debían tomar.
Suena una canción en la radio que habla del amor por la tierra. Su padre sube el volumen y su madre empieza a cantar.

En el cielo transparente Lucía busca las constelaciones porque su abuelo le enseñó algunas. Quiere ver especialmente una estrella llamada Antares, que es el corazón anaranjado y brillante del Escorpión; su abuelo le contó una vez que ella era la dueña de esas estrellas, porque nació en noviembre.

Doblan hacia la izquierda. En los asientos de adelante los padres conversan, reparten chocolates y planean el recorrido de mañana. Estos viajes están llenos de incertidumbre y a Lucía le encantan porque se parecen a una aventura. Nunca saben exactamente adónde irán ni en qué lugar les tocará dormir, porque la ruta no tiene hoteles. Anoche durmieron en el rancho del capataz de una estancia enorme. El hombre había criado una mara guacha y dos pichones de suris que andaban por la casa como si fueran perros. Esa noche Lucía se levantó de su cama varias veces para escuchar el ruido de los otros animales ahí afuera, los que no veía pero imaginaba.

Antes de salir de la casa en Buenos Aires, su madre armó una caja con botellas con agua, chocolate, leche condensada y galletas. Se llama la caja de la supervivencia y la guardan para cuando el auto se rompe en medio de la nada y tienen que esperar horas a que pase algún camión. Este año todavía no hubo que abrirla, pero el verano pasado su madre y ella se alimentaron con eso durante tres días con sus noches, que fue el tiempo que le tomó a su padre llegar a un pueblo caminando y volver con el repuesto que se había roto y que había dejado al Ford azul estancado en medio del paisaje de piedras grises.

El auto hace una maniobra brusca y ella alcanza a ver sobre el asfalto brillante el contorno de algo que parece un animal pequeño y encogido; se da vuelta pero en la oscuridad del campo pronto deja de verlo.
La música de la radio llega entrecortada y finalmente se interrumpe. Los padres están en silencio. Adelante, la belleza del perfil de su madre se recorta en la luz de los faros. Después dice:
-Estaba dormido, el perro.

Lucía mira la noche, afuera, durante un rato muy largo. La ruta es una cinta negra que se ilumina y desaparece.

"El tigre, el arroz y el río" por Santiago Asorey

Siéntese señora, por favor. La mujer suspiró, muchas gracias. El penso en el resplandor de las curvas desagradables. La luz se filtraba a través de la ventanilla del colectivo sesenta y golpeaba con crueldad el culo flácido de la mujer. Era insoportable. No lo aguantaba: Moriría antes de bajarse en retiro. La ciudad era una sucesión de imágenes incoherentes que se desdoblaban ante la transpiración del vidrio. El cielo parecía estar hecho de imperfecciones, un sarpullido que dividía al mundo abierto y al vehículo que lo trasladaba.

Afuera las palomas volaban bien lejos de su camisa limpia. En la calle todo parecía lejano, inclusive el puterio escondido en algún barrio de Buenos Aires que por suerte no conocería nunca. Penso en la conexión imposible entre él y el mundo que lo rodeaba. Era claro que el negrito que se le había sentado al lado, a el, justo a él, poco tenia que ver con lo que significaba ser un humano. Esos ojos se perdían como si fuesen los restos de un paco recién consumido. Un espectáculo que preferiría nunca haber visto. De golpe; era mejor, casi mas saludable, ver desnuda a la señora que se había sentado. Sin embargo todo era parte de su safari. El discapacitado del frente visto a través de un vidrio imaginario parecía un animalito retorciéndose y exteriorizando su angustia. Sin saber porque se encontró excitado, cerraba los ojos y el recuerdo de una adolescente desnuda en su cama, como un ratón enredado por una boa, crecía y crecía filoso, entre sus piernas. Mientras observaba a todos, una cucaracha avanzaba bajo su asiento, le encantaba aplastarlas y sentir aquella sensación, tan cercana a la de un fumador dando la primer pitada, a la masturbación secreta, esa liberación de endorfinas ante el crujido del insecto que resuena en su estomago. Los veía a todos, una colonia de manchas marrones con antenas. Mezclarse entre toda la gente del colectivo de vez en cuando, era como ir al zoológico y sentir el olor duro de meo de elefante. La excitación de sus manos que veían y sentían todo, el metal pegajoso, el plástico caliente, el herpes del colectivero.

Dormir en un departamento de vanguardia minimalista. Coger de vez en cuando. Eso era su vida. Para él, estos viajes excepcionales significaban eso. Ver el funcionamiento preciso de la miseria de los demás. Solo existir a través de ellos, sentirlos cerca. Como las partes bajas de la señora y la grasa de las manos de un chico que se frotaba impune. Sus ojos escanabean al resto como si fuesen personajes de un cuento. Eran de un mundo que jamás conocería el desvelo por las largas obras nihilistas, la sensación de superioridad, los veranos en saint tropez, el oro del whisky en el insomnio de la noche. La minoría lujosa que observa desde un piso setentisiete a las hormigas yendo a trabajar. La vida vista desde un ventanal: Un profiláctico que lo protegía de las enfermedades de los negros de mierda.

Se bajo del colectivo con la seguridad de que al cruzar la calle como todos los miércoles, una adolescente angelical esperaba. Caminarían escondidos hasta entrar de la mano a un edificio con tres estrellas fosforescentes y figuras eróticas en la puerta. Pensó un segundo en un viejo poema de oriente, un campesino creía que podía ser tigre, arroz y río al mismo tiempo. No supo explicarse la mueca de satisfacción. Lo sacudió una ráfaga de miedo. Tuvo la sensación de sentirse asesino sin nunca haber matado. Su sonrisa no era la de un hombre que salía de los bosques de Palermo en la madrugada. Él lo sabía pero su cuerpo no. Miro el cielo y sintió que las nubes estaban abiertas de piernas.



24 de noviembre de 2007

"Escribir un cuento" por Raymond Carver. Aporte de Alberto Celesia

Escribir un cuento Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O'Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad. Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse. Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. "El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor". Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa "única convicción moral", deberá rastrearla sin desmayo. Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello. Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores. Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la "innovación formal", y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta "pop". Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de "innovaciones formales" en la narración. Muy a menudo, la "experimentación" no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos. Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo. Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco. En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó "especificación endeble" a este tipo de desafortunada escritura. Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. "Lo haría mejor si tuviera más tiempo", dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse. En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O'Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O'Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la "piadosa gente del pueblo", para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final: "Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable." Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O'Connor. Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla. Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir. Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del cuento como "algo vislumbrado con el rabillo del ojo", otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

"Insomnio" por Alejandra Lategui

La noche es un infierno y me despierto otra vez en la cama empapada, insomne hasta la furia. Adivino en la penumbra el filo de los pocos muebles: mi casa en el monte es esta pieza desolada del hotel al que me acostumbré. Tiene una ventana que no puedo abrir porque está trabada hace años; una lamparita mortecina que atrae a miles de bichos, las paredes descascaradas y el colchón escuálido no ayudan, pero cuento con dos bendiciones: un ventilador y un enchufe que funciona y me permite calentar agua. Mi pieza, además, se inunda cuando llueve, porque la puerta de chapa deja un resquicio abajo por el que ahora se filtra la luz amarilla del único farol de la cuadra.
Al principio, cuando hacía poco tiempo que había llegado a esta zona del Impenetrable, dejaba la luz encendida al acostarme porque las vinchucas sólo salen en la oscuridad, pero el resplandor pegándome en los ojos me despertaba y finalmente opté por apagarla y taparme hasta la cabeza. Después de unos meses dejé de preocuparme por eso. En este lugar uno se acostumbra a todo.

Tengo conmigo algunas cosas para animarme: unas fotos, un cuaderno en el que escribo, mi mate, un par de libros y también un perro que no es mío pero me adoptó. Viene todas las noches reclamando caricias y galletas, y siempre consigue lo que quiere. Ahora está en la puerta, lo escucho suspirar cada tanto y de alguna manera me tranquiliza que esté ahí.

El aire está quieto, como muerto. Siento el pecho apretado como si me hubieran pegado una trompada; me cuesta respirar. Seguramente es efecto del calor y de la sequía, que puede durar diez meses y ya lleva ocho. En estos días el único tema de conversación en el pueblo es el informe que meteorología pasa por la radio, aunque el pronóstico no sirve de mucho porque es de Sáenz Peña y eso queda a trescientos kilómetros de aquí.

Doy mil vueltas en la cama, arrugo las sábanas y los pliegues me marcan el cuerpo. Prendo el televisor; en uno de los canales ya se cortó la transmisión y en el otro un pastor con acento portugués imparte instrucciones precisas para dejar de sufrir. El control remoto tiene la tapa floja y cada tanto deja de funcionar. Insisto y aprieto el botón cada vez con más fuerza como si eso cambiara las cosas y nada; al final me paro en la cama y apago la tele que está colgada de la pared. Toco la pantalla, siento la estática en la mano y me quedo ahí, mirando la luz fosforescente.
Me acuesto de nuevo y agarro uno de los libros que traje. No tengo ganas de leer, no puedo concentrarme en nada. No hay caso: no podré dormir y de todas formas tendré que levantarme a las seis porque nos esperan los indios de Pozo del Toba; les prometimos que iríamos a atenderlos y que llevaríamos remedios, que es lo que más les importa.

Me llegan desde el monte los ruidos de los animales exasperados por el calor. Tengo la boca seca. Tanteo al lado de la cama porque sé que quedó un resto de cerveza y me lo tomo igual, aunque esté caliente.

Cada tanto vigilo el resquicio de la puerta. Hace unos meses, mientras dormía, sentí que algo lánguido se deslizaba despacio sobre mis piernas y en ese mareo cómodo del entresueño se me ocurrió que tal vez fuera una víbora, pero estaba tan cansada que no pude levantarme para ver qué era. Por la mañana, en un rincón de la habitación, encontré una yarará enorme y enroscada, durmiendo. Era un animal bello. Yo hubiera querido devolverla al monte sin lastimarla pero el dueño de casa no estuvo de acuerdo y la mató a machetazos.

Miro el despertador a cada rato y la noche se hace larga. El calor sofocante me pone de mal humor y el encierro de la pieza se me vuelve insoportable. Enciendo la luz, me siento en el borde de la cama, busco las zapatillas y las sacudo mecánicamente para asegurarme de que no haya arañas.

Me muevo despacio, como si cargara toneladas de plomo. Si estuviera en Buenos Aires esta noche saldría a caminar por Corrientes, hasta el bajo, y llegaría hasta el río, tratando de encontrar un poco de viento. El Bermejito no tiene agua la mayor parte del año y además acá no corre nada de viento. Tengo pocos cigarrillos porque los arenales del camino se hicieron tan profundos con la sequía que los camiones no pueden pasar y falta casi todo en las despensas, así que no sólo debo racionar lo que fumo sino también lo que como.
La opresión en el pecho mejora un poco con el inhalador para el asma. Me pregunto cómo es posible estar enferma de algo tan absurdo que provoque la falta de lo único que sobra en el mundo: el aire. Mis padres creen que la enfermedad empezó cuando nació mi hermano pero yo sé que fue un poco antes, cuando murió Pablo.

No tengo ganas de fumar pero igual fumo y salgo al patio para ver si por fin el llegó el viento del sur y trajo la tormenta que ayer daba vueltas en el cielo. Aprendí a oler el aire y a anticipar la lluvia, pero esta noche la tormenta debe estar muy lejos todavía porque no huelo nada y ni siquiera hay nubes.
El perro sigue de guardia en mi puerta. Cuando ve que paso de largo, se despereza y me sigue. Salimos a caminar hasta los bordes del pueblo dormido y el silencio se vuelve tan hondo que me llegan con claridad todas las voces del monte. Me gusta esta hora de la madrugada en la que estar solo se vuelve algo íntimo.

Esta tarde trabajamos en uno de los parajes que agrupan a los dos mil quinientos wichís que viven en la zona. Viajábamos en la camioneta que nos prestan los curas, el único transporte que conseguimos. Durante el día, la luz blanca endurece el paisaje y cuesta mirar. De pronto, entre los árboles secos, los vi: estaban ahí, descalzos, con las remeras grandes y desteñidas, con hondas colgando del cuello. Eran cuatro chicos morenos, de diez o doce años, y llevaban pájaros muertos en las manos. Alcancé a ver la mirada feroz de uno de ellos, como un rayo.Pienso que antes o después terminarán de perder la infancia. Los devorará la violencia de esta miseria interminable y serán viejos demasiado pronto.
Para mí seguirán siendo esa única foto que guarda la memoria.

El perro se me adelanta y cada tanto para, se da vuelta y me mira, como si quisiera llevarme a alguna parte. Confío en su instinto y lo sigo. El pueblo se llama Pompeya. Pienso que el nombre le queda bien porque de verdad parece Pompeya después de la erupción: calcinado y vacío. Los lugares que conozco de memoria parecen más pobres de noche. Veo que el perro se mete por un camino angosto, ya nos alejamos del caserío. Está oscuro y pienso en los indios que caminan siempre por lugares así, en silencio, con los sentidos alertas, pero los míos no están tan afilados y esta noche todo me parece peligroso, porque no puedo ver nada y en cambio escucho murmullos inquietantes, aleteos, chillidos, cosas deslizándose en la espesura.
El perro se impacienta, da vueltas, se me acerca corriendo y vuelve a irse. Rumbea para el lado del cementerio y me acuerdo de que un poco más allá hay una laguna. Me dejo guiar por el ruido sordo que hacen sus patas al correr por el camino de tierra. La idea de llegar al agua me anima. De pronto el perro se detiene y sospecho que pasa algo. Camino un poco más y veo que la laguna está tan seca como el río. Prendo otro cigarrillo y puteo bastante porque que la laguna esté seca me parece un mal chiste. Ahora tengo que volver y el perro se va, ya no lo veo, dejo de escucharlo.

Paso frente a unos ranchos destartalados. La primera vez que atendí en este lugar la gente contaba que Don Alejandrino Hoyos no murió consumido por el cólera, sino por una pelea entre diablos. No importa que haya muerto seco como la tierra, ni que la enfermedad lo haya devastado, ni que los médicos hayan encontrado al vibrión en cada jugo de su cuerpo: la culpa, se sabe, fue de los diablos, dice el pastor evangelista, y la palabra de dios no admite discusiones. Aquí todos son evangelistas y los domingos cantan y bailan en las iglesias durante horas. Una mañana fui a ver un servicio; los indios cantaban en su idioma, frenéticos, y me pareció entender que decían que sólo entraría al reino del Señor quien hablara wichí.

Vuelvo despacio por el camino angosto que de a poco se ensancha y me lleva otra vez al pueblo. Un remolino hace dibujos en la tierra y hace volar las hojas secas. No se ve ni un alma en las calles; escucho un silbido y cuando me doy vuelta es el Piti, un criollo que eligió vivir aquí y tiene un almacén de ramos generales que siempre está medio vacío aunque él es optimista y dice medio lleno. El Piti tiene cincuenta años y hace diez que sus amigos dejaron de hablarle porque se casó con una india. Esta noche él tampoco duerme y tiene ganas de conversar. Yo no.
-Hace calor-, dice, como si hiciera falta.
-Sí- digo.
Y escucho de nuevo: -Hasta mañana, gringa-.
Lo saludo apenas con un gesto mientras camino más rápido y ya veo mi casa y el perro esperándome en la puerta.

Antes de volver a mi pieza voy hasta el fondo del patio donde hay una canilla; el agua llega fría, directo de la napa, y lleno un balde. Trato de no hacer ruido porque lo último que quiero es que salga el dueño del hotel, que debe estar tan desvelado como yo, a darme charla. Me mojo con un vaso como puedo, la nuca, la cabeza, los brazos, y eso me hace sentir mejor unos minutos hasta que el aire me seca y otra vez el calor.
Entro en la pieza y dejo la puerta abierta. El resto del hotel está vacío, el perro entra conmigo y se echa al lado de la cama.

En el cielo, al sur, veo los primeros relámpagos.

"Una langosta para dos" por Copi en "las viejas travestis y otras infamias, Barcelona, 1989. Aporte de Alberto Celesia.

Marina sacudió sus trenzas pelirrojas al salir del agua con su hijo de tres años, Ludovic, que había estado a punto de ahogarse. Lo había salvado otro niño, tirando de él por un pie; la madre del pequeño salvador se acercó corriendo, y las dos mujeres empezaron a parlotear. La otra madre se llamaba Françoise, era francesa y morena. Las dos esperaban a sus maridos, que tenían que llegar a Palma al día siguiente en un charter. El pequeño François, el hijo de Françoise, moreno y bronceado como un indio, se puso a mear sobre el pequeño Ludovic. Las dos madres se precipitaron riendo, los lavaron a ambos en las olas, y los metieron en un barquito hinchable, dejándolos en él a su aire, mientras ellas iban a tomarse un oporto a la cafetería. Nada más sentarse, un español muy peludo se les acercó y les cantó algo en flamenco; ellas le dieron unas pesetas. Se alojaban por casualidad en el mismo hotel, el Palma. Decidieron acostar temprano a los niños y salir juntas por la noche. Los niños quedaron acostados juntos en la habitación de Marina, que tenía una cama más espaciosa; tan pronto ellas apagaron la luz y se marcharon, el pequeño François se puso a zurrarle al pequeño Ludovic con su paleta de playa; Ludovic se puso a llorar, pero su mamá no estaba ya allí, estaba en aquel momento mirándose sus rojas trenzas en un espejo del hall, mientras Françoise llamaba una calesa. El pequeño Ludovic intentó esconderse bajo la almohada. El otro se puso a pegarle furiosamente en las piernas con la paleta. Entre tanto, las dos flamantes amigas se subían a una vieja calesa y empezaban su recorrido nocturno por Palma. «¿Eres feliz?» preguntó Françoise. Marina suspiró. Oía el rumor de la mar, sentía el fuerte olor de las palmeras, y se sentía, en efecto, completamente feliz en aquel momento. Apretó con fuerza la mano de Françoise. «Si no fuera que mi marido es homosexual» suspiró. «El mío también» dijo Françoise. El conductor de la calesa era un viejo delgado. Se quedó dormido. El caballo también; marchaba por la vieja rambla de manera maquinal. Françoise apretó más fuerte la mano de Marina, y vio por el rabillo del ojo el brillo de una lágrima al pasar ante una farola. «Pero lo amo, así y todo» suspiró Marina. «Yo también» dijo Françoise con voz más firme. El caballo se detuvo en seco, y se puso a pastar entre las violetas de la rambla. El viejo calesero se despertó y le dio un buen golpe de fusta, el caballo empezó a trotar de nuevo, masticando las violetas. Entre tanto, el pequeño Françoise le abría la cabeza de un paletazo al pequeño Ludovic, que empezaba a gemir en medio de la cama, perdiendo sangre por la nariz. François le metió el mango de la paleta por el ano y se puso a saltar sobre él; Françoise entre tanto, apretaba la mano de Marina. Le confesaba en voz baja: «Quería tener un hijo mío, para mí sola, soy lesbiana». El caballo se detuvo por sí solo delante de la Hostería Azul. Le pagaron al flaco cochero, medio dormido aún, con un fajo de pesetas, y entraron en el restaurante. El maitre las colocó en una mesa tranquila, donde siguieron hablando con franqueza de sus vidas, delante de una langosta para dos.

23 de noviembre de 2007

Moverse hacia la ternura. Sobre Raymond Carver por Pablo Ramos

Este texto fue editado originariamente en http://www.no-retornable.com.ar/reflexiones/0039.html
Si podemos hablar ¿por qué entonces escribir? ¿Qué sentido tiene hacerlo? ¿Qué es, en definitiva, lo que una persona que escribe habitualmente, o sea, un escritor, persigue al sentarse horas y horas frente a una máquina de escribir? ¿Dinero, fama, gloria?, no creo, eso es para pocos, y en todo caso eso viene después.
¿Qué es lo que descubre un escritor cuando descubre que va a ser escritor? ¿Qué nombre propio le puso a ese sentimiento que tiene atornillado a la glotis? Ese que, al mismo tiempo de ser descubierto, promete una herramienta para la extirpación y susurra al oído que, pase lo que pase, digan lo que digan (tus ex mujeres, tus ex suegras, tu propia madre, tu propio padre, tus hijos) tenés que escribir, tenés que escribir, tenés que escribir. Ese sentimiento es la impotencia.
De la impotencia, de la imposibilidad de comunicarse con el mundo y en especial con el mundo cercano, con esos seres queridos que si no se están yendo su permanencia en nuestras vidas pende de un hilo. Del terror que sentimos frente a la inminente ruptura de ese hilo, y de la impotencia, también, que nos genera ese terror porque pese a amar, pese a necesitar, pese a ser necesitados no somos capaces ni siquiera de saber “de qué hablamos cuando hablamos de amor”, de ahí: de lugares como ese, viene Carver.
De antes de ser escritor, de mucho antes de ser alguien que quiera expresarse en términos poéticos. Carver viene del dolor y el asombro frente al dolor, de la desolación y el asombro frente a la desolación, de la caricia y el asombro frente a la caricia, y de mucho más atrás de eso. Más cerca de la verdad que del arte, porque la gente está más cómoda con el arte que con la verdad, él quiere incomodarnos: incomodarse para incomodarnos. Y esto no entra en ningún género literario. Descreo de esos nombres, acá no hay minimalismo, no hay realismo sucio, no hay más que honestidad brutal contada desde un alma preciosa que ha aprendido a darle potencia a la impotencia de las palabras, que ha descartado adjetivos, adverbios, vervoides, y pajas y más pajas, para contarnos que no se puede decir “te necesito”, no se puede decir “te amo”, no se puede decir casi nada porque es imposible saber o expresar la dimensión del amor o de la necesidad o de lo que fuera que uno sienta. Y que por eso te miento, cuidando la mentira, cuidándote de la mentira, porque ese fingir es el instrumento de mi verdad, de mi realidad no realista, de mi mínima cosa que ocupa toda mi vida.
Carver dijo en un reportaje que de lo único que se sentía orgulloso en su vida era de haber dejado de beber. También, en el mismo reportaje, confesó que la primera vez que un cuento suyo salió publicado en una antología (Quieres hacer el favor de callarte, por favor), él se fue a dormir llevándose el libro a la cama.
“…El día en que me llego la antología por correo me la llevé a la cama para leerla, simplemente para mirarla y para tenerla, pero verdaderamente la miré y la tuve más de lo que la leí. Me quedé dormido y a la mañana siguiente me desperté con el libro en la cama a mi lado, junto a mi mujer” Cuánta honestidad. ¡Qué placer me produce leer esto! Cuánto me tranquiliza, cuánto me llena de esperanza saber que es un hombre honesto y valioso quién produce su literatura honesta y valiosa. A cuántos de nosotros (escritores) sería un gran negocio comprarnos por lo que valemos y vendernos por lo que creemos que valemos. Raymond Carver, un genio literario, es capaz de decir, casi inocentemente que se acurrucó junto a su primera publicación. Esto es decir: yo quiero que me publiquen, yo escribo para que me lean, yo quiero tener suerte. Cuántos fantasmas despeja este deseo, cuánta sanidad hay en él. Cuánto bien le hace al escritor principiante… y no tanto.
Acá podrían terminar mis palabras, ¿por qué no? Pero tal vez haya algo más que le pueda agregar a este perfil de apuro que terminó por salir de mi máquina de escribir, y hay un ejemplo publicado en la obra de Carver que habla mejor de él de lo que, al menos, pueda hablar yo. En el año 1981, él publica, en el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, un cuento no logrado. El cuento se llama “El baño”, y es la triste historia de Scotty que, en las vísperas de su cumpleaños, luego de que su madre le encargara un pastel con su nombre, es atropellado por un auto y queda en coma en el hospital. En realidad es la historia de la madre de Scotty, que después de pasar por el primer transe de acompañar a su hijo en el hospital, vuelve a casa para bañarse y recibe la llamada del pastelero que se ha sentido estafado porque ella no fue a retirar el pastel ni a pagárselo. El tipo llama sin darse a conocer, ya en el final del cuento, con el chico en coma. La madre pregunta si se trata de Scotty y el pastelero dice “sí, Scotty, se trata de Scotty”
No hay trucos, porque aunque ella no cae en la cuenta de quién es el que llama el lector no tiene dudas, por eso el cuento no es malo en lo formal, pero es malo en su razón de ser. No hay hondura, no hay punto de no retorno más allá de la posible muerte de Scotty como circunstancia. Del comentario fuera de lugar del pastelero como circunstancia. Y si uno mide la dimensión teórica del drama (el coma de Scotty, que el pastelero llame y llame por teléfono a la madre diciéndole que Scotty tal o cual cosa) contra el peso emocional que uno siente al terminar de leer (esto es lo que debería haber sentido contra lo que realmente siente) sale defraudado. Sí, ¡defraudado por Raymond Carver!
Es que a veces no alcanza con que el escritor contemple con la boca abierta o en puro asombro un zapato viejo o un atardecer, tal cual lo dice Carver. Y es que él dice “a veces se necesita tan sólo contemplar…” y nosotros leemos “con eso alcanza, lo hago siempre y listo” No. No es así: no es tan fácil escribir fácil.
Hay palabras importantes que Carver hace renacer. Ternura, alma, talento, son algunas de ellas. Entonces si no tenés talento y no escribís con el alma jamás vas a lograr moverte hacia la ternura, y eso es lo que busca Carver, aún en los cuentos más duros, él mismo lo dice cuando “medita” sobre la frase de Santa Teresa que tanto le gustaba “las palabras llevan a las acciones… preparan el alma, la alistan y la mueven a la ternura”
Entonces volviendo al cuento “El baño”. La madre vuelve, al hijo le van a hacer mil estudios, escucha lo que escucha del pastelero y se termina el cuento ¿Qué cuento? Ningún cuento, porque no le salió, porque así no pasa nada, porque fue sólo una idea que se publicó.
Pero toda obra está viva mientras su escritor esté vivo, dice Carver, y unos años después, cuando sale el notable libro Catedral, reescribe el cuento “El baño”, lo titula, “Parece una tontería” y lo convierte en una verdadera obra maestra.
Lo extiende: la madre recibe más llamados del pastelero, Scotty muere, el pastelero insiste “Scotty, lo tengo listo para usted, se ha olvidado de Scotty” La madre lo putea, minutos atrás acaba de enterrar a su hijo, ni ella, ni el lector ─atrapado ahora sí en el sentimiento de ella─ pueden entender que categoría de enfermo es este tipo. Pero la genialidad es que el lector está segundos por delante en comprensión que la protagonista, Carver nos regala esto, pero no abusa y unas líneas más adelante, enseguida, ella cae en la cuenta. Fácil: la torta, el nombre, el número de teléfono “Hijo de puta” grita, y el marido la lleva a la pastelería.
Y ahora lo bueno, el pastelero no los quiere atender, ironías, soberbia. Finalmente les abre. Hay un momento de dudas, parece que va a haber violencia. El pastelero admite que llamó, que el pastel se está poniendo rancio, dice que si quiere se lo deja a mitad de precio. Y ¿saben como se dice mi hijo murió?:
“Mi hijo ha muerto –dijo Ann con un tono frío y cortante─. El lunes por la mañana lo atropelló un coche. Hemos estado con él hasta que murió. Pero naturalmente usted no tenía porqué saberlo, ¿verdad? Los pasteleros no tienen que saber todo, ¿verdad, señor pastelero? Pero Scotty ha muerto. ¡Ha muerto, hijo de puta!”
Y todo el dolor del universo empieza a llover sobre los personajes y a través de ellos sobre el lector, que ya está emocionalmente preparado (preparado por el escritor) para vivir el momento estético más sublime que el arte nos puede dar (a mi gusto), que es cuando la literatura, LA LITERATURA, se hace presente y dice “acá estoy”:
“…el pastelero dejó el rodillo de amasar en el mostrador… los miró y meneó la cabeza despacio… sacó sillas de debajo del mostrador…
─Siéntese ustedes, por favor.
─Quisiera matarlo ─dijo (Ann)─, verlo muerto.”
Ellos se sientan, él se sienta con ellos.
“─Permítanme decirles cuanto lo siento ─dijo el pastelero apoyando los codos en la mesa─ Sólo Dios sabe cuánto lo lamento. Escuchen. Sólo soy un pastelero…”
Sí, dice eso: “Soy sólo un pastelero…”. Una tontería. Parece una tontería. “…en momentos como estos comer puede parecer una tontería…”
El cuento sigue. Él les ofrece bollos, y ellos se quedan. Se hace de día y ni piensan en irse, mientras el pastelero les da de probar y de oler y les sirve más y más café.
Yo sólo soy un pastelero. ¿le agregarían el adjetivo “simple” a “pastelero”?. No es minimalismo, es talento.
Yo leí este cuento por primera vez en el colectivo, un invierno de esos que andaba sólo y hambriento por Buenos aires. No pude parar de llorar, nunca puedo parar de llorar cuando llego a esta parte del cuento. Por eso quería compartirlo. Y creo que no tengo más para decir: ese es mi Carver personal, mi amigo Carver, el que no quiero ni pensar que se vaya más allá (yo pondría: que se vaya lejos, antes de que el amanecer…) de que el amanecer haya arrojado sus luces pálidas en mis ventanas.