Había estado soñando con estepas en llamas, con asechanzas, con un centinela que reclamaba salvoconductos para abrir el paso a un acantilado cóncavo donde el embate de las olas transformaba el incendio en humo líquido. Cuando abrió los ojos, sin embargo, sólo volvió a encontrar el óxido de las torres de petróleo contra el cielo aterido de la Patagonia. Le hubiera gustado saber si al final le habían permitido conocer el rumor de la espuma, pero en los últimos tiempos siempre salía de los sueños por los poros y dejaba la puerta cerrada. No había lugar a apelaciones, mucho menos cuando se dormía en un escorzo escabroso y el frío, los calambres, la alarma del trabajo postergado lo obligaban a demorarse en la orilla de lo material. Como desde una gabarra sin ancla contempló la mole negra y lustrosa del hotel Lobería, las veintidós hileras de persianas, muchas de ellas atascadas, y el resplandor que las falsas vigas de bronce desviaban hasta las ventanas rotas del banco Sinardi. El edificio del hotel era una impostura funcional; tal vez por eso en la penumbra rosada del anochecer, bajo un velo de óxidos y de hollín, se fue dilatando hasta convertir las aristas en febles arcos de barro. Ezequiel, como si el día estuviese desvaneciéndose con discreción, dejando tarjeta de visita, hizo un esfuerzo por recordar que edad tenía. El edificio recobró la rigidez. Él pensó que si aún podía detener la disolución de ese inmenso prisma no estaba obligado a embarcarse en balances. Doce años antes, quince o veinte a lo mejor, había sido una suerte de notario prometedor, también bibliotecario, amante compulsivo del existencialismo. Ahora era uno de los dos afiebrados que la gente perseguía para que escribieran todo lo que en la ciudad merecía papel: peticiones a consulados, demandas a vecinos, discursos de despedida, convocatorias parroquiales, recetas, folletos. Hasta cartas de amor de prostáticos vergonzosos, había escrito. Y para hacer tanto tiempo que vegetaba en Krámer, le parecía que en realidad había manejado su destino con apreciable elegancia. Ni abulia, ni urgencias, ni memoria fastidiosa ni miedo a los sustos. Todo se soluciona con una sacudida rápida, como cuando un perro sale del agua bajo una luna de cal. En todo caso las mismas ganas de irse, mitigadas a veces, por sorpresa, por el odio a los camanduleos que lo obligaban a esperar. Casi rozándole los párpados, un grupo de sudafricanos pasó trotando en ropa de jogging. Pese a ser rubios y macizos, incluso atrevidos, no habían tenido más remedio que alquilarse como anuncios ambulantes: todos llevaban en el pecho y la espalda fulgurantes estampas de cigarrillos y carteles que decían MAGISTRALES, EL HUMO DEL PRESENTE, uno de los muchos slogans inventados por la codicia de Carmelo Il-debrandi. Circulaban por el crepúsculo, los sudafricanos, con una pesarosa prestancia, y de lejos parecían héroes de fosfato. Todos menos el último, más bajito, que llevaba las zapatillas desatadas y en cualquier momento iba a tropezar.
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